Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Incendio para proteger la huida

El título del artículo del Alvarez-Solís ilustra su percepción de la Ley de Protección de Seguridad Ciudadana que el Gobierno español prevé entre en vigencia próximamente. Al respecto, estima que «ni el poder podía llegar más bajo ni el sancionado podía verse reducido a algo tan municipal y espeso como convertir la libertad en un artículo de pago».

El estrepitoso paquete de medidas dictatoriales que contiene la propuesta Ley de Protección de Seguridad Ciudadana equivale al incendio producido en su retaguardia por parte de un ejército en huida. No persiguen esas medidas otra cosa que introducir una serie de desórdenes en el campo adversario, que ha de transitar penosamente por un suelo repleto de ruinas democráticas. La táctica es genuina de la derecha, siempre ultra en este país. Habrá más detenidos, más encarcelados, más libertades atropelladas y eso obligará a la ralentización del avance hacia las libertades ya muy dificultosamente defendidas desde las posiciones nacionalistas que aspiran a acuerdos razonables sobre sus intereses nacionales. Uno de los signos delatores de esta miserable maniobra fascista es la invasión del poder judicial para ponerlo plenamente al servicio de la magna represión proyectada. Otro de esos signos está en los nuevos controles sobre los cuerpos policiales para poblarlos de funcionarios deseosos de una acción duramente invasiva de los más íntimos y liberales reductos sociales.

España, poblada por masas intelectualmente muy pobres y, por tanto, extremadamente reaccionarias –supongo que esta misma frase podrá dar lugar a actuaciones punitivas cuando se apruebe la ley–, ha retornado de pleno a su vieja pasión caudillista que comparten la derecha y no pocos segmentos del llamado partido socialista, en cuyas manos va a quedar un legalidad venenosa que en caso de apuro podría ser aplicada por esa izquierda ya gobernante, aunque sea con algunas obvias prudencias. La historia del socialismo no solo, español sino europeo, sobre todo en sus capas dirigentes, nos habla de esta reiterada colusión entre conservadores y paraprogresistas.


Los rudos conservadores españoles están perfeccionando un aparato represor impresionante. Un aparato carente, además, de toda coherencia interna, pues está abastecido de normas dispersas y de una aplicabilidad totalmente aleatoria desde el poder y sus órganos de control público. No solo es un aparato sin el más mínimo perfil orgánico, sino que surge de una voluntad de amontonamiento de armas frente a los ciudadanos que con una visión razonable de la realidad –también hay españoles de este signo, que necesitan una buena vanguardia conductora– salen reiteradamente a la calle para hacer frente a su herida. Antes de seguir adelante, parece obligado repetir a esos españoles enredados en sus distintas y profundas angustias que nada se consigue para la superación de la atmósfera general de injusticia si no se forja un edificio ideológico común, para no caer en el pecado de un falso anarquismo que suscita ante la justa queja de cada cual una absurda protesta del vecino.

Que la nueva Ley de Protección de Seguridad Ciudadana constituye una simple barricada destinada al refugio de un poder repleto de miedo –el miedo que genera la crueldad– se confirma en la primera visión de este artilugio generado por una mentalidad de enterrador. Muchas de las sanciones carecen de la más mínima altura penal. Reducen el castigo a la práctica de exacciones económicas monstruosas que transitan sobre los ciudadanos como un tornado ante el que no cabe ningún tipo de defensa, ya que la multa es el modo innoble con el que se condiciona la libertad del oponente evitando al mismo tiempo el relevante contenido de la sanción carcelaria. Es decir, el multado –por ejemplo con los 600.000 euros por la protesta ante el Parlamento– no irá a la cárcel por la expresión política que haya protagonizado, sino por algo tan elemental como es no pagar una multa. El valor moral de la protesta significativa será reducido a una infracción por un mal aparcamiento. Ni el poder podía llegar más bajo ni el sancionado podía verse reducido a algo tan municipal y espeso como convertir la libertad en un artículo de pago.


El régimen español ha entrado como un caballo viejo por un patatal. Y ha pisoteado todo cultivo de la moral y la lógica jurídicas hasta cometer monstruosidades como la siguiente. Leo que a los excarcelados por haber cumplido su sentencia por daños producidos con armas a ciudadanos o bienes no solamente se les negarán derechos adquiridos como el pago de ciertos beneficios sociales de carácter universal, sino que el legislador quiere llegar al embargo de la herencia que hayan recibido, con el fin de recompensar a las permanentes víctimas de un proceso histórico convertido en inextinguible objeto decisorio de la política gubernamental ¡La guerra se extiende a los muertos, a los que se hace objeto de una sanción ante la que no pueden reaccionar en modo alguno! ¿No hay protección para estas víctimas? Hay que tener en cuenta que la desposesión directa de una herencia daña a la voluntad ya indefensa del que la ha causado y a quienes pueden recibirla en trasmisión por el excarcelado. ¡Esto es monumental! El Gobierno de la ultraderecha española ha descubierto el castigo por estirpes. Los nietos del causante de la herencia habrán de quedarse sin los bienes que dispuso su abuelo y que deberían funcionar a través de generaciones, ya que la propiedad –¡además, según la derecha!– es sagrada. A mí esta política me retrotrae a las épocas en que los reyes podían posesionarse de los bienes de sus súbditos ya en provecho propio o bien a favor de algún allegado a la corona. Era un derecho generalmente de guerra y suponía la venganza del vencedor sobre todo un colectivo humano formado por el tránsito del tiempo. En el plano del poder eclesial equivalía, en cierto modo, a la exhumación de los restos del fallecido para quemarlos en la plaza pública ¿Y sobre esto no tendrán nada que decir los tribunales de justicia internacionales? Sr. Fernández, haga el favor de no incitar a más barbaridades al actual ministro de Justicia.

Ante este panorama bien podría el Sr. Wert clausurar las Facultades de Derecho para convertirlas en un máster sobre castigos públicos.

¿A dónde va España, que ya tiene bastante con llevar sobre sus espaldas el desconcierto en que ha vivido históricamente y las ignorancias que ese concierto ha generado?


Sr. Rajoy, el miedo a la calle, agredida por el daño que usted está generando en todos los aspectos de la vida común, ha convertido el Estado español en una celda de castigo. Usted se ha encerrado en su alcázar toledano desde el que espera la llegada de las armas sediciosas. Y eso constituye un delito contra la salud pública, del que debería responder ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Usted está destruyendo un país que difícilmente se sostenía en pie. Y pretende además intervenir maléficamente sobre las libertades de otros pueblos, como el escocés, acerca del cual y de su posible independencia ha regalado a Londres una lista de amenazas para que el Sr. Cameron le ayude a enfrentarse con catalanes y vascos, ante los cuales usted carece de argumento válido alguno, como no sean tres o cuatro gritos patrióticos, ampliados por los medios de comunicación que ha capturado, que tapen como con cal viva las infinitas desgracias españolas.

En fin «España y yo somos así, Señora», como dijo un primer ministro a la reina regente doña Cristina cuando esta le expresó su perplejidad de europea antigua ante un decreto que le ponía a la firma.

¿Pero por qué no dejamos de ser así? Seamos honestos: porque no sabemos. Ahí empieza la tragedia.

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