Iñaki Bernaola

El victimismo siempre ha estado de moda

Un amigo de mi padre de ideas derechistas, una bella persona, a su juicio, se encontraba durante la Guerra Civil en cierta localidad cuando oyó que se acercaba a lo lejos un ejército dando vivas a España y a la Falange. Salió a recibirlos lleno de júbilo, para encontrarse con la amarga realidad de que en realidad se trataba de anarquistas que, aprovechando la similitud de colores en sus emblemas, engañaron a los más incautos para ametrallarlos según se iban acercando. No cabe duda de que ese amigo fue una víctima en toda regla. También lo fueron muchos que perecieron en el asalto al barco prisión Cabo Quilates anclado cerca de Bilbao. Hubo víctimas ejercidas por un bando y otro de dicho conflicto; así como personas que, incluso a veces con riesgo personal, se esforzaron en salvar a unos y otros de la condición de víctima, a veces con éxito y, otras, no.

Mi difunto padre, soldado de intendencia del Euzko Gudarostea, encarcelado y después enviado a un campo de trabajo forzado en cuanto los fascistas tomaron Bilbao bajo la acusación de haber sido «agente requisador», jamás tuvo que disparar un solo tiro en la guerra, pero a pesar de ello también, en cierta medida, acabó él siendo una víctima, tanto por lo que acabo de relatar como por otras cosas que no vienen a cuento.

Nadie duda de que las víctimas deben ser recordadas y de que merecen respeto. Pero, sin embargo, siempre me ha parecido que detrás de ese interés generalizado que despiertan se esconden a veces oportunismos, tergiversaciones, dobles raseros e intereses varios. En primer lugar, valga señalar que, en sentido estricto, una víctima es un sujeto pasivo, es decir, alguien que ha sufrido determinados males independientemente de lo que haya hecho o no. Los demás, es decir, los sujetos agentes, puede que quizás también sean considerados víctimas, aunque con otros criterios y bajo otros presupuestos.

Hay veces en las que la cualidad de víctima se les atribuye a las personas desde un plano estrictamente individual, desgajado este del conflicto respectivo que haya generado su infortunio. Otras, por el contrario, las presuntas víctimas aparecen vinculadas de forma directa a alguno de los bandos, como sujetos agentes más que pasivos, y solo son ensalzadas desde el colectivo beligerante al que pertenecían. El caso de los miembros de fuerzas armadas es clarísimo.

Unas veces se parte de un punto de vista unilateral: «No hay más víctimas que las de mi bando». Otras, se intenta diluir la existencia, y aún más, la desigualdad entre los dos bandos de un conflicto para propugnar una suerte de equidistancia, que si bien tomando los casos individualmente de uno en uno podría tener cierta lógica, desde el contexto amplio del conflicto que se trate es inadmisible.

No hay equidistancia entre Israel y Palestina. No la hubo entre el bando franquista y el republicano, ni entre el Viet Cong y los invasores yanquis, ni entre el ejército nazi que invadió la Unión Soviética y el Ejército Rojo. No la hay por muchos curas y monjas que hayan sido asesinados en la guerra Civil (Aitzol in memoriam). De hecho, pocas víctimas son tan conspicuas como los más de 15.000 menores de edad asesinados por el ejército sionista, lo que no quita que medio mundo aplauda a rabiar a los victimarios.

Aunque en realidad no hace falta que a los vascos nos hablen de víctimas con doble rasero, porque de eso sabemos un rato.

No me parece mal, sino todo lo contrario, que a las víctimas se les muestre respeto. Pero a mí siempre me ha parecido más importante honrar a las personas que en un determinado conflicto, con armas o sin ellas, fueron agentes activos y cosecharon méritos que los hagan dignos de admiración.

Pero como resulta que en la mayoría de los conflictos la equidistancia no existe, para eso hace falta mojarse. Hace falta decir claramente de qué bando se está. Hace falta interpretar el significado de cada bando, sus intenciones y los efectos que produjeron. Debo reconocer que el fascismo siempre ha dejado muy claro quienes son sus héroes y quiénes sus víctimas. Lo mismo durante el período franquista que después. También lo han dejado siempre muy claro multitud de «demócratas», de antes y de ahora, con respecto a la lucha vasca por la independencia y el socialismo. Por eso me gustaría que las autoridades les construyeran los monumentos a quienes en vida hicieron méritos para ello, para que así las generaciones venideras se enteren de lo que hicieron y los admiren; porque las víctimas no son monumentos lo que necesitan, sino reconocimiento explícito oficial y extraoficial como tales, sin excepción alguna.

Y en nuestro querido país, por desgracia, para conseguir eso último todavía falta una eternidad.

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