Instrucciones para mirar un volcán
Es curioso como, a menudo, miramos y no vemos; no «leemos», no interpretamos lo que tenemos delante.
Engaña. Cuidado con la palabra «lustro» porque parece ermita y es catedral. Al escucharla nadie diría que estamos hablando de un período de tan solo cinco años sino de una eternidad: «llevamos juntos un lustro». Así como a «década» e incluso a «siglo» los ves venir, «lustro» se las trae.
Estuve hace un lustro en Ribadelago, un pueblo zamorano que desapareció en 1959 al colapsar la presa que tenía sobre sus tejados. He vuelto digitalmente a aquellas ruinas al tropezar en la nube por otros menesteres con el listado de víctimas de aquel desastre que, por cierto, quedó impune. No sé cómo no reparé allí y entonces en un detalle que ahora en la pantalla se me hace tan evidente y significativo: la repetición obsesiva de apellidos en la placa conmemorativa del monolito.
Las posibilidades de sus habitantes de salir de allí eran prácticamente nulas: no conocían ni conocerían más mundo que aquellas casas de madera y adobe. Más aún: las posibilidades de que alguien llegara a ese lugar tan remoto, a aquel Macondo, eran, si cabe, más improbables todavía. Los matrimonios entre familiares –incluso entre hermanos– eran inevitables. Era una comunidad endogámica.
Aparte de la catástrofe puntual de la riada, sufrieron esa otra, de la que quizá no fueran conscientes; vivían en un bucle social, colectivo, genético que seguramente se perpetuó en el tiempo y dejó huella en su ADN.
Trasteando en el altillo de la nube doy al respecto con un diario de viaje de Eduardo Ducay, "Carta de Sanabria. El documental que nunca existió" en el que confirma con imágenes y testimonios esa consanguinidad y sus consecuencias. El productor de "El bosque animado" que había llegado hasta allí contratado por la empresa –Moncabril– constructora del embalse para publicitarlo, flipó literalmente con lo que se encontró en el Cañón del Tera; aquel viaje, en el que le acompañaba el fotógrafo Carlos Saura, no tiene nada que envidiar al de Buñuel por "Las Hurdes".
Es curioso –ahí quería llegar– como, a menudo, miramos y no vemos; no «leemos», no interpretamos lo que tenemos delante. No se pierdan en la Red la reflexión de Fabiana Daversa, «Ver, mirar, observar y contemplar».
Es curioso también cómo aquella tragedia colocó a aquellos desgraciados en el mapa y dio a los supervivientes la opción de escapar de aquella ciénaga.
Llevamos semanas «viendo» la erupción volcánica más mediática de la historia. Esta vez es la lava y no el agua la que se lleva todo por delante pero el efecto, aunque de una lentitud desoladora, es el mismo.
Se le puede reprochar a Cumbre Vieja muchas cosas pero reconozcámosle el don de la oportunidad. Ahí ha estado, formal, hasta que ha amainado la pandemia, vigilando de reojo el descenso progresivo de la incidencia acumulada. Sólo entonces, y dando aviso sísmico a navegantes, ha decidido aliviarse y ha empezado a soltar esa lava hipnótica que tardó en encontrar el camino hacia el mar.
En ese incierto recorrido no sólo ha sepultado el pequeño municipio de Todoque sino también Afganistán. Y es que el periodismo, desde la guerra de Irak, ha convertido las crónicas en series de éxito que se van colgando y descolgando de la parrilla, aparte de por otros intereses, por riguroso orden de espectacularidad y cuotas de share. Hemos comprendido que, bien narrada, no hay mejor ficción, mejor manera de atraer la «mirada» que la realidad. Que tiemble Netflix. Todo esto lo cuentan muchísimo mejor María Abenia (rebelion.org) en "Maneras de mirar un volcán" o Alejandro Tena (publico.es), "Cuando la tragedia se hace espectáculo".
Si en el caso de la presa, en el que apenas contamos con un puñado de imágenes y un inventario de víctimas, nos ha costado enhebrar una lectura más profunda y panorámica, en el de la isla, el bombardeo de imágenes, la sobreexposición hace difícil una lectura reflexiva.
Resulta desconcertante cómo el periodismo se acaba convirtiendo en reclamo, en propaganda y ocurre lo que está ocurriendo ya: en Los Llanos de Aridane se cruzan los vecinos desesperados que corren a sus casas a rescatar lo que juzgan indispensable con grupos cada vez más numerosos de turistas que, atraídos por el circo mediático, bloquean las calles.
Pero el profe –ya saben– siempre tira al aula. ¿Cómo animar a esos adolescentes pegados a una pantalla a «mirar»?
¿Cómo conseguir desde la Escuela que vuelvan cada tarde a casa con más curiosidad y menos deberes?
Sí, apenas un «lustro» y lo que hay que «ver».