La congestión tecnológica
Dice Alvarez-Solís que el acelerado avance de las tecnologías está convirtiendo al ser humano en «la máquina de la máquina». Asegura que «esta situación no se resuelve con ordenadores, sino con una revisión espiritual del mundo», y reclama una auténtica revolución, un big bang, porque «necesitamos volver a ser».
Uno de los peligros que empiezan a ser más visibles respecto al deterioro de la vida social es la exasperada carrera por adelantarse en el desarrollo tecnológico como vía del triunfo económico. La informatización de la existencia como clave del triunfo personal y colectivo va produciendo contradicciones que tienen un perfil existencial catastrófico, aunque banqueros como el presidente del BBVA, Sr. González, se asombren de que parte de sus rivales «no libren la batalla digital». Lo más sorprendente es que el Sr. González afirme al mismo tiempo que «estamos viendo ya los comienzos de una expansión del crédito indebida».
Pues muy posiblemente esa excesiva digitalización tenga mucho que ver con la repetida aparición de esas catastróficas burbujas. La informatización de una cifra creciente de procesos constituye un recalentado proceso de repetición y acumulación y empobrece el verdadero progreso humano, que siempre es de carácter moral. La informatización funciona por acumulación y no por invención. La masa triunfa sobre la capacidad de inicio que siempre ha radicado en el espíritu, esa esencia indescifrable que un elemental intelectual francés de origen judío se quita de encima definiéndola urgentemente como catolicismo zombi depositado destructoramente en la profundidad de la izquierda. ¡Las cosas que inventa el Sistema para evitar todo resurgimiento de la invención liberadora!
A poco que se haga un análisis severo de esta embrollada realidad, lo primero que se percibe es que una notable serie de países relevantes empiezan a asfixiarse con las nuevas tecnologías, que no pueden absorber, por su vertiginoso desarrollo, las graves consecuencias humanas que genera ese desarrollo. Entre el raudo funcionamiento de la máquina –que esa, sí, es zombi– y la capacidad social de asimilación de sus resultados la brecha es cada vez más profunda. Las nuevas y fulgurantes tecnologías tienen una dinámica mecánica infinitamente superior a la dinámica de las estructuras biológicas. Es más, la velocidad de reproducción de las criaturas informáticas es de tal índole que los inventos surgentes acaban con los inventos del día anterior merced a multiplicaciones exponenciales que expulsan más «desarrollo» del que crean.
Se podría hablar, incluso, de una dinámica suicida por producirse en un escenario muy escasamente elástico. En la informática no cabe el ex nihilo, ese misterioso factor que ahora se rechaza con una zafia violencia científica. La «máquina» actual o hibridada no solo destruye al hombre, al ser social, sino que se agota también prematuramente. El maquinismo industrial –entre los siglos XVIII y XX– apuntaba alguno de estos daños, pero las estructuras informáticas presentes no solamente introducen nuevas innovaciones fordistas en el trabajo sino que cambian toda la sustancia laboral al convertir al hombre en la máquina de la «máquina».
Aunque se crea que el actual periodo de robotización libera al trabajador del agotamiento y multiplica la riqueza para crear ámbitos «celestes» de existencia, lo cierto es que esa robotización está elaborando nada menos que una humanidad caracterizada por su consunción moral y, por tanto, por su pérdida de sentido. Ser humano en esta situación equivale a aceptar una marginalidad plagada de contrasentidos. Es, pues, evidente la inutilidad de pensar mediante la robotización en benéficos crecimientos humanos inéditos.
La dinámica de la digitalización exige un ser humano inactivo respecto a su propia invención. El «yo» crítico desaparece y se queda sin el «tú» dinamizante. Es ya evidente la saturación de márgenes para alojar el crecimiento del genuino factor humano. Sobran trabajadores y mercancías, aunque tecnócratas como la Sra. Lagarde, actual directora del Banco Mundial, afirmen que al capitalismo le queda aún margen para el crecimiento humano, a no ser que este tipo de gestores tengan un concepto reduccionista de ese crecimiento y se trate de un crecimiento limitado a áreas muy centralizadas o específicas.
El hecho es que las llamadas potencias emergentes como, por ejemplo, Brasil o la India, están experimentando una ralentización muy peligrosa en su «triunfal» desarrollo –de ello hablaremos– que puede acabar en una explosión social inimaginable todavía en esta hora, tan dramática ya. Hay un momento crítico en que la adhesión laxa a un sistema inoperante de riqueza se transforma en desintegración torrencial y tengo la impresión de que ese momento está muy próximo. La gente del común ya no puede trasegar más energía a las minorías acaparadoras que giran en el vacío. Y no solo es que esas minorías misérrimas no puedan inventar más riqueza para abastecer la acumulación de los capitales inoperantes sino que el escándalo que produce la contabilidad socialmente estéril empieza a herir cualquier clase de óptica con que se enfoque el drama. La gente del común está llegando a la sospecha de que el panorama actual no refleja simplemente un magno error económico sino que desvela un infinito crimen social que necesita mucho más que leyes para ser corregido. Ese crimen podría identificarse como la destrucción del producto humano.
Empieza a entrar en la mecánica de la destrucción masiva la sangre cara, hasta ahora a salvo. Cuando eso se mida con cifras alarmantes de nada servirán ya las acusaciones de terrorismo contra los protagonistas de esas «desvidas». No es posible ya alegar que se están juzgando con seriedad e intención correctoras crímenes desde el tribunal donde se sientan los magistrados que a su vez han sido elegidos para salvaguardar un crimen más frío, profundo y generalizado contra dos tercios de la humanidad.
Matar empieza a constituir un diálogo absurdo de ecos con distintas equivalencias para la misma palabra. Matar es hoy una forma primitiva de dialogar. Mas decir eso equivale a echar mano de una lógica tan elemental que no resuelve la trágica cuestión. Ante todo ¿quién ha roto el diálogo razonable y, sobre todo, para qué? Y esta situación no se resuelve con ordenadores sino con una revisión espiritual del mundo en que tales seísmos se producen. Para los católicos, a cuya área histórica y eclesial pertenecemos, no se trata de catecismo sino de cristianismo; para los no creyentes no se trata de leyes sino de moral; para los practicantes del escepticismo espiritual se trata de recuperar la emoción creadora, la esperanza innata por la que cada cual cree en una intimidad consoladora y creativa. Para todos, en definitiva, hay que recuperar el ser capaz de crear ex nihilo vida y sociedad. Los hombres con alma que buscan en el «otro» idéntico producto. Quizá estoy hablando de una revolución. Tal vez de un big bang que dé origen a masas infinitamente calientes y en expansión. No lo sé exactamente, pero lo que sí tengo claro es que necesitamos volver a ser.