El pasado
En política se estila ahora, con sospechosa insistencia, usar los tiempos gramaticales para validar o invalidar una idea política, económica o moral.
Esto es, se trata de convertir la circunstancialidad en la única forma de medir lo necesario o lo innecesario no ya en el marco del momento, –lo que es muy comprensible; por ejemplo, una decisión precisa ante un problema concreto y puntual–, sino en el terreno de los grandes valores ideológicos o morales, que son, por el contrario, los que confieren a la vida esencial o de largo alcance del colectivo humano su seguridad histórica profunda, su anclaje referencial. El resultado de esta disolución de los valores profundos en la temporalidad «eficaz» confiere una vaporosidad destructiva a la existencia. Podríamos reducir esta tesis en el título de la obra de Robert Kaplan “La anarquía que viene”, en la que llega a afirmar con tristeza, pese al modernista espíritu sistémico del autor, esta cosa tremenda: «La paz verdadera, del tipo que muchos imaginan, solo es posible mediante una forma de tiranía, aunque sea sutil y benigna». La llamada democracia actual es la expresión de esta tiranía «benigna», expresión a la que volveremos cuando hablemos de las grandes concentraciones internacionales o globalizaciones.
El pronóstico a que me adhiero ha renacido en mí ante una afirmación en que el Sr. Urkullu resume la confusión mental y el temor en que viven, a mi parecer, los nacionalistas del PNV respecto a una presunta independencia de Euskadi: «La independencia en el siglo XXI es como hablar de imágenes del pasado. Es imposible hoy que un Estado se pueda declarar independiente. No somos conscientes de que más de un 80% de la legislación de cada país es una trasposición de las directivas europeas…Vivimos en un mundo globalizado en el que quizás el concepto de independencia hay que derivarlo a un concepto de soberanía», que él define como «soberanía compartida». Me parece que este párrafo ilumina la dramática y colosal confusión ideológica, el revoltijo ideológico, en que se halla el Partido Nacionalista Vasco. Creo que ni una mente como la del Sr. Ortuzar, abierta a tantas cosas, puede remontar esta situación.
Ante todo sorprenden esos términos en que el Sr. Urkullu asegura que «hoy es imposible que un Estado se pueda declarar independiente». Ahí empieza el uso de un falaz lenguaje electoral que trata de encubrir la renuncia a la soberanía nacional tratándola de objetivo obsoleto y que teoriza contrariamente la defensa de un proceso globalizador que soslaye las fronteras para amparar un gran dominio de clase que supere lo nacional como sujeto del protagonismo popular.
Entrar en la significación del Estado y de su obsolencia como expresión de soberanía ya constituye por sí misma una audacia muy peligrosa. El Estado es una convención jurídica que ha originado siempre un lenguaje muy contradictorio. La doctrina sobre su sustancia y poder es múltiple. Se le explica como depositario de la violencia legítima, de la capacidad de exclusión frente a terceros, de amparador de la fuerza jurídica y fiscal que ejerce el gobierno a través de la administración y, sobre todo, de estructura indispensable para mantener la soberanía.
La soberanía es básica para entender la existencia del Estado, ya se trate de un Estado capitalista o de un Estado de democracia popular, adjetivo que añadimos innecesariamente, porque la democracia siempre ha sido popular desde los tiempos de Pericles, o no ha sido democracia. El Estado es, por tanto, una herramienta social y política y, como tal, no puede hablarse de su independencia ni como posible o como imposible. El Estado, repito, es la estructura básica que hasta este momento sostiene el funcionamiento del Gobierno. Un carpintero puede ser independiente respecto a muchas cosas que le rodean, pero no puede serlo su martillo.
La soberanía, añadamos ahora, es un concepto totalizante. Ser soberano equivale a disponer absolutamente de sí mismo, si no se considera así es una contraditio in terminis. Es el poder en todas sus dimensiones creadoras, es su máxima expresión. Y por tanto no puede hablarse de soberanía compartida, como hace el Sr. Urkullu. Desde la soberanía, que es a lo que aspiran muchos vascos para dar a su vida la máxima dignidad y posibilidades de acción, no es lícito hablar de comparticipación de la soberanía. Evidentemente desde la soberanía pueden establecerse tratados, ejercicios plurales de gobernación sobre algunas cosas concretas –de lo que parece hablar también el actual lehendakari–, pero proceder en tal sentido es actuar sencilla e instrumentalmente desde la soberanía, no con cesión de soberanía. Europa es un ejemplo de lo que estoy diciendo. Europa es por ahora un tratado multilateral de naciones que acuerdan actuar juntas para resolver problemas muy complejos; que además no resuelven en la mayoría de los casos.
Cuando Europa tenga un parlamento realmente soberano, una justicia ejecutiva común, una política uniforme ante terceros, una economía con idéntica contabilidad y propósitos, un ejército y una policía integrados, un mismo cuerpo electoral, unas relaciones exteriores con solo una voz, una bandera común y un censo único de ciudadanos, entre otras cosas que reflejen lo nacional nuevo con amplísima profundidad, no es que podamos hablar ya de «soberanía compartida» sino que debemos de hablar de soberanía única y plena. Es decir, de soberanía propia para unos únicos ciudadanos. Todo lo demás son juegos con cartas tapadas que dominan las grandes potencias, que cada vez son menos en número y mucho menos en poder real.
Si la realidad, honestamente considerada, es la que dejamos abocetada ¿a qué juega el Sr. Urkullu con sus manifestaciones al borde de las urnas? Le he dado muchas vueltas a distintas hipótesis y siempre me salen los mismos resultados: que se trata de calmar la sed de independencia de muchos vascos que quizá logren el solo resultado de haber conseguido unas consoladoras esperanzas de llegar a Europa, como pasillo a una independencia ad aeternum, que quedará ahí anclada a los propósitos de poder y riqueza que bullen en lo más hondo de la clase poderosa vasca; clase globalizada desde tiempos viejos en que el dinero era el mismo dinero de hoy aunque circulaba por el camino más claro del capitalismo industrial.
Hoy esos mismos vascos han decidido ponerse a la moda y han cambiado el carbón y el acero por los mercados y la alianza con quienes dirigen el mundo hacia un puerto en que únicamente hay atraques para ellos. No vengan, pues, con esa cantinela de la modernidad que sostiene que «la independencia es un término del pasado». Si entre los «Nóbeles» de ordenanza hubiera una mente no sometida a cotización surgiría al fin algún notable que delataría con cifras la perversión que se ha hecho con los tiempos gramaticales, el antes, el ahora y el después, para dar de lado con todo aquello que estorba la gran digestión del dinero sin gobierno moral.
Sr. Urkullu, con esas últimas declaraciones suyas a pie de urna no solo ha echado una paletada de tierra sepulcral sobre el verdadero nacionalismo vasco sino que de paso ha dado un soberano pisotón a los catalanes que se están jugando su libertad y su seguridad para abrir una ventana a la libertad de su tierra. Lo único obsoleto que hay en la política está hoy protegido y promovido por el fascismo «benigno» de los neocapitalistas.