Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La ley es el enemigo

Lo más preocupante de lo que está sucediendo en España sobre la pretensión de independencia de Catalunya es que la represión que se está llevando a cabo demuestra la incapacidad histórica española para ejercer un pensamiento mínimamente modernizante.

Entre la libertad extenuada y el poder tiránico acampa el hombre desolado de nuestro tiempo ¿Qué significa ahora la libertad? Escribía Fichte que «la libertad no es ninguna realidad sino la posibilidad de fundarse a sí misma; es una necesidad»; un «recobrarse», como concreta Hegel. Es una pretensión del ser humano conducente a hacer historia, que el poder aniquilador quizá ha reducido a una nostalgia. El poder, por el contrario es, como dijo William Hamilton, «una simple capacidad». Añadamos por nuestra cuenta: una capacidad de inmovilizar el tiempo mediante la ley. Una cruel voluntad de nada; simplemente de estar ahí. Y eso pudre.

En suma, la libertad no es, como expresa Xabier Zubiri refiriéndose al presente, «lo que el hombre hace sino lo que el hombre puede hacer». Mas si el hombre, el ciudadano, «no puede hacer o hacerse» día a día, que es lo esencial cuando se habla de libertad, queda la ley como único factor de vida, pero esa ley es obviamente una herramienta aprestada desde lo ajeno, o lo que es lo mismo, es necesariamente la ley del enemigo. Por consiguiente, el mundo gobernado por esa legalidad inmóvil se convierte en el ámbito del poder descarnado.

Yo no sé si todo esto lo entenderá el actual fiscal general del Estado, Sr. Maza, que es quien, tras burlar su recusación por la «soberanía» nacional, facilita el hilo de cáñamo para que teja la juez Lamela, de la Audiencia Nacional, su áspero paño de arpillera jurídica, pero me temo que el Tribunal Supremo teme algo de lo que yo me temo como insinúa el rescate de las causas políticas por sus magistrados. Mas pasa con la división de poderes en tiempo de dictadura lo que sucede con las regulaciones que han creado las juntas de vecinos: que cada cual tiene su casa o cree tenerla, pero la vecindad «selecta» anda mucho de unión furtiva. Es falso que las juntas de vecinos constituyan una forma de democracia. Los vecinos que disponen del dinero suficiente imponen gabelas, en forma de obras y gastos enriquecedores del edificio, que incapacitan cualquier oposición de los vecinos que sostienen con muchos apuros su casa. Para una gran parte de la población la propiedad ha pasado de elemento de seguridad a carga inasumible. Esta certeza es aplicable a la justicia como poder independiente. Basta una llamada telefónica que active a un fiscal, que reside por su origen en el poder ejecutivo, para que la hilera de los jueces empiece una caída de dominó. La legalidad deja de ser legitimidad en ese momento. La jurisdicción es hoy el vecino pobre.

