Aster Navas
Profe de Lengua

Gas

Poco podía imaginar Baptiste las cámaras de gas, los globos de feria inflados con helio; que beberíamos agua con gas, que alguno de esos «gases» sería combustible y que cruzaría Europa por gasoductos para hacer nuestros inviernos menos crudos.

Con ese nombre bien podría pasar por ciclista o incluso ganador de, al menos, alguna etapa del Tour; de la Vuelta al menos. Pero lo cierto es que, aunque hubiera querido, Van Helmont (1577-1644), lo habría tenido difícil para subirse a una bicicleta, un artefacto que todavía no había sido ni siquiera imaginado para su época.

Si traigo hoy aquí a Jan Baptiste es porque gracias a él podemos nombrar un estado físico de la materia en el que hasta entonces nadie, sorprendentemente, parecía haber reparado y que últimamente nos trae a todos de cabeza; fue él quien bautizó una sustancia invisible y que, sin embargo, siempre estuvo ahí, delante -nunca mejor dicho- de nuestras narices: el «gas». «Hunc spiritum, incognitus hactenus, Gas voco» -dejó escrito refiriéndose en principio al anhídrido carbónico.

La mayor parte de las lenguas -incluso el ruso, «gasu»- se apresuraron a tomar enseguida el término acuñado por este flamenco a partir del «kaos» griego. Curiosamente la «gasolina» y el «gasoil» -que también se las traen- parten de ese «gas» al que se añadieron unas gotas de «oleum» (aceite) latino.

Resulta muy elocuente, visto el desorden internacional en que estamos instalados, que fuera el «kaos» -ese abismo tenebroso de la mitología griega- el étimo escogido; muy significativa la forma en que se mezclan palabra, ciencia e historia en la misma probeta, en el mismo tubo de ensayo.

«Al final todos nos convertimos en historias» -decía Margaret Atwood con toda la razón del mundo. La autora de "La mujer comestible" nos invita de una manera muy subliminal a vivir -al menos un tramo de nuestra vida- intensamente, a dejar una historia -siquiera una anécdota- con la que alguien, durante una sobremesa o en un largo viaje en tren, pueda emocionar, cautivar -entretener por lo menos- al que le escuche. La de este químico, físico, fisiólogo, médico y alquimista belga es una de ellas: una novela, una aventura, una caja de sorpresas. Para empezar podría ser un ejemplo proverbial de cómo en cada problema se esconde una oportunidad porque el tipo llevaba una vida de lo más previsible hasta que, en un viaje por Italia, un charlatán italiano le curó la sarna con una mezcla de azufre y mercurio. Ahí es donde Jan Baptiste, al dejar de rascarse, vio de repente la luz, el camino.

Se le puede considerar el puente entre la alquimia -apoya algún pilar en la magia y el esoterismo- , y la química. Jan tiene un pie metido en la marmita -no lo puede sacar- y el otro entrando en el laboratorio. Por un lado da muestras ya de un rigor científico desconocido hasta entonces y por otro, en algunos de sus experimentos con árboles, ratones y armas, llega a conclusiones muy peregrinas. Tiene algo -además del nombre- de Jean-Baptiste Grenouille, el siniestro y desgraciado protagonista de "El perfume" de Süskind.

Como no podía ser de otra manera, alguien con esos antecedentes y que además defendía nada menos que la «generación espontánea» acabó siendo procesado por la Inquisición. Lo explica muy bien César Tomé en "Jan Van Helmont, filósofo por el fuego". Llama la atención en aquel proceso su obstinación. Sólo en el último momento, como Galileo Galilei, se retractó sin ningún convencimiento y muy poca, ninguna contrición.

Poco podía imaginar Baptiste las cámaras de gas, los globos de feria inflados con helio; que beberíamos agua con gas, que alguno de esos «gases» sería combustible y que cruzaría Europa por gasoductos para hacer nuestra vida más amable, nuestros inviernos menos crudos, nuestras duchas demasiado largas; que se utilizaría como arma energética y excusa perfecta para una inflación alarmante, explosiva.

Poco podía saber de Gazprom, de Nord Stream 1, del G7, de la excepción ibérica… Sin embargo, por lo que vemos, su mundo no era muy diferente al nuestro; tanto o más polarizado, desequilibrado e inflamable.

Sí, con ese nombre Van Helmont podía haber protagonizado una emocionante escapada camino del Tourmalet o una caída en los Alpes -siquiera en los Pirineos- bajando algún puerto a todo gas.

En fin.

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