Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El «hereu» y la «pubilla»

El veterano periodista se refiere al resultado de las recientes elecciones catalanas y analiza el efecto que este ha tenido en las diferentes fuerzas que concurrieron a las urnas, para concluir exponiendo lo que considera una prioridad: «lograr la ‘Y griega’ como marca soberana de Catalunya en el concierto de las naciones.

En contraste con un pueblo que venteaba sus  banderas de la libertad desplegadas a todo trapo en la calle  escuché con melancolía el discurso de los dos principales dirigentes de Ciutadans, él y ella, Sr. Ribera y Srta. Arrimada, a sus seguidores. Eran discursos vacíos, de un fin de semana improvisado con los «compis» de botellón retórico y barato. Me recordaron el sorprendido telegrama a sus padres de un muchacho que informaba de que su hermano había entrado en el gobierno: «Os lo juro; Pepe, ministro». Hay cosas difíciles de creer. Fueron discursos repletos de sorpresa tras ser abierto el ruinoso testamento de una españolidad que yacía muerta al pie una gaviota que ha renunciado al mar de la verdadera razón y se alimenta en los vertederos tierra adentro. El hereu y la pubilla no tenían nada importante que decir a unos seguidores que lo manifestaban todo en el caducado e invariable grito de «¡España, España!», que en Catalunya resume la andrajosa historia de un colonialismo alimentado desde el interior por una casta cortesana y protegido desde afuera por leyes uniformadas.

El último PP había sacado del armario su frente de juventudes y gritaba por unas gargantas de alquiler destinadas a un silencio que culminará dentro de dos meses, cuando desde el ostracismo de unos escaños conseguidos para nada los acertantes de este pleno al cero contemplen impotentes cómo la historia de la libertad catalana sigue hilando en su viejo y sólido telar. Él y ella, el hereu y la pubilla, estaban allí, asombrados de sí mismos, maquillados para vender un cosmético político extemporáneo y deslumbrados por una herencia de la que eran inconscientes hasta el momento de la apertura de un testamento mortal que ya no servirá para nada, ni en Madrid siquiera, tras las próximas elecciones.

No se enteran de nada. Catalunya no es en su profundidad abisal la Barcelona del irónico baile en capitanía al que asistían los abuelos de estos chicos, de los entretenidos juegos políticos de los muchachos bien, de los banqueros inexplicables y de los universitarios con horas libres, sino la tierra de los sólidos y discretos burgos repletos de modernidad tradicional, de gentes constantes en la invención, de mossens discutidores pertinaces frente a obispos sufridores, de revolucionarios profundos nacidos en un campo bien arado, de trabajadores leídos, de mujeres con corpiño liberal y de seguidores graníticos del Barça. Esa es la Catalunya que no necesita referéndums para identificarse como propia. Y en esa tierra, que controla sin fatiga su corazón inmemorial, no valen los gritos de «¡España, España!» de esos ciutadans de sálvame de luxe.

Cada catalán es un libertario radical troquelado en el molde indestructible y único de Catalunya. Cada catalán es un alma ensimismada que asciende a su modo por la escalera de Jacob. Y frente a eso ¿qué pueden hacer la pubilla y el hereu de Ciutadans, esa última invención de caballo de Troya que ha ideado el PP con materiales de derribo? Entre los asistentes a la hora canónica de los veinte diputados sin más programa que la difícil brillantina había también nietas de aquellas señoras que buscaban compañía frágil a la hora del té en Parellada y a las que dedicó unos tiernos versos el gran Joan de Sagarra, si mi memoria no me falla: «La soltera ya aburrida/ la viuda y la mal casada/ la que ya no espera nada/ porque está desesperada/ todas van a Parellada».

He seguido, con resignada atención, la campaña electoral del 27S. Ha sido una campaña caracterizada por el enfrentamiento entre los que no se resignan a sentarse honestamente a la mesa de la libertad y los que ya están hartos de esperar sentados en esa mesa. Una campaña, por tanto, pesada y oscura que me recordó cien veces aquella escena del saloon del Oeste en que uno de los jugadores pone triunfalmente sobre la mesa tres reyes y su contrincante coloca sobre el paño dos pistolas. En este caso Catalunya ha exhibido incansablemente sus razones, mientras España insistía en exhibir los poderes cisnerianos. Con una elementalidad de alcalde pedáneo, el Sr. Rajoy ha proclamado una y otra vez que permitía las elecciones catalanas a condición de que sus resultados no fueran tenidos en cuenta caso de ser adversos para Madrid. El Sr. Rajoy decidió cerrar el proceso electoral refiriéndose no solo al presunto voto adverso de los ciudadanos de otra nación, como es la española –cosa estupefaciente por tratarse del debate clarificador sobre una pretensión nacionalista no española–, sino al voto decisorio que adelanta de sus instituciones políticas, jurídicas, económicas y militares. Incluso dispuso del triste sufragio del cardenal de Valencia, antiguo jefe de los capellanes castrenses, que trató de resucitar con argumento indigno el condenable espíritu de la Carta colectiva del episcopado español en que se trataba de santificar el genocidio del general Franco.

En la Catalunya del 27 S se han quemado partidos como Podemos, que ya traicionó con Tsipras a un pueblo lúcido al que llevó al matadero de los mercados. Podemos ya se había roto los dientes con la ejecución de Monedero, el hombre que sabía perfectamente que el reformismo no conduce hacia el futuro necesario.

El 27 S ha liquidado ese socialismo bauerista de Pedro Sánchez y su muñeco bailarín, el Sr. Iceta, que siguen invitando a los españoles al trile de Felipe González, el hombre de las mil caras.
El 27 S ha dejado desnudas sobre su balancín a «avatares» de vuelo atardecido como la alcaldesa Colau, que cree que desde el balcón del Ayuntamiento puede cerrar la poderosa puerta de la Generalitat, donde se custodia la llave para lograr que Cataluña sea Catalunya, que de eso se trata aquí y ahora.

El 27 S ha sido, además, un aldabonazo a la CUP para advertirle de que la lucha por su programa social –del que participo en tantos puntos– solo tendrá horizonte si Cataluña es Catalunya. Dentro de España ese programa levantaría de su tumba los huesos de Franco. No pierdan de vista los conductores de la CUP aquella frase que Margarita Yourcenar atribuye al inteligente emperador Adriano: «Tener razón antes de tiempo constituye una forma de equivocarse». Desde Cristo a Lenin la historia confirma ese camino. Los dos fueron pacientes, pero decididos.

Lo importante ahora es lograr la «Y griega» como marca soberana de Catalunya en el concierto de las naciones. La carrera ha empezado. Creo que fue Pitágoras quien creó aquella magnífica ecuación según la cual un galgo jamás alcanzaría a la liebre perseguida si se iba dividiendo por dos la distancia que faltaba para que el lebrel se merendase al lepórido. Claro que este brillante cálculo se hizo en tiempos en que no existía la Guardia Civil ni las liebres eran nacionalistas. Pero esto es sólo un detalle.

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