Eli Gallastegi
Hace unos días se ha cumplido medio siglo desde el fallecimiento de uno de los pensadores vascos menos valorados, con excepciones, del siglo XX. Como en otras ocasiones, los díscolos pasan a la historia cuando su razón o su ideología se hace hegemónica. Mientras, el agujero se puede convertir en el negro de esos que conforman en centro de las galaxias. A quienes compartimos muchas de sus reflexiones, nos toca alimentar el fuelle del hogar. Eli Gallastegi, que firmaba sus escritos con el sobrenombre, entre otros, de Gudari, es uno de los antecesores de la moderna comunidad de la izquierda abertzale. Y nos dejó físicamente ahora hace 50 años.
El franquismo fue una losa para los que crecimos y nos formamos en su seno. Su sombra es aún palpable. En esa atmósfera gris, aquella pequeña joya clandestina que fue “La cuestión vasca”, de Federico Krutwig, nos permitió resetear parte de la educación que nos imprimían en el adoctrinamiento oficial. Hoy, los barnices de Krutwig pueden parecer sorprendentes, incluso extravagantes, pero el entonces exiliado por su discurso anticlerical en Euskaltzaindia nos ayudó a descubrir un universo que desconocíamos, yo al menos. Entre ellos a Eli Gallastegi. Fue mi primer acercamiento y, con los años −quién lo iba a decir− me convertí en miembro de aquella asociación con voluntad de convertirse en fundación, que animaron, Iker y Unai, los hijos de Eli, Txillardegi y una decena más de soñadores que aspirábamos a transformar la utopía en realidad. Una Euskal Herria libre de las ataduras históricas que nos han atenazado desde que Zumalakarregi proclamó, por cinco meses, la República Vasca.
Bien es cierto, asimismo, que esa incomodidad que aún es notoria en la fuente matriz en la que maduró Eli Gallastegi, tiene sus fisuras. Nerea Azurmendi acaba de publicar una biografía de Gudari en la que en las primeras páginas desmenuza precisamente estas paradojas. Entre ellas, un trabajo que ya tiene más de una década, el “Diccionario ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco”, coordinado por Santiago de Pablo y completado con diversas firmas académicas. Cuenta Azurmendi que, entre los 53 símbolos del trabajo, los personajes apenas llegan al 25% del total. Y los señalados en el siglo XX, son siete: José Antonio Agirre, Jesús Galíndez, Manuel Irujo, Txabi Etxebarrieta, Telesforo Monzon, Argala y... Eli Gallastegi. Una lista que ha servido de cabecera, por cierto, a los escribas del Melitonium de Gasteiz para denigrar a la que consideran una patología: el rechazo al nacionalismo español y la reivindicación de la libertad vasca.
Con los años, hemos aprendido que el contexto sirve para encuadrar los hechos que, sin ese hilo, suenan deslavazados. Ya fue sintomático el silencio informativo con el que fue acogida su muerte, con la excepción de algunos medios abertzales del exilio, publicados al otro lado del Atlántico. No solo porque hacía unas semanas que ETA había cometido el tiranicidio contra el presidente franquista español, el almirante Luis Carrero Blanco, sino también porque Eli Gallastegi había sido una especie de «enfant terrible» en la casa jeltzale. Desde siempre. Ni el Gobierno Vasco en el exilio ni el PNV hicieron más declaraciones que las expresadas a través de la Oficina de Prensa de Euzkadi, el boletín diario que anunció su fallecimiento.
La incomodidad viajaba de lejos. Gallastegi había tomado parte en la escisión independentista frente a los autonomistas, que generó dos partidos (PNV y Comunión Nacionalista), fue el padre de Eusko Gaztedi (EGI), el animador del primer Aberri Eguna, el inspirador de Emakume Abertzale Batza (EAB) cuyo reto iniciaron 30 mujeres, el animador de la tendencia Jagi-Jagi, y el director de medios como “Aberri” y “Tierra Vasca”, entre otros. En 1925, creó el Comité pro Independencia Vasca, con el objetivo de lograr de la Sociedad de Naciones (predecesora de la ONU) el reconocimiento de la soberanía vasca. Su mayor aportación a la historia del abertzalismo moderno fue su marcado independentismo, su laicidad frente al confesionalismo imperante en la época y el protagonismo que debería tomar la clase obrera vasca en la construcción de Euskal Herria.
Avanzó cuestiones que a su muerte se agudizarían, como el papel cipayo de la Ertzaintza, o el colaboracionismo de fuerzas vascas con el ocupante español. Tremendamente influenciado por la cuestión irlandesa (mantuvo relaciones estrechas con el IRA), intentó trasladar modelos y estructuras a nuestro país. Pero, en ocasiones, fue como un profeta que clamaba en el desierto. Aun así, y a pesar de que no tomó parte en su nacimiento, diversas interpretaciones lo consideraron, en su tiempo, el padre intelectual de ETA.
El desapego del PNV hacia Gallastegi fue resumido en el 40 aniversario de su muerte, en un artículo de Luis Gezala, miembro activo de la Fundación Sabino Arana: «Tanto la figura de Elías de Gallastegi, como el Jagi-Jagi del que formó parte o la propia ANV, han padecido una interpretación interesada y manipuladora desde ciertos sectores de la izquierda abertzale que han querido encontrar en ellos sus antecedentes políticos, desdibujándolos y magnificándolos por ello». Ya había existido un precedente, en un trabajo que publicó en 1993 en la revista “Muga”, también del PNV, Iñaki Errasti. Aquel artículo fue demoledor, cargando las tintas sobre una supuesta «apropiación indebida» por parte de la izquierda abertzale del legado de Eli Gallastegi. Gezala reconocía el olvido de Gudari, con una frase inequívoca: «Lo que algunos han querido interpretar como ‘injusto olvido’ ha podido ser más un ‘piadoso silencio’».
Hoy recordar que, en 2024, tres nietos de Eli Gallastegi, continúan en prisión. Irantzu, Lexuri y Orkatz. Y el diario “El Mundo” ha dedicado un artículo a la saga familiar: “Los Gallastegi son una colección de los más acabados hijos de perra que ha dado Euskadi”. Cincuenta años después, la misma caverna que alimentaron aquellos reyes que llamaron católicos.