Iñaki Egaña
Historiador

La batalla cultural

Dicen algunos filósofos que el tiempo es una invención humana y apostillan los físicos que el mismo, siguiendo a Einstein, no es sino una variable del espacio del que no se puede extraviar. Los ciudadanos estándar comprobamos que parece un surco lineal que únicamente corre hacia adelante. Cierta religión dejó la metáfora de la mujer de Lot, que al mirar atrás (pasado) quedó convertida en estatua de sal. Algún día, las evidencias serán tan nítidas que saldremos de las conjeturas.

Hoy, sin embargo, el tiempo se ha convertido en una de las claves de la guerra cultural, entendiéndola en los términos que citó Gramsci, que la definía como parte de la lucha de clases. No se refería el marxista italiano a los efectos de la educación, sino más bien a las batallas permanentes que se reflejan en los valores, costumbres, creencias, prácticas e incluso estilos de vida. Batallas que tienen su efecto en el espacio electoral, precedidas de una sistemática embestida de los sectores del poder político y económico, que intentan contaminar al conjunto de la sociedad ofertando la idea de que las situaciones y el conjunto de la desigualdad tienen un origen natural.

Recientemente, hemos asistido a varias de estas acometidas. La histriónica y ultra Díaz Ayuso, con un cargo político de un eco fantástico, proyectó una frase para que su poso se cueza a fuego lento: «Ni Catalunya, ni el País Vasco, ni Navarra han sido una nación, ni lo serán». Un desconocimiento supino de la historia. Pero, ¿qué opinión dejará en la sociedad española, educada desde décadas, no solo durante el franquismo, de que vascos y catalanes somos unos impostores y que en realidad no pertenecemos sino a una franquicia de españoles resentidos? Recordarán que el saliente presidente mexicano pidió el pasado año una disculpa de España a los pueblos indígenas (originarios), por el genocidio que acabó con gran parte de la población que habitaba a la llegada hace 500 años de los conquistadores europeos. Y esa sociedad que ronda los 130 millones de habitantes, fue criminalizada a través de su presidente. Desde Madrid se lo comieron literalmente porque matizaba el relato culturalmente hegemónico, lanzado ya en tiempos de Felipe González: «encuentro entre mundos».

Gabriel Le Senne, presidente del Parlament balear, rompió recientemente en sesión pública las fotografías de Aurora Picornell (la Pasionaria mallorquina) y de las Rojas del Molinar, detenidas, torturadas y muertas por los sicarios falangistas de Franco en 1937. Ni dimisión, ni imputación ni por odio ni por negacionismo. En cambio, el clan mediático de Díaz Ayuso, acaba de justificar su asesinato, el de los padres, hermanos y pareja de Picornell. Este último «espiaba para Stalin». Argumento del más puro estilo franquista. No me toquen el relato, dicen. Las comparaciones son odiosas, pero aquel parlamentario que echó un puñado de cal en el asiento de Ramón Jauregui ( ¿la w de los GAL, letra anterior a la x en el alfabeto hispano?) en el Parlamento de Gasteiz cuando estalló el caso Lasa-Zabala, fue condenado a tres meses de inhabilitación.

Hemos sufrido un acoso permanente sobre nuestra cohesión cultural, en particular sobre nuestra historia. Las ikastolas como fomento del separatismo, el currículo educativo fuente de odio, el olentzero secuestrado por la Guardia Civil, los símbolos vilipendiados por su escasa originalidad, la subversión como patología, el uso de las costumbres ancestrales como brujería, el euskara como lengua de cavernícolas... Todas ellas destinadas a mantener una hegemonía cultural asentada en supercherías y un derecho natural que inventaron los poderosos. Por ello, descubrimientos como los de Irulegi o Larunbe tienen un valor extraordinario, más allá del que podamos imaginar. Refuerzan un relato alternativo, el que consideramos más ajustado a la realidad. Lejos, por cierto, de esas frivolidades lanzadas por Vocento que tras el descubrimiento en Karrantza de una neandertal de más de 150.000 años, «bautizada» como Andere, lanzó la puerilidad de su ascendencia «vizcaína». No son provincianismos exclusivos. Otro medio destacó, hace ya más de una década, que unos restos hallados en Jaizkibel pertenecientes en esta ocasión a un hombre de hace 8.200 años, nos llevaban hasta «el primer guipuzcoano».

Estas irrupciones en el relato, parte de esa batalla cultural, nos trasladan hasta el presente. Hace unos días, Rafael Narbona escribía que se atribuye el crecimiento de la ultraderecha a la manipulación mediática, pero que había otra razón más poderosa, la popularidad de sus valores: «Cada vez hay más votantes que se identifican con el discurso nacionalista, xenófobo, misógino, homófobo, belicista y aporofóbico. Los valores de la izquierda suscitan rechazo en sectores muy amplios». En el ángulo contrario, Agustín Laje, politólogo argentino de extrema derecha y uno de los teóricos de la que llama «lucha cultural», señalaba que «El intelectual [el suyo] es el soldado, es el que calibra, apunta y dispara, mientras que la ideología es el armamento pesado de la guerra. El intelectual es principalmente un creador de sentido, es un verdadero productor de bienes simbólicos».

Narbona achacaba parte de esa victoria cultural de la derecha a la pérdida de la lectura y del humanismo que destilaban Bertrand Russell, Blas de Otero o Albert Camus. Y que, en la actualidad, sus textos han sido absorbidos por la futilidad de los mensajes breves de las redes sociales y por la influencia de los youtubers, gurús de la comunicación y de la ideología. Probablemente sea cierto, pero esa idea también esconde un cierto halo de nostalgia, concepto peligroso, a veces reaccionario. No sé si el tiempo es lineal, parte del espacio o un va y viene cuántico. Pero sí tengo la convicción de que la batalla cultural, entre ellas la relativa al pasado, tiene una trascendencia que no se puede abandonar. Las hegemonías, no únicamente la electoral, son parte indispensable del ideario progresista.

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