Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La batalla final

El veterano periodista se propone responder a la pregunta de si para derribar el sistema dominante se ha de recurrir a «viejos argumentos colectivistas» o aceptar una «estricta mecánica reformadora». Tras analizar la evolución del capitalismo hasta su fase actual, asegura que la batalla final entre el mundo del trabajo y los poderosos tiene un desenlace, que a continuación explica, «estructuralmente muy claro».

Es cierto que, como se dice tantas veces, estamos viviendo una economía nueva a la que ha de concederse la oportunidad histórica correspondiente? ¿Es verdad que frente a la crisis profunda que nos acongoja no pueden manejarse, apoyándonos en argumentos de modernidad, argumentos y lenguajes propios de los siglos XIX y XX? ¿Es admisible repartir la responsabilidad de la actual situación económica entre los poderes que dirigen esa política –incluyendo el estado– y los trabajadores y consumidores?

Contestar correctamente estas preguntas es fundamental. Se trata de aclarar si son admisibles viejos argumentos colectivistas para derribar el sistema dominante o si debemos aceptar una estricta mecánica reformadora a fin de remontar el vuelo. Si nos decantamos por la validez de los viejos argumentos, estaremos luchando por una revolución social que tiene ya raíces históricas; si preferimos creer en el reformismo, habrá que dar validez al duro imperialismo en que ha culminado el capitalismo.

Vayamos escalón por escalón.


El gran capital, hiperconcentrado en sí mismo, se ha visto forzado a plantear la batalla decisiva para su supervivencia en el mismo terreno en el que la libró al culminar el siglo XIX: en el marco de una inevitable lucha de clases. Pese a la teoría que sostiene que vivimos en una sociedad posmoderna, donde el proceso económico tiene un perfil muy distinto, el choque de clases reviste esencialmente los modos tradicionales. Nada ha cambiado en las relaciones de producción. Es más, se ha acentuado la explotación de los trabajadores, hasta hace unos años suavizada por ciertas mejoras sociales y artificios ideológicos puestos en marcha por la burguesía que se enfrentaba a un poder obrero con conciencia de clase. La «modernidad» social solamente ha traído una mayor y más profunda servidumbre.

Cegado por su propia necesidad, el gran capital ha llegado a creer que la existencia de las clases estaba ya disuelta en una cultura de la aceptación tecnológica o de la derrota moral. Cierto es que durante los últimos sesenta o setenta años el capitalismo sumergió al trabajador de los países más avanzados en el deslumbramiento de la nueva economía de los servicios y de las sugestiones virtuales. Para conseguir ese deslumbramiento, el sistema eliminó las libertades políticas que mantenían vivo el proceso del enfrentamiento clasista; degradó el otrora potente sindicalismo de ámbito estatal convirtiéndolo en un aparato más de gestión compartida; diseñó un proceso intelectual que destruyó el pensamiento crítico; modificó unas apariencias formales; sometió la ciencia a la especulación económica; dotó a sus propósitos de un aparato informativo absolutamente unilateral y eliminó la independencia y moral jurídica de los tribunales. Con todo ello trató de mantener el mundo como un aparato socialmente inane, pero su proceder global no logró otra cosa que resucitar vivamente el enfrentamiento con los desposeídos, que regresaron a la protesta pública, e incluso con los que al principio del proceso neocapitalista habían empezado a andar por un camino en que la economía real dejó de ser el motor que, mal que bien, cohesionaba una sociedad ordenada por escalones. El norte sólido y selecto que el capitalismo creyó haber consolidado frente a un sur cuya existencia consistía exclusivamente en facilitar las materias y los elementos básicos para alimentar el gran aparato nórdico empezó a resquebrajarse sonoramente. La lucha de clases adquirió un nuevo impulso, aunque con un formato ampliado de lucha entre sociedades y pueblos y la violencia se recreció por el instinto de supervivencia. El norte fue comprometiendo su energía no solo en esa competencia entre estados, sino en los conflictos interiores provocados por amplias masas que carecían de lugar en la economía virtual y especulativa. El sur amplió su territorio y la exasperación social incendió un mapa con fronteras cada vez más difusas. Las clases revivieron y con ellas reapareció su lucha cada vez más cruenta, ya que, como han subrayado Althusser y Marta Harnecker en sus reflexiones sobre el marxismo, clases y lucha de clases son la misma cosa. En fin, las piezas han vuelto a resituarse sobre el tablero del combate por la supervivencia en una sociedad cuya impregnación capitalista ha sido fruto de unas ilusiones que ha disuelto con sus excesos la misma clase poderosa que las creó.


El capitalismo en su fase presente o neocapitalismo ha caído vertiginosamente en una espiral en que la virtualidad de muchos de sus factores, incluido el monetario, le obliga a devorar sus propias fuerzas, succionadas por un verdadero agujero negro. Materialmente el fruto de este girar centrípeto con velocidad creciente ha sido la destrucción de toda cultura con rasgos humanos, como trató de ser el primer capitalismo burgués, que ha sido sustituido por un fascismo cada vez más perverso tanto en el corazón del área directiva como en los inmensos suburbios a que ha reducido al resto de la humanidad.

La lucha de clases, que han querido desprestigiar presentándola como una antigualla retórica, ha resurgido con redoblada intensidad y ha movilizado fuerzas represoras mucho más potentes que las que se habían conocido. Como ejemplo más visible ahí está el control informático que pone en manos de los gobiernos unas posibilidades de acción hasta ahora desconocidas.

Vayamos al segundo escalón.


Una de las insidias manejadas por este imperialismo incapaz de generar un futuro plural es la que se refiere a la globalización de responsabilidades a fin de crear un sentimiento de culpabilidad en la clase trabajadora. Este sentimiento amortiza la capacidad de rebelión y produce un reflejo antirrevolucionario en los trabajadores. Muchos de ellos han roto la conciencia de clase aceptando su responsabilidad personal en la crisis y han condenado cualquier movimiento colectivo de liberación esgrimiendo la inseguridad social que produce. Estos trabajadores han roto el frente común de clase y se limitan a clamar por sus necesidades individuales, siempre de modo circunstancial y dando incluso en pago por lograr sus ambiciones la cabeza de sus compañeros maltratados. El sistema ha exaltado el papel del individuo como base para su maduración y engrandecimiento. Lo paradójico del caso es que el neoliberalismo no permite la indisciplina de sus dirigentes, a los que ata con una solidaridad insoslayable. El individualismo es un narcótico que ha destrozado la estructura social de las masas. Por otra parte, la seguridad, concebida frecuentemente como una capacidad exclusiva de los dirigentes políticos, es el gran mito en que apoya su violencia el imperialismo decantado ya en fascismo.

La gran batalla final entre el mundo del trabajo y las capas poderosas de la sociedad, que ahora está en su fase última, tiene un desenlace estructuralmente muy claro. Ni el capitalismo cuenta ya con ámbito político y económico para su crecimiento ni los trabajadores tienen a sus espaldas territorio para retroceder en sus derechos. Los retóricos del catastrofismo proclaman que estamos al borde del colapso. Con el uso de una literatura más seria y cargada de esperanza es fácil coincidir con ellos. Lo que parece seguro, según enseña la recurrencia histórica, es que un socialismo liberado de sus contagios burgueses resulta la única vía para salir del desorden neocapitalista. Se trata de construir una nueva libertad para que el individuo –un individuo social y no autocrático– opere sobre un fondo sólido comunitario. Es decir, una libertad personal asentada sobre unos cimientos colectivos.

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