Hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados
La semana pasada se cerró un paréntesis que ha durado 12 años en mi vida y en la de mi familia y amigos, por fin mi compañero de la vida ha vuelto a casa. Como tantos otros, iniciamos un nuevo camino un poco mareados por el vértigo de los grandes cambios pero con la sensación de que la vida se abre ante nosotros para recuperar el tiempo perdido, aunque en el fondo sepamos que no es del todo así.
Ahora que parece que no debiera hacer otra cosa, me resulta imposible solo mirar hacia delante, y es que en estos años han pasado muchas cosas, seguramente las cosas que le ocurren a cualquier ser humano en su proceso vital, que en mi caso, en nuestro caso, siempre ha estado sombreado por la ausencia, la distancia y, por qué no decirlo, el miedo.
Miro hacia atrás y veo junto a mí a cientos, miles de personas viviendo lo que yo he vivido; los miles de kilómetros, la irracionalidad de una institución insensible al sufrimiento, el miedo a la enfermedad, los flashes de felicidad de los locutorios, el regreso ensimismado a casa, los paquetes, los libros, el peculio, la llamada perdida, la llamada atendida… la llamada perdida, la llamada atendida… recuerdo los momentos más duros, el 11M en Madrid y el miedo al linchamiento, la despedida de una madre a 400 kilómetros, los momentos de desánimo; también los más felices que se reservan en lo más íntimo de cada uno.
Ahora recuerdo llena de gratitud a los buenos hermanos, a los buenos amigos, siempre dispuestos, siempre cerca; pero también a los que decidieron hacer invisible la injusticia, a los que nunca ni siquiera han preguntado, a los que nos han reducido a gestos cada vez más vacíos a modo de peculiar compensación y a los que por su responsabilidad política han convertido la situación de las cárceles en un elemento coyuntural en sus tableros de estrategias, pasando por encima de la parte más machacada de este pueblo y primando su propio interés y su propia ansia de poder, aunque a menudo este fuera realmente ridículo y sectario, sobre el sufrimiento de los demás.
Y mirando todavía hacia atrás, también siento que de tanto hacer de la privación de la libertad algo cotidiano en nuestras vidas, a veces hemos perdido la perspectiva y como un instinto primario de supervivencia lo hemos incorporado a nuestro día a día con normalidad, como si fuera algo habitual, pero lo cierto es que la cárcel produce un verdadero descalabro que hace sufrir y condiciona todo lo que hacemos y lo que no podemos hacer; por eso, mirando lo vivido me niego a trivializar, a relativizar el sentido de los años de vida perdidos de manera irrecuperable y, vistos los tiempos que corren, dudo de darles un valor colectivo cuando alrededor cada vez es más difícil atisbar adónde nos lleva el camino recorrido.
Ahora quiero también mirar a los lados. He conocido en la peregrinación de la dispersión a demasiadas madres y padres «coraje», niños expertos en «cárceles», compañeros y compañeras con el «corazón en un puño» de manera permanente, amigos con obligaciones más que familiares. Todos siguen ahí, cumpliendo su particular condena, muchas veces sin fecha de salida, siempre envejeciendo mas rápido de lo debido. Quisiera transmitirles a todos ellos mi afecto, pero sobre todo mi respeto, porque junto a los presos y presas han sido y son paganos de una parte de la historia de mi país que está sin escribir y mucho menos reconocer.
Por ellos, por mi amiga Txusa y su hijo Egoitz y su nieta a los que sigue cuidando contra viento y marea y conserva intactas las ganas de luchar; por Ikerne y su infatigable preocupación por su cuñado, Abetxuko, preso y enfermo; por Maite y Santi, los padres de Nerea, a los que se les ha pasado la vida de cárcel en cárcel; o por Esti, la hija del mejor alcalde de Laudio que ha dedicado tanta energía y cariño a su padre y a tantos presos enfermos. Por ellos y por tantos otros miro hacia adelante y quiero sacudirme la resignación y aportar lo que pienso en alto ante una sociedad anestesiada y unos responsables políticos demasiado ocupados en otros temas.
