Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

El evangelio según Barrabás

En la clemencia del gobierno palpita, por lo tanto, cierto deseo mimético. El anhelo de merecer la simpatía de una gente a la que no es posible subyugar por el mero señorío de las armas

En un conocido pasaje bíblico, el gobernador romano Poncio Pilato se pliega a la costumbre de excarcelar a un preso durante la Pascua y ofrece al pueblo de Judea la libertad de Jesús de Nazaret. Ecce homo. «He aquí el hombre», dice Pilato mientras exhibe el cuerpo torturado del prisionero. El Sanedrín ha imputado a Jesús las más innobles blasfemias y exige su muerte, pero el gobernador confía en que la plebe lo absuelva. Sin embargo, la multitud reclama la liberación de otro reo. «¡Suéltanos a Barrabás!».

¿Quién es Barrabás? El Evangelio según san Juan lo tiene por un ladrón. Marcos y Lucas, en cambio, sostienen que había dado con sus huesos entre rejas por haber intervenido en un motín violento. Lo cierto es que la iconografía cristiana ha demonizado a Barrabás para enfatizar la inocencia de Jesucristo y denunciar la arbitrariedad de su condena. No obstante, Nicholas Ray desliza en el péplum “Rey de reyes” un diálogo esclarecedor. «¿Conoces a Jesús de Nazaret?», le pregunta el carcelero a Barrabás. «Lo conozco. Los dos buscamos lo mismo con métodos distintos», responde Barrabás. «Libertad».

En esa bruma fantasmal que separa el mito de la realidad, es legítimo interpretar que Barrabás no fue un vulgar alborotador y mucho menos un bandido sino más bien un líder zelote. Un libertador. Un insurgente alzado en armas contra la ocupación romana. No en vano, Mateo lo considera «un preso muy famoso». A partir de aquí estallan las preguntas. ¿Por qué motivo las autoridades de Roma habrían de estar dispuestas a indultar a un subversivo? ¿No habría sido más prudente la exculpación de Jesús, que ni siquiera se opuso a las demandas tributarias del César?

Mediante el espectáculo público del indulto, el gobernador extranjero se integra en la fiesta de la Pascua judía y trata de aliviar las asperezas políticas. Muchos años después, el apologista Minucio Félix atribuirá el dominio imperial de Roma a la astucia de absorber los ritos religiosos de las naciones sometidas. En la clemencia del gobierno palpita, por lo tanto, cierto deseo mimético. El anhelo de merecer la simpatía de una gente a la que no es posible subyugar por el mero señorío de las armas.

En España, la tradición del perdón político se pierde en el abismo de los tiempos. Sabemos que en 1760, Carlos III celebró su llegada al trono con una excarcelación general. Todavía hoy, el Consejo de Ministros se refugia en un precedente del siglo XVIII para expedir indultos a petición de las cofradías religiosas cada Semana Santa. El pasado marzo, Pedro Sánchez puso en la calle sin mayor escándalo a tres devotos de la hermandad malagueña de Jesús «El Rico». Tráfico de drogas, robo con fuerza en casa habitada y delito contra la salud pública.

La liberación de los presos catalanes ha dividido al Congreso de los Diputados. El hemisferio derecho clama contra los indultos en nombre de la unidad de España. El hemisferio izquierdo, al contrario, celebra los indultos en nombre de la unidad de España. La estructura desafiada, sea cual sea su veredicto, no solo sale ilesa sino que además se refuerza con el trance. Se trata, dice Sánchez, de «restablecer la convivencia» que el ejercicio sedicioso del referéndum había quebrado.

Parece sensato conjeturar que los indultos obedecen más a un apuro que a una convicción. No por azar, la opereta intempestiva del Gobierno español en el Palau tuvo lugar el mismo día que la Asamblea del Consejo de Europa señalaba a España y a Turquía como dos epicentros de persecución política. Por si fuera poco, la sombra de Estrasburgo planea sobre Catalunya la misma semana que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España por vulnerar el derecho a la libertad de expresión de Tasio Erkizia.

Hay además otra hipótesis razonable que tiene que ver con el álgebra parlamentaria. Al fin y al cabo, los presos catalanes y vascos dispensan al Ejecutivo español una coartada negociadora que permite sumar mayorías sólidas en el Congreso. Es decir, que no habría indultos ni acercamientos ni traspaso de competencias penitenciarias al Gobierno Vasco si la estabilidad de Sánchez no estuviera supeditada al voto de las formaciones independentistas.

Los indultos, igual que las limosnas, revelan una asimetría vestida de altruismo. En el monólogo de “Cinco horas con Mario”, Miguel Delibes pone esta evidencia en boca de Carmen Sotillo. «A los pobres les estáis revolviendo de más y el día que os hagan caso y todos estudien y sean ingenieros de caminos, tú dirás dónde ejercitamos la caridad». Bajo este prisma, surge la tentación de deducir que nos encierran para poder practicar, llegado el caso, la fingida generosidad de liberarnos.

La realidad es siempre la misma, pero hay tantas interpretaciones como narradores. Hace falta un evangelio que nos explique por qué Barrabás despertaba más simpatías que Jesús de Nazaret y por supuesto muchas más que Poncio Pilato. En ese evangelio apócrifo que está por escribirse, tal vez sea Barrabás quien encomienda a sus vecinos la decisión de indultar o no a Poncio Pilato. A veces basta girar una fotografía para que se presente ante nuestros ojos todo un surtido inédito de posibilidades.

De momento, en los evangelios bendecidos con el sello de la oficialidad, la muchedumbre aclama la liberación de Barrabás pero no olvida a quienes aún permanecen encadenados y a quienes continúan ciñendo grilletes mientras se lavan las manos. El pueblo de Judea sabe muy bien que la cuestión no es quién entra preso o quién sale indultado. La cuestión es quién posee la llave de todas las prisiones.

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