Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La pecera

La verdad, tal como él la concebía, nacía de la investigación científica desinteresada. Todo lo demás era ideología. Por eso había que restringir rigurosamente el alcance del debate público… Este era a lo sumo una desagradable necesidad. No era la esencia de la democracia sino su principal defecto.

Si hay o hubo alguien capaz de conocer la relación profunda que, para bien o para mal, existe entre periodismo y democracia ese fue Walter Lippmann. Columnista eminente en la prensa norteamericana, intelectual empapado por la filosofía pragmática que ha conformado férreamente el corazón ideológico de los Estados Unidos, asesor de varios presidentes republicanos de la época de los Bush, Nixon, Reagan o Johnson, sentó este principio que hoy asume con rigor, aunque zafiamente, el presidente Trump: la democracia no significa que el pueblo se gobierne a si mismo. Así nos traslada este aserto radical de Lippmann el profesor de historia en la Universidad de Rochester Chris la traición a la democracia”. Lasch subraya esta postura por parte de Lippmann para destacar su radicalismo cientifista y tecnocrático, tan arraigado en el pensamiento americano: «El pueblo no es competente para gobernarse y ni siquiera le preocupa hacerlo. La gente estaría contenta de dejar el gobierno a los expertos, que facilitarían los bienes, la creciente abundancia de comodidades y recursos tan estrechamente identificada con el modo de vida estadounidense». El problema es que esta deshumanizada, pero aceptada visión de los americanos sobre el valor del autoritarismo, se ha extendido con intensidad a las sociedades europeas mediante una globalización que recrea con crueldad extrema un coloniaje intelectual autosustentante apoyado por unos medios de información entregados mayoritariamente al Sistema. Estamos, pues, ante la más dramática justificación de las dictaduras de hecho en países cuyos dirigentes se reclaman como encarnación ejemplar de la voluntad popular. Hay algo particularmente doloroso en esta situación: el apoyo creciente a esta farsa por parte de los tribunales de justicia. La connivencia de la judicatura con los legisladores conforma en muchos casos un panorama letal.

Pero profundicemos un poco más en la cuestión del papel del ser humano en su propia existencia con la lectura de este párrafo de Lasch que desvela las consecuencias de este neocolonialismo intelectual y económico que, según Lippmann, convierte la vieja máquina del cerebro humano en una pura herramienta de observación practicada pasivamente desde una pecera en el interior de la que el supuesto ciudadano vulgar cree participar en la marcha del mundo: «Lippmann argumentaba que las raíces de la teoría democrática se hallaban en circunstancias sociales que ya no existían. Presuponía un ciudadano omnicompetente, un sabelotodo que sólo podría encontrarse en una comunidad simple. En el entorno amplio y científico del mundo moderno el antiguo ideal de la ciudadanía «inventora» estaba obsoleto. Una sociedad industrial compleja requería un gobierno por funcionarios que, como ya no era posible ninguna forma de democracia directa, deberían guiarse necesariamente o por la opinión pública o por el conocimiento de los expertos. (Pero) la opinión pública no era fiable porque sólo podía unirse en torno a eslóganes e imágenes simbólicas. La desconfianza de Lippmann respecto a la opinión pública se basaba en la distinción epistemológica entre la verdad y la mera opinión. La verdad, tal como él la concebía, nacía de la investigación científica desinteresada. Todo lo demás era ideología. Por eso había que restringir rigurosamente el alcance del debate público… Este era a lo sumo una desagradable necesidad. No era la esencia de la democracia sino su principal defecto, que sólo se producía porque, desgraciadamente, el conocimiento disponible era limitado. Lo ideal sería que no hubiera debate público en absoluto. Las decisiones sólo se basarían en patrones de medida científicos. La ciencia se abriría paso entre los confusos estereotipos y eslóganes, entre los hilos de la memoria y la emoción que mantenían atado al administrador responsable… El papel de la prensa consistía en trasmitir información no en fomentar la discusión».

Cuesta admitirlo, pero la castración de la inteligencia comunitaria, que supone asimismo la aniquilación de la inteligencia personal por defecto de dialéctica, es la tarea fundamental a que está entregado el poder que contiene el Sistema ¿Razón de esta monstruosidad? El miedo abismal a que la vida resucite de su sepulcro y devuelva al mundo su verdadera razón de ser: la soberanía colectiva de la tierra, tan quebrantada a lo largo de la historia. Curiosamente esa desposesión duele más agudamente en las épocas denominadas de modernidad y de progreso, como la actual. En una palabra, se ha vuelto a despojar con ira al «uomo qualunque» de sus deseos más poderosos –la libertad, la justicia, su pequeño bienestar– para convertirlos en mercancía del poder minoritario. Y de esta forma la vida la se ha convertido en un producto teratológico.

Sé que esto que afirmo como miembro de la gran masa social tratará de destruirlo la tortuosa inteligencia custodiada en la caverna del Sistema, pero el ser humano se recompone con el estímulo del sufrimiento, que opera como una oración. Frente a los saberes pasajeros de las élites, aterradas íntimamente en estos días cruciales, de ahí su crueldad en la acción social, está sobre escrita la sabiduría del colectivo, que no es una atribución humana más derivada de la evolución sino la misma y radical sustancia del existir; el enigmático estímulo con que queremos «otra cosa», otra manera de existencia. Y esa sabiduría conoce la  respuesta vivificante a pesar del riesgo en cada momento. Es cuestión fe reavivar el protagonismo de lo justo. La esencia humana no está hecha, por fortuna, de simples materiales consumibles sino de permanente voluntad de ser. Y eso, justamente eso, es lo que, a mi entender, conserva la energía renovable, tras un largo periodo de adormecimiento, para abordar la reacción que cauterice la gran herida inferida a la humanidad. Pero conviene hacer una precisión sobre el asunto: son «ellos» los que con sus procederes criminales justifican la paradoja de una posible violencia para recuperar la paz. 

A estas alturas del drama que vive la humanidad en todas sus dimensiones ya no es admisible un discurso que contenga promesas cada vez más vacías de propósito verdadero. No se trata de corregir sino de sustituir. El lenguaje intercambiable se ha agotado. La humanidad no puede seguir canjeando su potencial creativo por una ciencia contaminada. La ciencia, en muchos de sus aspectos, no debe anteponerse al hombre sino volver a servir sus ambiciones fundamentales de justicia y libertad. Recuerdo al respecto una frase del presidente De Gaulle cuando frenó en seco la advertencia de uno de sus ministros que le advertía del peligro de no contar con la debida logística para realizar lo que le pedía el presidente: «Mi general, no podremos meternos en eso sin aprestar primero la necesaria intendencia para culminar la operación. Usted, como militar, lo sabe perfectamente». De Gaulle miró al ministro desde la proa prepotente de su gran nariz y sentenció: «Haga usted lo que le digo, hágalo con urgencia y no se preocupe de otras cosas. La intendencia ya seguirá». Yo no soy seguidor de prepotentes, pero en aquella ocasión, tras la independencia de Argel, un general sublevado seguidor de los «pieds noirs» estaba calentando motores para iniciar la marcha sobre un París que hacía pocos años había recuperado la calle para el pueblo francés. Lástima que aquella reacción popular francesa no haya encontrado, al menos por ahora, una expresión adecuada en pro de la democracia.

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