Todos los presos, al margen de la motivación de su encarcelamiento, están privados de derechos por unas instituciones diseñadas para el castigo y la invisibilizacion. En el caso de los presos vascos, a los que se les aplica la legislación antiterrorista, la conculcación de derechos se lleva hasta el límite y comienza en el minuto uno de su detención y en ocasiones incluso antes. La incomunicación, los malos tratos, la tortura, los juicios sin garantías, la indefensión, las condenas y su cumplimiento así lo demuestran. No se puede dar por legítimo todo lo que ha sucedido en estos años y partir de cero. Cuando se denigra la reclamación de la amnistía por su ilegalidad, se obvia la ilegitimidad manifiesta de leyes, tribunales e instituciones de excepción que han conculcado los derechos de las personas durante décadas.
El ejercicio de la violencia trae consigo un sufrimiento intenso que se extiende como una gran mancha de aceite trascendiendo las vidas de muchas personas y colectivos. El sufrimiento no puede ni debe ser definido en función del lugar que nos ha tocado jugar a cada cual en un país tan pequeño como el nuestro, porque en ocasiones los sufrimientos se solapan. Pero por lo que he visto a mi alrededor, el dolor no cede ni tiene compensación con la venganza ni con las concesiones de perdón. La mayoría de las víctimas, incluso las que no asumen serlo, precisan por encima de todo reconocimiento, percibir que los demás entienden su sufrimiento y no lo ponen en duda, por muy alejados que estén de sus intereses e ideas. El resto de escenificaciones de paz y justicia con minúsculas manoseando el sentido del dolor no sirven ni para aliviarlo ni para sanear las relaciones del conjunto de la sociedad.
Cuando se proclama la incompatibilidad del nuevo tiempo y la conculcación de derechos, se comete un error fundamental, porque se admite el carácter condicional del respeto a los seres humanos y las condiciones siempre las impone el poder. La reflexión colectiva que precisa nuestra sociedad es, en primer lugar, si es admisible que miles de ciudadanos se vean privados de derechos y, en segundo lugar, en qué mejora nuestra convivencia mantener en prisión a cientos de personas por muy diferentes motivos pero con una característica común, la legislación antiterrorista. Si la razón última y real es la venganza y el interés político y no la justicia y el bienestar colectivo, vivimos en una sociedad degradada y manipulada, y esto es lo que debe cambiar con urgencia.
Cuando la sociedad vasca en el 77 reivindicaba la amnistía, desconocía que la ley que pondría en libertad a miles de presos políticos también supondría una ley de punto final de los crímenes franquistas. En 2014 la sociedad puede entender que el ordenamiento jurídico no contempla la excarcelación colectiva y, sin embargo, puede asumir que nuestra convivencia no precisa más represión ni condenas y que mantener un minuto más el sufrimiento de tantos seres humanos no mejora un ápice nuestro país. Por ello creo que debemos seguir luchando por la amnistía, porque al margen de todos los cálculos de porcentajes de años y de decenios, la excarcelación de todos los presos y presas supondría un buen punto de partida para construir la paz de verdad, sin olvidos pero sin venganzas. Comprendo que algunos sectores de la sociedad duden, habrá que convencerles, pero también exijo a todos aquellos que conforman la base social y sobre todo a la dirigencia de la izquierda abertzale que esta sea una verdadera prioridad política que trascienda al resto de tareas, porque es su obligación histórica.
Mi hijo mayor hace unos años me dijo que quería volver a percibir el verdadero sentido de la felicidad, justo lo que sintió en el momento intenso de mi salida de la cárcel un tiempo antes de que encarcelaran a su padre, pero que sabía que eso no pasaría hasta poder verle en libertad. Y eso por fin ya ha sucedido.
Deseo con todo mi corazón que ese destello de felicidad os llegue a todos los que seguís esperando y luchando sin paciencia y con determinación. Hacia adelante.