Aster Navas
Director de Burdinibarra BHI

La que está cayendo

Han pasado siglos pero no, a grandes rasgos no hay apenas diferencias. Seguimos enfermando, encomendándonos a la suerte, a merced de la fatalidad, del abandono de las autoridades.

«Cuidado: caen ángeles». Ese era el cartel que durante los primeros años de la década de los setenta del siglo pasado se podía leer al pasar junto a la basílica veneciana de Santa Maria della Salute que, por fin, comenzaba su restauración. Al parecer (según cuenta John Berendt en "La ciudad de los ángeles caídos") los querubines de piedra blanca de Istria se tambaleaban en su fachada abandonada y eran un peligro real para los viandantes; más de uno habría perdido el equilibrio y, contradiciendo, su condición espiritual, se habría desplomado. De ahí el aviso a navegantes, la advertencia tan literaria, tan lírica –parece un verso– del capellán o de los carabinieri. A veces los mayores hallazgos literarios están fuera de las bibliotecas pero nos cuesta reparar en ellos.

Esa iglesia había sido la solución que, a falta de vacunas, encontraron los habitantes de la Laguna para implorar primero y agradecer después al Cielo el fin de la peste de 1630 que diezmó literalmente a la población. Llevaban peleando –por si nos consuela– con el bacilo desde 1403. A los enfermos de las sucesivas plagas los confinaban en la isla de Lazzaretto Vecchio. Resulta llamativa la etimología de la palabra enfermar. Del lat. infirmo, infirmare. Perder (in-firmus) a fin de cuentas, firmeza, solidez, consistencia; de nuevo la palabra de marras, «caer».

En aquella Venecia renacentista la epidemia no los hizo mejores pero «cayeron» como potencia comercial y se plantaron de la noche a la mañana en el Barroco; no sólo como estética sino –y sobre todo– como estado de ánimo. A nosotros el covid tampoco nos ha hecho mejores pero ha acelerado tratamientos basados en el ADN mensajero que suponen una nueva forma de entender nuestro cuerpo y, lo más importante, por fin hemos «caído», reparado en «los otros» y hemos tomado conciencia de la reciprocidad; lo que me ocurra a mí influye en el que tengo al lado y viceversa. Hemos reinventado el miedo pero también la complicidad para sortear «la que está cayendo».

Cruzando el Ponte dell’ Accademia o el degli Scalzi comprendemos que Venecia es una ciudad atemporal, insólita. Eduardo Mendoza en "La isla inaudita", De Prada en "La tempestad" o Donna Leon en "Muerte en la Fenice" describen muy bien ese dédalo. En aquellos canales laberínticos la desinformación se aliviaba con supersticiones. Nuestros canales, nuestros móviles están, por el contrario infoxicados. Tanto el silencio como la infodemia provocan estampidas y nos colapsan emocionalmente como individuos.

El historiador Volker Reinhardt en una entrevista concedida a un suplemento dominical explica perfectamente estos y otros paralelismos; algunos especialmente curiosos. En un tono más divulgativo Nuño Domínguez subraya esa misma simetría en "El País".

Me viene todo esto a la cabeza al escuchar las desbocadas cifras de contagio y de incidencia acumulada de estos días, al ver las colas en las farmacias, las conversaciones recurrentes, las cábalas sobre ómicron. Han pasado siglos pero no, a grandes rasgos no hay apenas diferencias. Seguimos enfermando, encomendándonos a la suerte, a merced de la fatalidad, del abandono de las autoridades. El paisaje que se contempla desde el puente sigue siendo el mismo.

Seguimos «cayendo» y, para cuando conseguimos incorporarnos, el mundo es otro.

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