Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Gabriel muere dos veces

El delito no se sanea con la brutalidad de una pena de muerte a plazos, sino con la noble aventura de rescatar a quien ha delinquido.

En los niños hay dos inocencias absolutas: la inocencia para amar y la inocencia para perdonar mediante el olvido. Cualquier psicólogo con mediano saber de su ciencia conoce esta infantil entrega abierta e incondicional al «otro», mecanismo que va oxidando el paso de los años hasta acabar tantas veces en el agujero negro de la envidia, la arrogancia y la venganza. Supongo que Adán odió el manzano que le condujo desde una fausta naturaleza poblada de vida inextinguible a la realidad de una existencia castrada por la muerte, pero en el gran mito del paraíso no se habla de que Adán o Eva talaran el árbol, que, por el contrario, adaptaron a su mundo. No hubo, pues, una cruel condena perpetua de la naturaleza hostil por parte de nuestros primeros padres sino que procedieron al traslado de la misma desde la libertad donada y abundosa a una libertad distinta con pan difícil y dolor frecuente en un  paisaje de esforzada recuperación del alma bajo la vigilancia del trueno divino. En ningún momento el castigo culminó en un odio destructivo. El engañador manzano sobrevivió.

Las condenas crueles, permanentes y aniquiladoras del espíritu –según los psiquiatras el preso empieza a disolver su personalidad y su pensamiento en el cuarto o quinto año de castigo– no tratan de redimir la vida del condenado, que en eso habría de consistir el menester de la justicia, sino de complacer torpes y misteriosas bajezas generadas en el interior social por la existencia en que obligan a vivir a una gran parte de la humanidad condenada a la opresión y otras degradaciones que no sabe superar el «yo» agraviado sino trasladando ansiosamente su «rabia» a la celda en que está siendo destruido otro ser. El hombre suele declinar hacia lo paranoico sus desequilibrios, esos desequilibrios que quieren superarse mediante la expulsión de su «demonio» hacia otro ser vecino al que convierte en destinatario de su asfixiante angustia. Una traslación que trata de justificarse en la condena del criminal.

Yo llego a entender razonablemente esa traslación autorremediadora en los individuos frágiles ante sus responsabilidades. La enfermedad ajena alimenta el delirio de creer en nuestra salud. En definitiva, una traslación que constituye en cierto modo, no lo soslayemos, un «delito» moral de insolidaridad, que también es una enfermedad caracterizada por una contrastación oscura y triunfal con la maldad ajena a fin de cobrar nosotros altura. Yo desprecio olímpicamente –yo, cada cual responderá de su postura– que ese mecanismo basado en la paranoia de base sea utilizado como combustible de la política encaminada a la obtención de votos-poder. En ese punto es asesinado por segunda vez el inocente Gabriel.

El mantenimiento de la prisión permanente no persigue en tantos casos una recuperación o magnificación de la justicia sino que es una concesión a la parte oscura del alma humana. La inacabable pena impuesta o reclamada y esperada no trata de librar a la sociedad de un asesino, y mucho menos de que el asesino se bañe salutíferamente en sus lágrimas hasta la muerte supuestamente ejemplar, sino de comprar a bajo precio una falsa dignidad por aquellos que muchas veces condenan desde el tribunal o de aquellos otros que gritan zafiamente en la calle o en la irrisoria solemnidad parlamentaria, fingida con finalidades asimismo destructoras. Yo digo estas cosas abiertamente porque he matado a Gabriel muchas veces. Y mi condena ha operado sin necesidad de barrotes. El Gabriel inocente operó en mí ser pequeño con grandeza angélica. Esto es lo que nos enseñó la madre de «Pescadito» cuando pedía amor y no venganza ante los restos de su hijo.

Pienso, al llegar hasta aquí, que no sería conveniente que se interpretará lo ya escrito como una negación de la justicia necesaria. Pero ¿ha de ser una justicia represiva y estéril o una justicia retributiva y fructífera? ¿Se trata de primar algo tan repugnante como el miedo y la enfermiza práctica de una venganza inconcreta y rechazable desviada de su auténtico objetivo o bien se aspira conjuntamente a dos finalidades nobles: la protección básica de la sociedad y la recuperación de un ser contaminado por la maldad o la locura? Recuperando a ese ser, digo ya de entrada, nos recuperamos a nosotros mismos, que bien lo necesitamos cuando en el fondo de nuestro ser lo que queremos es la ejecución radical del culpable del daño habido. Pero está tan mal vista esa petición… Con todo, si consideramos tal cuestión con frialdad filosófica es más noble quizá esa pena de muerte requerida desde el fondo de nuestra alma que esa dilatada muerte dada mediante lo que solemnemente denominamos como prisión permanente revisable. Pero ocultamos admitir esto último amparándonos con la capa de la  inesquivable y sabia juricidad de la pena continuada a la que nos lleva a ser tristes protagonistas de una «modernidad» tan destructora como las restantes «modernidades» que abrasan al mundo actual. Resulta terrible el relato de todo esto cuando en nuestro entorno son asesinados pueblos enteros, niños incluidos, mediante políticas obscenas de las que algún día habrán de entender auténticos y dignos tribunales populares surgidos de revoluciones cauterizantes del mal. Porque la humanidad acabará limpia de la lepra y entonces nos veremos como el rey desnudo a la espera de que nos vista la luz.

Bien, es imprescindible la ley y sus correcciones, pero esos castigos deben ajustarse a una moral creciente y sólida. Hay que convertir el vivaqueo en las celdas y sustituir los caprichosos e indignos castigos por acciones que exijan del penado una reflexión continuada y liberadora en el marco limpio del aire purificador, tanto física como moralmente, sobre su acción recusable al mismo tiempo que se le facilita el regreso a la ciudadanía. En definitiva, se trata de admitir que la insolencia del crimen no puede ser sanada por la herida desgarrada que produce el castigo vengativo en el penado. La alegría bárbara que comporta el festival de la represión no debe alegrar el corazón de quienes toman parte en él, ya que se trata de un festival bárbaro que descompone el débil barniz de la sabiduría que creemos acumular merced a los siglos. Yo me pregunto muchas veces por qué España acumula las represiones estrictamente, cruelmente carcelarias como si el saber y la razón fueran bienes inalcanzables por los españoles para enseñar a las almas el camino de la consoladora razón. El delito no se sanea con la brutalidad de una pena de muerte a plazos, sino con la noble aventura de rescatar a quien ha delinquido desde ese planeta oscuro que ejercita sus circunvoluciones en un ámbito ininteligible. Las leyes alumbraron el derecho para evitar el primitivismo del castigo por el castigo. Gabriel nos ha enseñado a considerar todo esto. En el relato cristiano de los ángeles Gabriel habló siempre como mensajero de quien clausuró el infierno. Hago esta consideración por si llega a oídos de algún católico en el Gobierno. Digo católico por no recurrir a la gran baza del cristianismo.

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