Antonio Álvarez-Solís
Periodista

La medida del país

Me temo, pues, que el país no va a cambiar sus pesos y medidas después del 20 de diciembre. Es más, esa fecha
fijará el nuevo camino para más recortes salariales y en los servicios sociales y culturales, pues de algún lugar ha de salir la reparación que necesitan los presupuestos

Me echo “El País” a la cara y lo primero que capturan mis ojos es una foto en que el Sr. Rajoy sale con paso marcial de la Moncloa entre la custodia de honor formada por dos guardias civiles que parecen uniformados para una película de “Sisí emperatriz”. Esto en España funciona. Los españoles de las dos Castillas, de Extremadura o de Murcia y Andalucía suelen admirar un buen desfile o el trasiego con que se construye una carretera. Son dos formas de pasar el rato en un tierra en la que hay tan pocas cosas que hacer.

Con esa realidad al fondo, la campaña electoral del presidente es irrelevante en sus imágenes e irrisoria en sus ideas. Sus movimientos son agónicos, como quien busca la puerta secreta para la huida. Cambia la vela cada diez minutos buscando la ola suave. Cuando se negó a participar en el encuentro televisivo con los líderes de la oposición alegando que estaba en Bruselas velando por la salud del planeta le faltó tiempo para regresar de modo fulminante a Madrid para dedicar una hora a Pedro Piqueras en una entrevista en que se unieron la dificultad para hablar que sufre el Sr. Piqueras, que lamento mucho, con la llamativa imposibilidad para componer imágenes intelectuales que caracteriza al presidente del Gobierno. Las preguntas no tenían esqueleto y las respuestas carecían de pulsaciones. Fue una hora entre dos personajes que podían estar perfectamente muertos. Lo siento por Piqueras. Hay cosas que cuando se tiene una larga carrera detrás no deben aceptarse.

Lo de Bertín Osborne fue aún peor. Yo siempre sentí aproximación afectuosa a este viejo muchacho –que incluso abrillanta sus canciones con su admirable vida familiar– hasta el momento en que llevó al plató de su casa al político más insustancial y confuso que ha dado el tardofranquismo, incluyendo a vendedores de segunda mano como Felipe González y José María Aznar. Dos árboles enanos en el falso jardín político de la Moncloa.

Todo lo anterior quedaría incompleto si silenciase mi tribulación por el periodismo que está sirviendo a este momento español donde la corrupción moral y política ha podrido hasta el diccionario. Ni entrevistas decentes, ni voces templadas –el plató suele transformarse en el guirigay escénico que tanto criticaba un ilustrado como Jovellanos– ni la más mínima ayuda a un lector confuso para que entienda lo que nos pasa –en eso consiste la verdadera información–, ya que, como decía el Sr. Ortega y Gasset, «a los españoles nos pasa que no sabemos lo que nos pasa». Yo pondría papeles por las esquinas con un Wanted para encontrar a Franco, que aparece y desaparece como la isla de San Borondón, pero que sigue entre nosotros.

Ahora, tras la programada y condenatoria votación del Tribunal Constitucional, que ha anulado por unanimidad la prologal declaración independentista del Parlament de Catalunya, el Sr. Rajoy –que anda por ahí chupando ancianas de la vieja España, con un desdén episcopal– ha vuelto a exhibir su mantra ideológico de que «todos los españoles somos iguales ante la ley y nadie está por encima de ella». Para el Sr. Rajoy la ley funciona como un simple parapeto. Es cierto que cada ciudadano singular y en cuanto a sus negocios o circunstancias cotidianas como persona está en igualdad de ley con sus compatriotas, pero como parte de un pueblo y sustancia del mismo ese ciudadano es el «todo» vital, el fiat que decide desde el principio qué clase de sociedad quiere vivir, qué patria quiere tener, que ámbito de libertad pretende, lo que, como consecuencia, le convierte en creador de ley, que legitima con su renovada adhesión o la desestima al correr de la historia. La ley está hecha para el hombre, no el hombre para la ley. Si el Sr. Rajoy fuera cristiano sabría que Cristo era un observante piadoso de la ley judía mientras la necesidad del hombre no demandase otra cosa. De ahí la bienaventuranza de «benditos sean los que padecen persecución por la justicia». Como los catalanes en esta hora de tribulaciones y combate.