Vayamos ahora de la filosofía, aunque sea con lenguaje escaso, al camino cotidiano y empírico. Vivimos una época de lealtades sin compromiso, por tanto de deslealtades; de moral con fijación de precio, por tanto de inmoralidad; de caminos cortos, por tanto sin horizonte; de capturas corsarias, por tanto de banderas dudosas. Ese camino es además circular. Digo todo esto apremiado por mi entorno, que está marcado por la cuestión catalana, que no es una simple cuestión territorial o extensiva entre dos pueblos sino una contradictoria cuestión de libertad y de opresión entre dos almas: la enferma por exceso de poder, dominadora, y la cohibida de libertad, recluida en el «sí mismo» oscurecido por la amenaza de las leyes difusas y polivalentes. Lucha, al fin, entre los legales y los legítimos. No oculto algo muy simple que me llevó a escribir esto: me emocionó la presencia de los doscientos alcaldes catalanes en Bruselas, alzadas sus varas de gobierno próximo y comprometido. El verdadero gobierno es siempre el municipal, que culmina sus plenos en la barra del bar y a cualquier hora. Lo demás es poder en la cumbre orgullosa de la montaña despoblada de vida y yo vivo modestamente en la falda del coloso, en el valle por donde discurre el río que apenas es espuma. Mejor que yo lo ha expresado Anna Zaera, una joven y brillante periodista, que en el entrañable periódico catalán “Vilaweb” decía «No li desitjo un Estat a ningú». Ahí está el futuro: en esa creación de sentimientos repletos de energía recoleta y real para generar un orden nuevo y desacralizado que yo simbolizo «ad extra» en dos manifestaciones gráficas que conservo en mi hogar: la primera de esas manifestaciones es un icono ortodoxo pintado sobre madera que representa en colores íntimos una Virgen bidimensional con un niño diminuto en brazos y una foto girada en bistre de Carlos Marx, en actitud solemne, con la gran barba que amparaba unos ojos serenos de victoria final. A los dos saludo con un «buenos días» o «buenas noches» en las horas en que me levanto o me acuesto. A la Virgen la he advocado como Nuestra Señora del Dios Pequeñito, que es el Dios de la justicia y la inocencia omnipotente, y a Marx le agradezco su paternidad sobre todos los trabajadores, pues fue él quien primero reconoció, a ciencia cierta, la propiedad única del trabajo creador de la riqueza por los trabajadores, que es por tanto reconocer al legítimo propietario del mundo, cosa que tanto olvidan muchos conductores sindicales y políticos progresistas, amortizadores de la batalla contra el último capitalismo.

En estos días me consuela no obstante que el Sr. Puigdemont me recuerde la paralela aventura de Edmon de Valera, que llegó a proclamar la libertad de la República irlandesa en uno de sus exilios norteamericanos. La decisión fue seguida de sangrientas represiones de Londres que, dada su inutilidad, llegó a instalar a Irlanda en la calidad de Estado asociado, cosa que De Valera no admitió tampoco como definitiva fórmula del soberanismo inglés. La libertad tiene un precio en sacrificios y tiempo, sobre todo en épocas como la presente, que está pendiente de una soga hecha con legalidades tan pobladas de normas que no hacen sino denunciar la ilegitimidad moral del poder que las dicta. Ciertamente he de recordar también que el inolvidable primer presidente de Irlanda libre tuvo que luchar con algunas retaguardias suyas tentadas por un poder concedido desde la Corona inglesa. De la tentación lo más peligroso son siempre la migajas que esparce el tentador. La libertad la logran siempre los pueblos que  instalan con firmeza en su alma la figura del dios pequeño.

Lo más preocupante de lo que está sucediendo en España sobre la pretensión de independencia de Catalunya es que la represión que se está llevando a cabo demuestra la incapacidad histórica española para ejercer un pensamiento mínimamente modernizante, como es, aunque para desgracia de los trabajadores, el neocolonialismo, forma de seducción de muchas mentes simples. Pues bien, Madrid no entiende el neocolonialismo sino que sigue ejerciendo el colonialismo puro y duro, como ha patrocinado la Corona borbónica desde 1767, fecha en que Carlos III presiona al Papa Clemente III para que disuelva la Compañía de Jesús, que ha establecido la llamada República Jesuítica del Paraguay, que defiende a los indios frente a los encomenderos de indígenas. De esta República no es momento de hablar –aunque valiera para destruir la máscara de «liberales» del Sistema, como Salvador de Madariaga, que defendió ese invento, liberales que abundan en el retrofranquismo–, pero sí hay que recordar que las residencias de la orden ignaciana fueron cercadas un amanecer por los soldados, método que de alguna forma recuerda el comportamiento de los cuerpos policiales españoles en las tierras catalanas. Ni siquiera de neocolonialismo es capaz España. ¿Qué han de hacer, pues, los catalanes? Sostener su decisión de libertad, porque esa libertad la necesitamos todos los españoles para poner en marcha otras cosas de profunda dimensión social.

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