Energía, territorio y comunidad
Los datos del informe sobre el consumo y la producción de energía en Araba, Bizkaia y Gipuzkoa hecho público por el EVE en el mes de agosto resultan abrumadores, aunque no representen ninguna novedad. Reflejan una realidad estancada durante años. La tasa de autoabastecimiento energético de la CAV es de tan solo el 8,7%, y solo el 6,6% de la energía eléctrica consumida es energía de origen renovable producida en el territorio. Por consiguiente, más del 90% de la energía que se consume en la CAV es mayoritariamente fósil y viene del exterior. En plena emergencia climática, esta es una foto nefasta que nos debería hacer reflexionar.
Mientras tanto, el despliegue de las energías renovables sigue en una situación de cuasi bloqueo, con una fuerte contestación social en casi todos los lugares donde hay proyectadas este tipo de infraestructuras. La falta de una planificación pública en el despliegue de las renovables, la falta de un PTS que ordene el territorio, la inadmisible forma de actuar de la mayoría de las empresas energéticas, el sinsentido de algunos proyectos y la sensación de invasión ante el cúmulo de proyectos en tramitación hacen entendible este rechazo, aunque conviene no perder la perspectiva, y, para ello, resulta necesario poner el foco en «el elefante en la habitación» que subyace en este debate y al que cuesta mirar a los ojos: Abandonar los combustibles fósiles implica que, irremediablemente, la generación de energía vuelve al territorio. La transición energética solo es posible si aprovechamos las energías renovables de forma local y distribuida, lo más cerca posible de los puntos de consumo. Y, desgraciadamente, el problema no se soluciona poniendo placas fotovoltaicas en los tejados, porque con ello no llegamos a cubrir ni el 10% del consumo energético actual. Por mucho que reduzcamos el consumo de energía, además del autoconsumo y las comunidades energéticas, necesitamos parques eólicos y fotovoltaicos.
En la época histórica anterior a la explotación masiva de los combustibles fósiles, la energía y el territorio estaban íntimamente ligados. Las comunidades que habitaban un determinado territorio obtenían de él el grueso de la energía que necesitaban: madera para calentar los hogares, energía del viento o de los ríos para triturar trigo o generar electricidad, etc. Y se construyeron las infraestructuras necesarias para poder aprovechar esos flujos de energía renovable: Molinos, presas, pequeñas centrales hidroeléctricas... Con la llegada de los combustibles fósiles, el vínculo entre energía, territorio y comunidad se fue rompiendo de forma progresiva, hasta llegar a la situación de desconexión total que vivimos en la actualidad.
Mucho ha llovido desde entonces, y las necesidades energéticas de las complejas sociedades actuales nada tienen que ver con las de antaño. Afortunadamente, las tecnologías para el aprovechamiento de los flujos de energía renovable también han evolucionado mucho. La energía fotovoltaica y eólica son hoy, entre todas las disponibles, las tecnologías más baratas para producir electricidad, más que la nuclear o las diferentes tecnologías asociadas a los combustibles fósiles. El motor eléctrico y las bombas de calor son tres veces más eficientes que el motor de combustión y las calderas de gas, y una parte relevante del consumo energético asociado al transporte se puede electrificar ya (el peso relativo de la electricidad en el consumo energético total de Noruega es superior al 50%, mientras que en la CAV lleva años estancado en torno al 25%). Actualmente, la sustitución de las fuentes de energía fósil por fuentes renovables no es, en gran medida, un problema tecnológico o de viabilidad económica. Es, además de un problema de escala, un problema social.
En este sentido, que las empresas energéticas hayan aterrizado en el territorio antes de que las comunidades afectadas hayan deliberado en torno al reto energético-climático, unido a la relativamente compleja dimensión técnica del problema, no genera las mejores condiciones para un debate sosegado y constructivo. No obstante, conviene no olvidar que somos las comunidades que habitamos el territorio donde se proyectan instalar esas infraestructuras las que necesitamos la energía que estas generan, entre otras cosas, para calentar nuestros hogares, para hacer funcionar los hospitales y las escuelas, para que la industria produzca y se puedan pagar sueldos e impuestos a final de mes, o para mover los trenes, autobuses y coches que nos permiten desplazarnos por el territorio.
No superaremos el bloqueo actual mientras no entendamos y aceptemos que, para abandonar los combustibles fósiles y hacer frente a la emergencia climática, es ineludible que la energía vuelva al territorio. La energía, al igual que los alimentos y el agua, es una necesidad básica que, en la medida de lo posible, ha de satisfacerse en el propio territorio. Asumido esto, el debate debería girar en torno a aquellas preguntas que ayuden a encauzarlo: ¿qué estamos dispuestos a hacer para reducir nuestro consumo energético? ¿A qué grado de soberanía energética podemos aspirar? ¿De dónde y cómo traeremos la energía que no produzcamos en nuestro territorio? ¿Cómo compatibilizaremos la generación de energía con el cuidado de los ecosistemas naturales y la biodiversidad? ¿Cómo ordenaremos el territorio para que la generación de energía no entre en conflicto con la producción de alimentos? ¿Qué espacios del territorio destinaremos a las infraestructuras de generación de energía? ¿Cómo garantizaremos la participación de la comunidad en la propiedad de estas infraestructuras y en la energía generada? Etc.
En la Ley de Transición Energética y Cambio Climático de la CAV se dice que el Gobierno Vasco liderará la adopción de un pacto social sobre transición energética y cambio climático e impulsará para ello procesos deliberativos tanto autonómicos como comarcales. Visto el panorama, resulta urgente activar estos procesos que, para cumplir con su función, requieren también de la implicación y la corresponsabilidad de las comunidades locales.