Eneko Herran Lekunberri
Licenciado en Sociología

¿Justicia? (Urtzi, Telle, Cabacas…)

<<Justicia, la justicia… el orden y la ley>>.

Así empezaba Evaristo Páramos allá por finales de los 80 una de esas canciones de La Polla Records que, como tantas otras de este grupo y ajenas al mismo, por desgracia nunca terminan de perder vigencia.

Los de justicia, orden y ley son tres conceptos que se hallan profundamente entrelazados. Cada uno de ellos utiliza a los otros como premisa y, a su vez, como justificación de su implantación efectiva dentro de un determinado contexto. Y es aquí, a la hora de plasmar en la realidad esta relación a tres bandas, donde nos encontramos con un factor decisivo a la hora de obtener un modelo u otro: el de las prioridades.

En teoría, o al menos así se nos dice, lo prioritario es la obtención de justicia (el valor supremo) y para ello es que nos dotamos de una herramienta, la ley (reglamentos, normas y leyes). Se supone que el desarrollo de esta herramienta traerá como consecuencia la instauración de un determinado orden al establecer unas normas o guías de conducta. Se confía en que la diferenciación diáfana y por escrito, para toda la comunidad, entre comportamientos deseables e indeseables, fijando además un castigo “proporcionado” para estos últimos y “sea quien sea” quien los comete, encaminará paulatinamente a la sociedad así ordenada hacia ese valor supremo al que denominamos como sociedad justa.

Hasta aquí la idealización teórica de la que se ríe la realidad por más que, desde las instancias de poder y de forma hipócrita, se nos trate de seguir vendiendo como el objetivo que persiguen. Pero en una sociedad sin equilibrios y basada precisamente en la perpetuación y acentuación de las desigualdades que producen todos esos desequilibrios, observamos que, en este terreno como en tantos otros, lo que constantemente nos dicen que es la excepción (la desproporción de determinadas leyes o la desigualdad en su aplicación) es en realidad la norma. Y a la inversa, la ley proporcionada y aplicada con vocación universal o de igualdad no es solo la excepción sino que es extremadamente excepcional cuando así ocurre. La conclusión clara es que ese valor de centralidad, esa prioridad que mediante la teoría parece otorgarse a la justicia como valor supremo es una falsedad.

En la ecuación que hacen funcionar en la práctica, la que continuamente se reproduce desde las instancias de poder (que lo son precisamente en cuanto que se arrogan en exclusiva el poder de legislar), la prioridad absoluta recae en el orden. Tratan de hacernos creer lo contrario, pero es el orden quien se arroga el papel de concepto totémico en torno al cual pivotan los otros dos en relación de total dependencia. El orden, que en principio debiera interpretarse como el mero resultado de la instauración de leyes encaminadas a la obtención de formas sociales cada vez más justas, pasó hace tiempo a convertirse en el verdadero eje. Se ha trasformado, además, en una finalidad en sí mismo, hasta tal punto que hoy en día el verdadero valor supremo es el mantenimiento del orden o, en definitiva, el mantenimiento de lo establecido. La ley sigue cumpliendo su papel de herramienta, aunque no al servicio de la justicia sino al servicio del orden.

Y la justicia… ¿Qué es la justicia? Pues la justicia pasa a ser simple y llanamente otro instrumento al servicio de un orden convertido en razón de ser de la sociedad. Así, como instrumento, es por una parte la herramienta que garantiza la interpretación y la aplicación de las leyes al servicio del orden establecido, y por otra parte es también el entramado que sirve para justificar… legitimar socialmente la ley, mediante un juego que permite pequeños y constantes cambios para que el todo (el orden establecido) no cambie en absoluto. No hablan los jueces, no hablan los juzgados… <<Habló la justicia>> (y punto).

