Joxemari Olarra Agiriano
Militante de la izquierda abertzale

Inmigración en Euskal Herria

El debate sobre la inmigración es uno de los más espinosos de nuestra época. La presencia de prejuicios bien arraigados, identitarios podríamos decir, por un lado, la manipulación del poder y los medios de comunicación, por otro y, por qué no decirlo, el miedo a ser etiquetado de ultra o nazi, conducen a la extensión de un discurso políticamente correcto −«txupiguai» en lenguaje coloquial− y a cerrar el debate en falso. A rehuirlo antes de empezarlo.

Pero la inmigración está ahí, en las calles, los noticiarios, la economía, en nuestras obras, casas, tabernas, lugares de ocio, fiestas... Y es un fenómeno creciente, que no podemos ignorar. Digamos, de paso, que no es algo nuevo ni insólito. El siglo pasado, y el anterior, tras las derrotas carlistas y con la industrialización del país, conocimos la afluencia masiva de inmigrantes; claro que eran de origen hispano, y el nacionalismo español no nos permite pensar a sus paisanos como extranjeros. ¡Vamos, que un senegalés, marroquí u hondureño son inmigrantes, forasteros que vienen a instalarse aquí! Pero un andaluz, murciano o castellano no. Están en su derecho, en su dominio, en tierra propia, apropiada. El supremacismo y la xenofobia −incluso entre europeos− tienen sus trasfondos y recovecos.

Pienso que habría que plantear este debate en función de tres claves o perspectivas. La primera, el principio de realidad. Como decimos, la inmigración es un hecho ineludible. Vivimos en un mundo globalizado en el que la información y las personas (entre otras cosas) fluyen de modo ininterrumpido y masivo. El efecto llamada del primer mundo, su desarrollo, calidad de vida y promesas de futuro, atraen a gentes de lugares más desfavorecidos. Guerras, persecuciones, hambrunas, cambio climático, dictaduras... ejercen de detonantes, desencadenantes de esos desplazamientos. No dejemos de lado circunstancias de nuestro propio cuadro societario: envejecimiento de sociedades, necesidad de juventud, talento, trabajadores, cuidadoras... El escenario es complejo y multidisciplinar. Pero es lo que hay, y sin atisbos de que revierta por mucho tiempo.

Una segunda clave de este debate nos la impone la perspectiva de los derechos humanos de esa población desplazada. Los estados reconocen derechos (y obligaciones) a sus ciudadanos; pero estas personas no son −literalmente− ciudadanos de pleno derecho. Lo cual genera situaciones conflictivas, de riesgo, desigualdad manifiesta, éticamente dudosas... Pensemos en las devoluciones en caliente a estados francamente brutales, o la falta de socorro a quienes atraviesan los mares con mafias y medios precarios. Pero, incluso en la vida cotidiana entre nosotros, el ser ilegal, no sindicado, sin papeles, sin acceso a la educación... coloca a estas personas en situaciones injustas, de explotación, peligro y desarraigo. Estas circunstancias no solo resultan lamentables para ellos (que por supuesto), sino también para nosotros, plenos ciudadanos, en nuestra plácida convivencia, seguridad, dignidad y demás condiciones de una colectividad éticamente asentada (en teoría).

Más allá, un tercer capítulo de esta reflexión lo impone el factor de nuestros propios derechos, como ciudadanos autóctonos. Es posible que sistémicamente la inmigración sea necesaria, aprovechable, económicamente rentable (y de esto saben mucho nuestros gobernantes, economistas, empresarios...), pero también es cierto que resulta incómoda en muchos aspectos, y sin duda problemática. Representa la afluencia de gente desestructurada, marginal, sin recursos iniciales, con difíciles condiciones de supervivencia hasta que se adaptan (y luego...), que pretenden beneficiarse de nuestro nivel de consumo y de las mejores condiciones que ofrece este modelo europeo, una gente que no siente ningún apego o adhesión por el proyecto nacional al que se incorpora (a nuestros esfuerzos, obligaciones, solidaridades, esperanzas...), y que nos desafía con un choque cultural (lengua, cultura, religión, mentalidades, costumbres, mafias, endogamia...), que se nos hace agresivo y estresante.

No hay espacio en un artículo para desarrollar las circunstancias, conflictos, condicionantes, de esas tres claves. Es un tema para investigaciones de largo recorrido, y para colmo un fenómeno cambiante. Día a día se transforma: en número, en calidad, en origen... No es lo mismo que lleguen sudamericanos a poblaciones vascas, o musulmanes a catalanas, o de Europa del Este, que se incorporen a la flota de pesca o a la vendimia...

En cualquier caso, es evidente que la respuesta inmediata a este fenómeno es la integración. Que quienes llegan se integren a trabajar, a nuestro modo de vida, nuestra cultura... Seguro que hay otras opciones, discutibles, ocasionales, matizables (expulsiones, represión, seguridad, cárceles, muros, campos de refugiados...). Pero la estratégica a largo plazo, y que requiere una inversión pensada y unas políticas calculadas, es la de la integración de esas gentes en nuestro modelo social.

¿En qué condiciones? ¿Qué medidas consideramos? ¿Qué recursos dedicamos? ¿Qué políticas de control, prevención, reconocimiento, adaptación, educación... diseñamos? Recordemos que estamos en Euskal Herria, y quienes vienen han de encajar aquí. Pero desconocen todo sobre nosotros; no somos una realidad colectiva explícita, instituida. No existimos oficialmente. ¿Cómo se van a integrar si desconocen nuestro euskara, nuestra historia, costumbres, problemas, cultura, solidaridades, intereses...?

Peor aún; ¿qué vamos a hacer si no tenemos capacidad de decisión, si no somos una colectividad soberana, si no tenemos competencias para intervenir en esta imponente cuestión, porque todas las competencias se las reserva el Estado? Pero el Estado que nos ocupa (los estados, pues son dos) es ajeno, y buscará la integración del inmigrante en su lengua, su cultura, su economía.

También en este ámbito se concluye, como en otros tantos, que Euskal Herria será una nación, pero no un Estado. Si queremos responder a los retos, urgencias y problemas que nos sobrevienen, en la globalización y en los tiempos que corren, necesitamos ser Estado. Europeo y todo eso. Pero independiente. Soberano. Sin ello, estamos perdidos.

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