Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La necesaria sencillez

El autor del artículo se refiere al debate sobre el nacionalismo, a los argumentos de quienes lo consideran perjudicial, como el que asegura que es contrario a la dinámica globalizadora. Sin embargo, Alvarez-Solís resalta un factor que está cobrando fuerza en el mundo: «el aumento rápido y enérgico de las poblaciones que desean volver a políticas próximas, economías también próximas y a culturas identitarias que conllevan la resurrección de la armonía interna de muchos pueblos» ante el imperialismo que la globalización supone para esas poblaciones.

Ultimamente fluye una multitud de papeles con las ideas más diversas acerca del nacionalismo, sobre su sustancia y posibles configuraciones políticas. Se plantean cuestiones graves respecto al contenido y el límite del nacionalismo, de su ejercicio y de su carácter interior como estricta cultura o de su alcance ante terceros como acción pública. Pese al reparo que pueda hacer a algunas posturas me alegra este florecimiento de ideas. Supone tal lozanía una prueba más del beneficio social que supone la libertad de pensamiento, tan perseguida, no obstante, cuando roza hueso. Ante esa libertad, de efecto tan simple cuando la manejan simples, repito que es preferible correr el riesgo de escuchar alguna tontería a hundirse en el silencio producido por la opresión intelectual o política. Ortega llegó a decir, escalando audazmente la paradoja con su talento, que prefería un criminal a un bobo, ya que el criminal actúa como tal durante un tiempo puntual muy limitado y el resto de su tiempo lo usa con el ingenio que se presupone en un cerebro capaz de lo diabólico, mientras el bobo lo es las veinticuatro horas, con lo que el daño social que puede producir es potencialmente inmenso. Esta teoría es fácilmente verificable en la política actual.

Pero llegados aquí, aunque sea como consolación primaria, entro en la consideración de esos papeles para decir de ellos que muchos de sus autores huyen de la claridad en las conclusiones por no aceptar el nacionalismo cierto y limpio que contradice su afán de verticalismo centralista, que es al fin lo que les complace. No se deciden a condenar el estatalismo dominante, que es lo necesario a fin de dar paso a la plenitud política que demandan los nacionalismos directos, ya sea el catalán o el vasco en nuestro caso.


Leí con mucho y sincero interés tesis, mayoritariamente socialistas, que se empeñan en que el nacionalismo no conlleva necesariamente una aspiración de poder político completo, o sea, soberano, sino que basta con que contenga un sentido total de nación, algo así como una fotografía de sí misma, a lo que dan un aire de plenitud tan complicado como inútil si se trata de ejercer el poder máximo, o sea total, a que una nación normalmente aspira. Hablan incluso de construir con robustez y primariedad Euskal Herria como pura territorialidad a fin de reunir a todos los vascos sorteando los propósitos ideológicos que puedan separarles. Así, estiman edificada la nación como base amplia para, en todo caso, progresar en el futuro hacia horizontes más amplios y radicales. La teoría puede ser brillante, pero resulta estática y con tendencia a regresiones, como sucede con todo lo inmóvil aunque sea por un tiempo dado.

Supongo que esa idea de un nacionalismo que aspire ante todo a fraguar lo nacional como figura suficiente sería perfecta considerando solo razones de espacio, pero no de tiempo. Y en política, sobre todo en una política de urgencia como debe ser actualmente la política necesaria frente a las tesis globalizadoras o aniquiladoras de lo singular, el tiempo es el factor esencialmente dinamizante. Una Euskadi independiente constituiría un polo de atracción que operaría con intensidad sobre Nafarroa y el País vasco-francés. Es más, una Euskadi independiente cambiaría las relaciones con Madrid y París al someterles al hecho dado de unos vascos ya soberanos. Incluso los que no aceptan en Euskadi la posibilidad de esa independencia en solitario y hablan del riesgo de una división preocupante de la sociedad vasca en dos mitades encontradas al procesar esa soberanía habrían de seguir haciéndolo dentro de un marco ya soberano, lo que cambiaría el esquema formal y la potencia del debate. La soberanía es un hecho totalizante que fuerza una distinta estrategia y táctica de las partes en cuestión. No es lo mismo ser «más» nacionalista dentro de un estado dominante que ser nacionalista en el interior de una nación ya poseedora de sus totales armas políticas.