Son cientos, miles… quizá millones los casos que día a día nos dejan bien claro esta primacía del orden como valor supremo y esta subordinación de la justicia y la ley al mantenimiento del mismo. Y no hablamos de ningún orden ideal, sino del existente. Podríamos poner como ejemplo la propia vigencia de la Constitución española y su utilización a modo de catecismo religioso o símbolo de una expresión divina y atemporal. O, por ceñirnos a la actualidad más rabiosa, hablar de lo que está ocurriendo en Cataluña; o de los juicios a jóvenes en la Audiencia Nacional por su militancia política; o de alguno de los mil y un escándalos de corrupción que, por cotidianos, dejan de resultarnos escandalosos y rara vez conllevan consecuencias penales; o de los múltiples casos de desahucio que, estos sí, finalmente llegan a ejecutarse con el aval de “la justicia”…

Pero vamos a centrarnos en dos casos concretos, cercanos en el tiempo y lugar, que nos pueden servir perfectamente para ilustrar cómo efectivamente el orden es el valor supremo o eje central en esta relación a tres bandas, mientras que la justicia se limita a actuar a su servicio.

Los hechos: En el primer caso, dos ertzainas resultan heridos por un ataque a las puertas de los juzgados al intentar practicar una detención en el contexto de una huelga general y en el transcurso de una manifestación. En el segundo caso, el joven Iñigo Cabacas resulta muerto por un pelotazo a corta distancia, en una calle estrecha, en el transcurso de una carga policial por supuestos desórdenes (existencia de una pelea) a la conclusión de un partido de fútbol.

Los resultados: Dos años y medio de cárcel para dos jóvenes de Deusto, Jon Telletxea y Urtzi Martínez, en el primero de los casos. El motivo, haber realizado una pintada cerca del lugar de los hechos, ya que, en ningún momento (y así lo reconoce la sentencia) se ha podido demostrar su participación en los mismos, aunque con esa escusa se les detuvo. Por el contrario, el estancamiento en vía muerta del segundo de los casos, sin que se haya ni siquiera avanzado en la identificación de los responsables directos y sin que a día de hoy exista ningún responsable, ni penal ni de ningún otro tipo.

Conclusión: En el primer caso se trata de castigar, mediante el uso de la “justicia”, a personas que actúan buscando un cambio con respecto al orden establecido. Aquí, más que encontrar a los verdaderos responsables, se trata de demostrar (hacer ver al conjunto de la ciudadanía) que ningún acto de esta naturaleza queda impune, es decir, sin su correspondiente castigo. Una cámara de los juzgados que permite identificar a dos jóvenes haciendo una pintada en el día de autos sirve para tirar del hilo y practicar las oportunas detenciones e inculpaciones, y, si la fabricación de pruebas resulta insuficiente, la presión sobre los órganos de la magistratura hará el resto hasta lograr la condena que sirva de castigo ejemplarizante de cara al futuro. En el segundo, de lo que se trata mediante la “justicia” es de enrevesar todo el proceso, al más puro estilo kafkiano, para no llegar a ningún tipo de responsabilidad. En este caso, el círculo de posibles responsables es muy restringido y su concreción no conlleva ninguna complejidad: los agentes y mandos que participaron en aquel dispositivo están registrados en las mismas instancias que ahora los encubren. Aquí, lo importante no es encontrar a los culpables (o a cualquier “culpable”, como en el primer caso) sino precisamente que no se encuentre ninguno y todo se quede en una condena genérica por un <<desgraciado accidente>> o un <<hecho lamentable>>. En una guerra, se hablaría de un <<daño colateral>>. Y, en ambos casos, lo que queda demostrado es que el tan cacareado valor supremo, la justicia, queda no ya en un segundo plano sino que es una mera comparsa. Es el orden, y su mantenimiento, lo que prevalece. Todo les resulta asumible en su nombre. Aunque, por fortuna, no es así para todos... Por algo tienen que seguir engañando, utilizando el señuelo de la justicia.

Y terminamos como empezamos, con Evaristo Páramos: “Justicia, orden y ley… ¡¡Vaya pastel!!
PD: Un fuerte abrazo a Jon, a Urtzi y a la familia de Iñigo.

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