Iñaki Egaña
Historiador

El queso y los gusanos

Menocchio era un molinero pacífico, dedicado a sacar a su familia adelante. Los molineros, como los zapateros, las modistas o los arrantzales, dependían de su sudor y de sus manos para lograr llenar la mesa de alimentos. Un día sí y otro también. Hecho extraño para su época, Menocchio, que en realidad se llamaba Domenico Scandella, sabía leer y escribir. Y por lo que cuentan era muy locuaz.

En los ratos que le dejaba libre el molino, Menocchio leía los pocos libros que un cura del convento le cedía, también algún buen amigo. No eran muchos, quizás no pasarían de la docena. Todavía faltaban varias décadas para que Gutenberg inventara la imprenta y qué decir para que surgieran los grandes emporios editoriales.

Nuestro molinero vivía en una pequeña población de Friuli, donde se hablaba un idioma propio que hasta el siglo XX no fue colonizado por el italiano. Aún hoy, los rastros que dejaron eslovenos y alemanes son también notorios.

La cosmogonía de Menocchio era, como diríamos hoy en día, popular. Lejana a la dueña de los destinos de entonces, marcados por los dictados de los señores feudales y, sobre todo, la Iglesia. El universo tenía una cadencia magnífica, manifestada sin la huella de los que se apropiaron de él, marcada por señales perceptibles, desde la salida hasta la puesta del sol. El resto, el impuesto por los dominantes, impregnaba al pueblo llano numerosas supercherías para mantener su autoridad.

Sus ideas, en ese contraste entre la realidad de su entorno y las impuestas por los amos de la vida explicadas en las sentencias literarias de lo que iba leyendo, la Biblia, el Corán, el Decamerón y supongo que las crónicas medievales de entonces, se convirtieron en peregrinas. Peregrinas para quienes marcaban las pautas.

Aquel molinero, que jamás salió de su molino y de su diminuto valle Monterreale, revolvió a la élite dominante. Algún ilustrado recogió su teoría, contraria a la uniforme. En el principio reinaba el caos: la tierra, el agua, el aire y el fuego estaban mezclados en una única masa, como la leche, que es capaz de ofrecer, con su tratamiento, queso, requesón, yogur...

Pero no todo es perfecto. Del queso brotan los gusanos, la vida nuevamente. Y esos gusanos eran los ángeles y el mismísimo Dios, surgidos de ese magma primigenio. Una teoría nada descabellada, no muy lejana de la que hoy en día nos acercan los científicos y filósofos sobre la creación del cosmos, a partir del Big-Bang.

La civilización medieval no estaba para esas tonterías. Menocchio podía haber sido internado en lo que hoy llamaríamos psiquiátrico, arrojado a una celda con chiflados y desviados, y acabar en un agujero inmundo el resto de sus días. Pero no. El molinero era peligroso porque debatía sus ideas con sus vecinos, incluidos los frailes, y porque argumentaba cada una de sus excentricidades.

Fue detenido y sometido a tortura. Entonces confesó su delito. No había extranjeros que le fabricaran sus conjeturas, ni participaba de una conspiración de esas que siglos después llamarían masónica, ni siquiera el demonio se había introducido en su ser a través de las puntas de sus dedos. Sus opiniones salían, como señaló al tribunal, de su cerebro.

Los magistrados pusieron en libertad al modesto molinero, después de que manifestara su intención de reformarse, de entrar por el camino de la civilización. Sin embargo, según la crónica que recogió a través de papeles de la época el historiador Carlo Ginzburg (“Il formaggio e i vermi”, 1976), Menocchio volvió a las andadas, a discutir con sus vecinos sobre el sentido y el origen de la vida, sobre las cuestiones que cada uno de nosotros nos producen desasosiego o esperanza.

