Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Las adicciones

El Sistema trata de deteriorar y con toda la energía la imagen de las vanguardias
presentándolas como un sector político de alumbrados que está elaborando su
propio mercadillo. Pero existe una evidencia histórica a la que hay que entregarse con todos los riesgos imaginados: sin vanguardias no hay revolución y se convierte en imposible la edificación de lo «otro»

Hablo con persona muy impuesta en todo lo que significa algún tipo de perturbación psicológica acerca de las adicciones o dependencias que impiden al individuo un razonable comportamiento o un discurso equilibrado. Vulgarmente se acepta como adicción lo que se refiere al consumo de drogas, ya sean naturales o de diseño, con las que se persigue una liberación respecto a la normalidad, que tantas veces es adusta y desagradable.

Crear una realidad virtual que nos aleje de la realidad habitual que nos atosiga es ambición muy extendida en el mundo actual, que está profundamente deteriorado por carencia de puntos de fijación –los manoseados valores– ya sean morales o sociales. Es decir, casi siempre que alguien se refiere a la drogadicción y sus adicciones limita su reflexión a aquellos consumos que alteran gravemente la fisiología y producen patologías muy graves. Pero hay otro tipo de adicciones asimismo muy enajenantes que rebasan el impacto individual hasta generar alteraciones masivas en la convivencia. Por ejemplo determinadas adicciones políticas que producen en el afectado una adhesión ideológica perfecta-mente irracional dado el status del drogado.

Tomemos como referencia de lo que digo la inclinación a la derecha por parte de muchos trabajadores. Los expertos en ciencia política conocen esta adicción bajo el nombre de alienación. Marx creía, para resumir de urgencia, que el capitalismo generaba una alienación que ofuscaba la razón individual hasta el punto de que el trabajador que contraía la «dolencia» llegaba a cavar su propia sepultura social. Era un trabajador que dependía de un consumo de ideas que le liberaba de verse así mismo tal como miserablemente existía.

Pienso que desde Marx a nuestros días este tipo de afección no sólo no ha desaparecido sino que se ha agravado con un ritmo exponencial. El trabajador actual, que ha perdido la práctica de la dialéctica, tiende a permanece drogado por sus explotadores las veinticuatro horas del día. La droga que ingiere cotidianamente es lo que denominamos Sistema, una droga a la que se puede calificar de diseño.

El capitalismo opera como un dogma, esto es, se ha instalado en una credibilidad acrítica merced al brillo que muestra su elevado escenario social y a la oferta fácil de sus dos principales productos, uno individual; el otro, colectivo. El individual sostiene que el triunfo es únicamente fruto del propio esfuerzo. El colectivo asegura que sólo en el seno del Sistema se genera la energía que abastece de riqueza a las sociedades. Es más, como todos esos dogmas que atraen con su fulgor, el capitalismo siempre se muestra como un fruto maduro en si mismo y rehuye la explicación de su proceso histórico. Según sus creyentes no hay un proceso inhumano del capitalismo sino  un puro acontecimiento de parto con las lógicas e inevitables molestias del hecho. Más aún: se ha expandido la sospecha de que los individuos condenados a tirar del vehículo capitalista no son víctimas sino gente con una dimensión intelectual naturalmente escasa o gente que no ha querido arriesgar mayor esfuerzo en la contienda social. Este discurso suele redimir al capitalismo de su sustancia moral explotadora, que es negada siempre a cal y canto.

El capitalismo es, por todo lo que acabamos de indicar, profundamente adictivo. La adhesión al mismo dimana de su consumo masivo durante una larga serie de años, en torno a los dos siglos y medio, durante los cuales se ha perfeccionado hasta el fascismo. Una parte sustancial de los trabajadores ha decidido consumir capitalismo acuciados por una sensación de irremediabilidad y de liberación de todo esfuerzo crítico. En el marco del consumismo desaforado que nos destroza, el consumo ideológico de capitalismo es quizá el más importante.

Para muchos trabajadores el capitalismo encierra una evidente comodidad intelectual y por ello, todo lo más, se limitan a reclamar de sus dirigentes una serie de mejoras epidérmicas del Sistema. Algo así como un tratamiento temporal de sus excesos. En consecuencia, sus protestas suelen ser limitadas en el tiempo y el espacio. De acuerdo con este panorama, los narcotraficantes del capitalismo convierten esos excesos suyos en un trastorno puramente limitado del Sistema y en consonancia con esta postura disponen sus medidas correctoras, a las que con tono doliente califican de audaces y transparentes. Todavía más, ante este clamor de los trabajadores incluso proceden, si el murmullo de la queja es ya muy audible, a la sanción de los infractores del orden capitalista. Con ello la calle suele retornarles su confianza y la máquina sigue funcionando.

Las adicciones de este carácter colectivo se parecen a las adicciones individuales en que producen una gratificación anestesiante. Incluso refuerzan en el fondo de la sociedad maltratada un orgullo bastante intenso de pertenecer a un colectivo brillante y eficaz. Como sucede a los drogadictos, los trabajadores sumidos en el capitalismo y muy afectados ya por la impotencia correspondiente, no se detienen ante el espejo para juzgarse a si mismos.

En los últimos años se ha llegado en los ciudadanos descabalgados de toda justicia social a protagonizar un constante menosprecio de los llamados «rojos», que tratan de redimirlos. Es obvio que en el adormecimiento de la sociedad ha jugado un papel decisivo una espesa capa formada por políticos mecánicos, por educadores y enseñantes sin capacidad alguna de pensamiento, por conglomerados de la información, por prebostes de las distintas iglesias, por divinizados conductores de las nuevas tecnologías, por colectivos de la ciencia contaminada por el dinero, por deportistas reducidos a mercancía de lujo y por todos aquellos que, con renuncia de la libertad y de la democracia, se han acomodado en el seno caliente que ha fabricado el Sistema. El resultado es una sociedad beocia y con una triste entrega a quienes proceden al abuso perverso de las mejores dimensiones humanas.

Pero de ahí va a surgir el remedio a tan lamentable periodo histórico. Como en la historia de todos los drogadictos hay una hora en que el alienado entrevé su propia vida destruída. Y hay que aprovechar esa hora antes de que el intoxicado regrese a su antro interno.

Situados ya ante esa oportunidad conviene cavilar sobre el papel que han de jugar las vanguardias que reclaman un renovación total de la sociedad. El Sistema trata de deteriorar constantemente y con toda energía la imagen de las vanguardias presentándolas como un sector político de alumbrados que está elaborando su propio mercadillo. Los alienados también arrojan leña a esa hoguera. Pero existe una evidencia histórica a la que hay que entregarse con todos los riesgos imaginados: sin vanguardias no hay revolución y se convierte en imposible la edificación de lo «otro».

Los vascos saben con certezas repletas de dolor –y escribo desde la proximidad para huir de las abstracciones– cómo el Sistema ha movilizado todos los medios de coacción, engaño y destrucción de esas vanguardias. De ellas se ha predicado la marginalidad, la absurda egolatría, los excesos radicales, la ausencia de visión respecto a la realidad. La habilitación masiva del concepto de terrorismo tiene evidentemente este propósito de aniquilación de las vanguardias. Pero las vanguardias empiezan a tejer otra vez su tela para continuar la vida en sus mejores dimensiones de nobleza moral y libertad.

Porque eso sólo está al alcance de los revolucionarios.

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