El Sr. Rajoy debería hacer un esfuerzo, que entiendo que en él puede ser titánico, para comprender que la creación, en todos sus sentidos, constituye una mecánica ininterrumpible y que la historia no está decidida y guardada para siempre en un corralito que custodian los engalanados gañanes de los mismos dueños.

La decisión del Constitucional no ha hecho sino aflojar el grifo de la simpleza intelectual española, incluyendo a los magistrados de la institución, que vuelven a mezclar la legalidad con la legitimidad de las instituciones del Estado, de cuyas dos dimensiones hacen una bola indigerible, ya que lo legal, o formal, es sobrepuesto a lo legítimo o moral, base germinal de toda norma. Está claro, una vez más, que el discurso intelectual o político alcanza en España hasta que llega el clásico oficial de justicia con el documento concluyente de prisión o suspensión. Dice la tradición que el Parlamento inglés puede hacerlo todo, menos cambiar a un hombre en mujer. Pues entre nosotros basta con un decreto ley.

A mí me aterra, como resumen de todo lo que voy diciendo, que en este país puedan llegar al gobierno muchachos como Albert Rivera –que sugiere una herencia de los chicos guerreros de la JAP de Gil Robles: «Nos espera el laurel de la gloria/ porque está con nosotros la historia/ con nosotros está el porvenir»–, y ¡zas!, otra vez Franco; chicos que embuten todo su saber y voluntad de gobierno en el sueño de Alejandro contra los persas. Chicos cuya sección femenina, con la Srta. Arrimada al frente, reza para que el bombardeo previsto les salga bordado.

Supongo que a la vista de la ciaboga súbita con que la mayoría de nuestros medios informativos han cambiado el rumbo de las más recientes predicciones electorales –¡deprisa, deprisa, que la cosa no tiene espera!–, está en puertas un gobierno del Partido Popular con Ciutadans en el Ministerio de Fiestas Patronales, lo que conservaría la ranciedad de la sociedad española ante cualquier intento de innovación. No hay nada tan eficaz para mantener esa ranciedad en España como soltar la turba de jóvenes que suele formarse en derredor del marcial poder español tan pronto como este hace sonar la alarma de posibles masas en movimiento antisistema, lo que le mueve a emprender una nueva recuperación del pasado. España está hecha de tierra reseca, obreros en paro –ahí están las estadísticas– y baile en capitanía. Mientras, los que miran desde abajo admiran, ese gran deporte nacional forrado de rencores.

Me temo, pues, que el país no va a cambiar sus pesos y medidas después del 20 de diciembre. Es más, esa fecha fijará el nuevo camino para más recortes salariales y en los servicios sociales y culturales, pues de algún lugar ha de salir la reparación que necesitan los presupuestos públicos tras haber sido «estafado» el Gobierno por los bancos a los que refinanció tan artera e inútilmente Madrid o volver a darle una mano de estuco a la ruinosa fachada del fondo de pensiones de la seguridad social por el que entró con avilantez, merecedora de ser juzgada por los tribunales, el Ministerio de Hacienda. España está destruida. Y en tal situación no constituye una deslealtad constitucional que dos pueblos como Catalunya y Euskadi quieran hacerse cargo de sí mismos para ensayar otro camino de vida. No solo lo demandan catalanes y vascos, sino la misma razón, que es la primera víctima de las distintas leyes mordaza –porque hay más de lo que suponemos– que han impuesto a España sus sucesivos gobiernos coloniales.

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