Así que la Inquisición volvió a actuar, a detener al parlanchín Menocchio, a torturarlo y a penarlo. Y esta vez, por reincidente y a pesar de lo reducido de su espacio de influencia, el molinero fue condenado a muerte. Lo que en lenguaje corriente significaba morir abrasado en la hoguera, como así sucedió un día de verano de 1601. La orden la firmó el rey de la iglesia católica, también llamado papa, Clemente VIII. El mismo verdugo que mandó a la hoguera, un año antes que a Menocchio, a Giordano Bruno por afirmar que el sol era una estrella más del firmamento.

La micro-historia del molinero de Friuli es la gran metáfora de nuestro tiempo y de la civilización a la que pertenecemos. La recordé de improviso, por esos extraños mecanismos que se alojan en nuestro cerebro, al leer en este mismo medio las declaraciones del nuevo diputado de Cultura de Gipuzkoa, el que fuera candidato a diputado general, Denis Itxaso. No ha sido el único. Roberto Uriarte (Podemos-CAV) ha afirmado que los nacionalismos (se supone que el vasco) son del siglo XIX. Paleolítico.

Itxaso se ha aliado con lo más retrogrado del axioma, en las antípodas de los que seguimos creyendo en una cultura popular, al margen de los imperativos marcados por el espectáculo y el consumismo. En una intervención en la que achacaba a la izquierda abertzale la falsa premisa de que su actividad histórica ha servido para «separar», Itxaso apuntaba a que «el objetivo principal de la cultura es construir una sociedad libre y civilizada».

Estamos en lo de siempre, «civilización o barbarie», como si se repitiera esa cantinela que en las Cortes españolas republicanas lanzaban a los diputados vascos cada vez que abrían la boca: «¡Cavernícolas, cavernícolas!».

El enemigo inexistente se fabrica con dos frases, machaconamente repetidas, para aupar a la máxima categoría a la culminación del tótem de nuestro tiempo, la civilización. «Tenemos la obligación de unir para las nuevas generaciones», dice Itxaso, al objeto de civilizarnos.

En el mundo de la política, el objetivo de semejante afirmación tiene un significado claro: tardíamente civilizados, prepolíticos, analfabetos, carlistas (cómo le gustaba a Mario Onaindia defender este terreno de ataque ideológico), incapaces de ajustarse a la realidad. Así nos dibujan a la disidencia.

En la economía, la civilización y la unión no dejan lugar a las dudas, un mundo en manos de cuatro desalmados sin escrúpulos, agazapados en consejos de administración que se reparten un suculento botín. Si el lenguaje fuera exacto, los «incivilizados» serían precisamente ellos, porque no entiendo otro término sobre el concepto que no sea el de la humanidad, sinónimo de solidaridad. El resto es ficción.

Y en cultura, la civilización del siglo XXI no es precisamente la de la pluralidad, descartada por Itxaso. La civilización que hemos conocido y conocemos, deja fuera a nuestra lengua, como intentó con los furlans (Friuli), apunta al espectáculo en detrimento de la creación y nos arrincona en un documental de National Geographic o en las salas de ese potingue que se llama Museo de San Telmo.

Las culturas mundiales del siglo XXI, a pesar de la diversidad, están cada vez más contaminadas, y por tanto uniformadas, por los cánones del capitalismo, es decir, réditos comerciales, cuanto antes mejor. Recordar que las cuatro industrias por excelencia del Primer Mundo son la armamentística, la energética, la farmacéutica y la cultural, en orden diferente según el estado en cuestión, nos ofrece el escenario discursivo de estas declaraciones.

Atrapados en cárceles comerciales, en modas exportadas desde Hollywood, en iconos de diseño irracional, la civilización sigue su marcha imparable hacia el abismo, hacia la negación biológica del ser humano y a su conversión exclusiva en una máquina de consumir. Roída por los gusanos de ese queso repleto de ángeles nada imaginarios. Y a pesar de la modernidad, a los que creemos en otro tipo de civilización nos siguen llamado cavernícolas. ¡Qué desfachatez!

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