Iñaki Egaña
Historiador

«Homo sacer»

La expresión nos llega desde la antigua Roma, aunque la cristianización cambió su significado parcialmente o quizás ambiguamente. Del sacer al sacred, sagrado. Durante siglos, el homo sacer fue referido con el sinónimo de «proscrito», pero también como aquel que confiaba en el destino que le habían deparado los dioses o, en su caso, su dios monogámico. Hasta que llegó el filósofo italiano Giorgio Agamben para rescatar lo que, al parecer, fue su significado original, acogiéndose a una cita de un tal Sexto Pompeyo: «alguien que puede ser asesinado sin que el asesino sea considerado un asesino». Agamben introdujo el concepto a partir de la década de 1990, mezclándolo con aportaciones de Foucault e integrando su idea de que la biopolítica ha sustituido a la política, es decir, se ha convertido en una estrategia orientada a dirigir las relaciones de poder. En última instancia, la «esfera soberana» (leamos aquí según nuestra percepción, estados, lobbies, mafias, oligarquías...) puede matar sin cometer delito.

Como todas las ideas que se escapan del raíl oficial, la de Agamben, al igual sucedió antes con los conceptos foucaultianos, fue tachada de espuria. Las sociedades modernas nos hemos dotado de instituciones de justicia, incluso del habeas corpus anglosajón desde el siglo XVII, tenemos constituciones que avalan los derechos humanos, seguimos los valores derivados de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) y «vivimos» en democracia. Siguiendo la vieja y manida expresión de Anatole France: «En su majestuosa igualdad, la ley prohíbe a los ricos y pobres dormir bajo puentes, mendigar en las calles y robar panes».

Sin embargo, lo contrario al escaparate liberal es lo que en realidad sufrimos. Algo así como los adulterios de la familia real española, los fondos reservados utilizados para matar independentistas, la corrupción absoluta de los gobiernos, la tortura sin excepción... temas excluidos de la difusión política o biopolítica cotidiana, pero que, sin tener demasiados elementos para detallarla, sabemos de su expansión y excelsa existencia. La justicia no es igual para todos, a pesar en España del artículo 14 de su constitución, del tercero del preámbulo de la francesa o del sexto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se puede matar sin ser delito. El homo sacer existe. Y Benjamin Netanyahu es uno de los protagonistas con pedigrí de autor que desliza sus obras para que una legión de seguidores avale el derecho romano que definió aquel tal Sexto Pompeyo.

Hay un estado llamado Israel que se ha forjado bajo supuestas premisas religiosas, pero que en realidad obedece a la naturaleza de lo que ha sido Europa desde su formación política. Su alter ego histórico. Odio racial, adoctrinamiento, supremacía y deshumanización del diferente, en este caso de todo el entorno humano elegido como territorio, en el llamado Medio Oriente. No se trata de determinar la adecuación de conceptos como semitismo o sionismo, con sus contrarios como bandera. El problema es el estado construido artificialmente. Un estado que hace buena la tesis del homo sacer, del proscrito al que se puede asesinar gratuitamente, sin necesidad siquiera que sea combatiente.

Las leyes internacionales de la guerra, las convenciones de Ginebra, las pláticas sobre ética y moral quedaron olvidadas en un cesto apartado de la historia. Los «asesinos que no son considerados asesinos» dominan el planeta. El mismo Netanyahu dispuso de una gira por instituciones y estados. Es cierto que tuvo contestaciones bien dignas, pero buena parte de la elite política le aclamó. Mantiene los códigos supremacistas en lo más alto, impulsa los valores bélicos en las bolsas... Y se vale, como su estado, en justificar sus matanzas, su genocidio, con el relato que su pueblo una vez fue víctima. Cierto. Pero los códigos ideológicos de Hitler y los de Netanyahu no se diferencian en exceso. El líder israelí lo ha repetido y se ha jactado de ello, tal como lo han hecho sus colegas en el Gobierno: asesina y seguirá asesinando a quien le dé la gana.

Personajes que han dividido el planeta en términos supremacistas y a los que ni siquiera la historia ha juzgado, nos rodean en los telediarios, nos abren las puertas a sus familias, nos hacen compartir fotografías de cuando eran estudiantes. Del resto, de los homo sacer, de los proscritos, no tenemos más referencia que un número. José María Aznar, presidente de un gobierno tan corrupto que la mayoría de sus ministros fueron imputados, abrió la espita de la muerte junto a Bush y Blair. Asesinatos en masa. Ahora Aznar, tiene un caché determinado: entre 60.000 y 90.000 euros por conferencia.

Su compañera Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, estableció unos protocolos supremacistas con motivo de la pandemia de la covid-19. En dos meses, marzo y abril de 2020, 7.291 inquilinos de residencias de mayores de Madrid murieron sin ser derivados a hospitales. La mayor mortandad de una región europea en esas fechas. La Comunidad exigió incluso el pago de las habitaciones a internos ya fallecidos. Las denuncias por denegación de auxilio médico y similares fueron rechazadas por el Supremo. Dice que es imposible conocer qué muertes son achacables a decisiones políticas. Tal y como las hambrunas, los bloqueos económicos o el despojo de las materias primas en África o América. Nos encandilan con la máxima de que una decisión política es, per se, neutra. Para que las muertes queden impunes.

Hoy, más que nunca, los homo sacer son mayoría mundial. Cada vez las elites se comprimen más aún, acaparan más poder y visualizan sin rubor sus masacres. El planeta les pertenece y la arrogancia es su señal de identidad. Son los homo sapiens (hombre sabio que supuestamente no distingue entre sexos) que también feminizan e infantilizan la muerte. Porque en Líbano, en Palestina, tal y como nuestra compañera Mahasen Al-Khatib, esos homo sacer en realidad son ancianos, mujeres y niños.

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