En este debate no se puede, empero, ignorar que quienes se oponen a priorizar la independencia sobre cualquier otro esquema más laxo para proteger el problema identitario alegan que lo hacen apoyándose en que el acceso abrupto a la soberanía radical de las naciones sin estado es regresivo, ya que va en contra de la actual dinámica de la globalización, que definen como un progreso notable en la elaboración de una ciudadanía universal. Entramos, pues, en otra fase dialéctica acerca de la globalización y el regreso a esquemas nacionales.

Creo que uno de los factores que están cobrando fuerza en el escenario mundial consiste en el aumento rápido y enérgico de las poblaciones que desean volver a políticas próximas, economías también próximas y a culturas identitarias que conllevan la resurrección de la armonía interna de muchos pueblos. La globalización supone para estas poblaciones un imperialismo cada vez más explotador y despótico. El regreso a una proximidad que nos resitúe ante nosotros mismos como realidad fundamental y convincente constituye, a mi modo de ver, el camino para devolvernos nuestro valor íntimo y acogedor como nación. Más aún, la toma de decisiones estratégicas en economía, en educación y en otros aspectos vitales de la existencia no es posible mientras lo nacional carezca de la gran palanca de la soberanía. Se debe añadir a lo anterior que la restauración de los valores morales y espirituales que hasta el próximo pasado han dotado de sentido a la existencia resulta impracticable si no se hace desde el propio espíritu nacional, ya que esos valores no funcionan de modo abstracto, en un universo sin fronteras asumibles por el hombre concreto. La universalidad de muchos de esos valores, que no discuto, funciona desde lo próximo; son valores «en» y «para». El hombre tiene una plasticidad limitada para operar eficazmente sobre la vida. No hay hombre universal, sino hombre que aspira a la universalidad desde su posible y limitada acción doméstica. Esto puede afirmarse incluso respecto a la pretensión espiritual que impregna lo religioso. Escribe de ello con mucha pulcritud José Antonio Merino en su obra “Espiritualidad franciscana” cuando dice: «El Dios que concluyen las pruebas bonaventurianas no es un principio abstracto de inteligibilidad, sino el Dios al que rezan los hombres». Y cada cual reza en su lengua, desde su horizonte nacional y con fines muy personificados en lo particular y en lo nacional. (Dado el ambiente airadamente laical en que vivimos, quiero aclarar respecto a las anteriores líneas, una vez más, que lo religioso en mí –y los vascos entenderán perfectamente lo que digo, ya que constituyen un pueblo muy sacramental: los árboles, las aguas, las cumbres…– supera ampliamente la reductora crítica de antieclesialidad que se me pueda hacer).


En suma, quizá todo lo escrito aquí y ahora pueda resumirse en una petición, tan amical como sincera, de que ante el hecho nacionalista han de aportarse los argumentos con la máxima sencillez. El concepto de nación es plenamente cultural, de lo lingüístico, tan esencial, a lo expresivamente étnico en las costumbres y las ópticas fundamentales. Y el hombre es básicamente cultura nacional. Por tanto, cuando reclama el pleno poder político lo hace para vivir esa cultura con todas sus consecuencias. Dar vueltas a eso sólo sirve para interferir una manifiesta y muy clara conciencia acerca de lo que realmente somos y deseamos; dilatar con el ánimo, muy posiblemente, de salvar intereses y situaciones a las que hay que acercarse con el candil de Diógenes. Los vascos son vascos, son poder vasco. Luchan por ese poder. Seamos sencillos.

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