Iñaki Egaña
Historiador

El hombre que comía perros

Hace unos años tuvimos la suerte de asistir a un libro excepcional, "El hombre que amaba a los perros". Una obra de Leonardo Padura que indagaba y humanizaba la figura de Ramón Mercader, el verdugo de Trotsky, que se refugió en Cuba y pasó sus últimos años paseando a dos galgos por las playas de La Habana. Mercader era un migrante político, innombrable en una de esas guerras frías, la de los dos bloques, y las internas en ambos (estalinismo y macartismo). Hace unos días, superadas aparentemente aquellas épocas de espías y conspiraciones, la querencia de los perros ha vuelto a llenar los informativos. Donald Trump, el expresidente norteamericano y hoy aspirante a reeditar el cargo, se mostró persuadido de que los migrantes modernos, los que entran «ilegalmente» en el territorio que los europeos despojaron una vez a los pueblos originarios, se comen a sus mascotas. A menos en Ohio. Entre esas mascotas digeridas, probablemente condimentadas con chiles habaneros para recuperar la referencia de Mercader, gatos, peces killis, periquitos... y perros.

Sabido es también que los habitantes del actual contrincante económico de Washington son consumidores habituales de perros. En el festival de Yulin, en el sur de China, se comen en la celebración del solsticio de verano unos 10.000 perros. Las protectoras europeas ya han puesto el grito en el cielo. Podemos comer conejos, gallinas, ballenas o saltamontes, pero engullir carne de perro es de mal gusto. Corea del Sur ya ha prohibido comercializar la carne de perro a partir de 2027. Chinos, migrantes, estalinistas... son parte de esa fábula de los supremacistas que, por encima de razones y hábitos culturales, imponen un relato aparentemente moderno, lleno de fakes, como en el caso de Trump.

Hay, asimismo, una tendencia popular que relaciona a los perros con agentes policiales y sus desmanes. La asociación de ideas identifica a los pitbull o rottweiler con torturadores o mercenarios. En la serie británica "Slow horses", los «perros» son los agentes encargados por el MI5 para las actividades indecorosas, palizas, operaciones encubiertas... En Euskal Herria, el término tuvo recorrido reciente para asignarlo a los miembros de la Guardia Civil, que en el siglo XIX eran conocidos como txapelokerrak, sardinzaharrak o mendizerriak. Dicen los más veteranos que el término «txakurra» llegó desde Venezuela (siempre en el disparadero) en la década de 1960 porque en Latinoamérica era y es habitual llamar perros a los policías. Y desde Caracas, los jóvenes de EGI, entre ellos Iñaki Anasagasti, los viejos de la guerra y algún recién llegado de ETA, comenzaron a imprimir en sus boletines la expresión txakurra y, por extensión, txakurrada. Acostumbrados a absorber toda clase de neologismos, el vocablo se quedó en nuestra terminología del conflicto. En la "Enciclopedia de los criminales nazzionalistas SSabinianos de ETA" (sic), en cambio, se dice que txakurra es «un término peyorativo con que los criminales etarras, sus colaboradores y demás secuaces del MLNV, nombran a la Policía y a la Guardia Civil». Se equivocaban sus redactores. Antaño, hasta algún instructor de la Ertzaintza utilizaba el término para referirse a la policía hispana.

En la década de 1980, la expresión estuvo, aunque parezca lo contrario, normalizada tal y como hoy la recuerdan series y películas. Me atrevería a decir que sin carácter peyorativo, simplemente descriptivo. En “Historia de un desafío”, ese trabajo inmenso sobre la historia de la Guardia Civil en su lucha contra ETA, la opción es bien distinta a la que creíamos: «qué razón tenía quien os bautizó con el nombre de txakurrak, pues desde luego no hay sabuesos como vosotros, como la Guardia Civil. Si encontráis la menor pista, no os dais por satisfechos hasta no haberla explotado al límite».

Cuando el Congreso español creó una comisión para investigar los malos tratos y las torturas en Hego Euskal Herria, a exigencias de ETA Político-Militar para liberar a un secuestrado, los medios reprodujeron una falsificación probablemente fabricada por el CESID. Se trataba de un supuesto texto mal redactado, con fallos cronológicos, y un lenguaje propio del machismo cuartelario (se llamaba «maricones» a los jueces) en el que un inventado dirigente polimili relataba que ya no se torturaba y que los milis, revolucionarios de pacotilla, «cantaban» sin recibir un rasguño. El engaño fue referido al número relativo a una revista interna Polimili que no existía. Y en el texto, el término «txakurra» iba y venía sin ser siquiera explicado por "ABC" o "El País" que reprodujeron la farsa. No hacía falta traducción. Lo que importaba era crear una comedia para negar lo evidente, la tortura.

La expresión txakurra, sin embargo, parece que adquirió otra dimensión ya en el siglo XXI. Covite (Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco) elevó en 2014 una denuncia al fiscal de la Corte Penal Internacional (TPI) que desde La Haya juzga los delitos de genocidio y lesa humanidad. Para la asociación que preside Consuelo Ordoñez, «txakurras» son los desplazados desde Euskal Herria a España, «incluidos menores» (sic) y «cosificados» (sic) por razones de nacionalidad, étnicas, culturales o políticas y que evalúa en el 10% de la población vasca. En otro párrafo de la misma denuncia, reduce la expresión a aquellos que «no son nacionalistas-socialistas e independentistas».

¿Comen perros los haitianos migrantes como señalaba Donald Trump? ¿Devoran perros y ratas los venezolanos de Maduro como apuntan los medios madrileños alineados con González Urrutia? ¿La campaña "Alde Hemendik" expulsó al 10% de la población vasca, a la que llamaba txakurra? ¿Es lícito comerse a su perro cuando su dueño se ha perdido en un bosque de Canadá? Demasiadas preguntas para estos tiempos modernos. La única certeza que tengo es la de que perro no come perro. Trump, Cesid, Covite... unidos por esa expresión universal.

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