Ley y norma
La verdadera Catalunya seguirá dando bocados cada vez más poderosos a la historia española de bandera, tricornio y «oé oé».
La pobreza o debilidad intelectual que caracteriza a nuestra época ha determinado la práctica desaparición de la filosofía en su expresión más profunda, que ha sido substituida por un puro juego de lógicas epidérmicas o de averiguaciones lingüísticas. La investigación del ser, con todo lo que representa para determinar la trascendencia de la vida, ha declinado en un logicismo retórico que funciona con un solo objetivo: dar aspecto de pensamiento sólido al anarquismo de las ideologías validadas audazmente por el poder pragmático. Esta restricción de la filosofía esencial o filosofía de lo trascendente ha determinado la creciente hibernación y aún peligro de muerte de los valores morales o normas que, todo ha de decirse, siguen sustentando, mal que bien y desde un plano empobrecido, el despreciado papel histórico del espíritu. Los conflictos políticos o sociales, por ejemplo el trabado entre Catalunya y España, se resuelven o tratan de resolverse no mediante el empleo de la razón moral sino por medio de la simple potencia fáctica del agresor, que se sirve, además, de un revoltijo elemental del lenguaje y sus significados. En ese conflicto tanto el Gobierno español como sus largos brazos judiciales, administrativos y político-militares han resuelto su victoria mediante la conversión en un solo sujeto operativo de la norma y la ley, a la que se da preeminencia absoluta. Esta cínica maniobra obvia que no deben confundirse o fundirse nunca lo legal y lo normativo sin arruinar el pensamiento moral ante el bajo materialismo generado, por ser la ley sólo instrumento para «estar» y la norma un producto esencial para «vivir». Confundir ambas realidades –existir y ser–, repito, produce siempre como resultado perverso la tiranía, que en política destruye la horizontalidad democrática y restaura el verticalismo autocrático. No hemos de obviar que la ley es movida casi siempre por un núcleo represivo que ampara al poder en sus diversas y temporales expresiones, de ahí su aleatoriedad, en tanto que la norma es ingénita e inductiva de valores morales que hallan siempre su expresión concreta en un largo y abierto proceso de convivencia.
Respecto al conflicto que nos ocupa ha de destacarse que el carácter represor que yace en la legalidad manejada por las instituciones del Estado es claramente perceptible en el lenguaje amenazante que emplea, que no aspira a la clásica justicia retributiva tan cacareada –la retribución no tiene sentido en este caso– sino a la bárbara disuasión ante el objetivo de libertad y de soberanía que persigue el nacionalismo catalán. Una libertad y una soberanía convertidas escandalosamente en crimen. No se trata pues, insistamos, de un proceso penal retributivo sino de un proceso de invalidación democrática. En su obra “Más allá de la justicia” escribe sustanciosamente Ágnes Heller acerca de la disuasión: «Hegel vio correctamente que cuando se emplea el principio de disuasión la situación no es el castigo de un hombre libre, sino la contención de un perro con un palo y quien decide quienes son los perros y cuan largo ha de ser el palo son los autodesignados guardianes de este bien común». Y añade Ágnes Heller: «Cuanto menos democrático sea un Estado mayor es la función o valor disuasorios de sus leyes… En estas cuestiones la ley funciona disuasoriamente porque algo va mal en la moral cívica». Es más, la escritora húngara dedica un párrafo especialmente significativo a las reformas que el Gobierno dominante suele ofrecer para conseguir la paz (en este caso hablamos de la cuestión catalana), párrafo en el que sienta «que es obvio el vínculo entre el principio de reforma y el de disuasión, que proyecta una sombra sobre el primero…, ya que el temor (que se atribuye a la disuasión) debiera ser el temor al propio mal que se ha hecho o dolor de conciencia», lo que no es el caso entre los independentistas de Catalunya, que no han generado mal alguno sino libertad e igualdad. Es decir, la disuasión que se proyecta sobre el proceso soberanista catalán constituye una pura y rústica amenaza que al final funciona con retroceso como demuestra que una medida inducida como la expatriación de empresas catalanas hacia Madrid está introduciendo en el Gobierno de la Moncloa el miedo a la catalanización de la economía y de la política españolas, lo que supone ya una presión insoportable sobre el Gobierno de España. Tal desvelan las advertencias de los Sres. Rajoy y Guindos de que las empresas catalanas expatriadas volverán a Catalunya tan pronto como se recobre la «normalidad».
La debilidad española frente a la periferia catalana o vasca se hace patente en la forma en que Vitoria ha negociado el Concierto vasco. Esta situación de incompetencia española ya no podrá compensarse con el esquelético «¡oé oé y a por ellos!» de la calle extremeña, castellana o andaluza. Catalunya y Euskadi generan algo más del 50% del producto interior bruto español. Hasta ahora buena parte de ese dinero financiaba la bambalina española de Bruselas a fin de maquillar la creciente desaparición de España del escenario internacional, pero ahora es posible que las llamadas del Gobierno monclovita a las embajadas significativas se hagan directamente desde las empresas catalanas con despacho preferente en Madrid. A Francia ya le ocurrió algo similar en Argelia, lo que atajó París concediendo la independencia a los argelinos. Por su parte la verdadera Catalunya seguirá dando bocados cada vez más poderosos a la historia española de bandera, tricornio y «oé oé». Yo no sé cómo interpretará el Sr. Otegi, que parece situarse en el fiel de la balanza vasca, estas consideraciones mías, pero Catalunya ha marcado un modo de acción cuyo abandono, forzado o no, reducirá de nuevo la esperanza de libertad en igualdad de poder. Remedios como el raquítico de la federalidad sugerida por los socialistas constituye una trampa saducea, pues nadie puede federarse eficazmente desde la sumisión. El Sr. Sánchez es un gato que no caza ratones.
Conste que para rematar estas apreciaciones afirme que sigo siendo un pugnaz enemigo –o sea, más que adversario– de las globalizaciones y contumelias del neocapitalismo o criptofascismo. La libertad de los pueblos y la verdadera democracia van recociéndose en la olla en que burbujea ya la protesta de los pueblos conscientes de sí mismos. En el interior de esos pueblos funcionan los valores de la proximidad entre gobernantes y gobernados, las sustancias étnicas que autoidentifican, la lengua precisa para designar su mundo con sus típicos contenidos y representaciones, la hermandad inesquivable y el juicio exacto sobre su historia. La nación es todo eso, no el simple vivir «juntos» como leí a un bárbaro autor de emails en un lustroso periódico madrileño; un español que entendía la integridad española como producto de vivir transportados en el mismo vagón del tren de la legalidad. El pragmatismo, que ha demostrado la inútil pretensión de vivir con sólo el menguado valor de lo útil, da los últimos y peligrosos mordiscos propios del tiburón ya en cubierta. Pero la agonía del tiburón fuera del océano del poder es larga y agresiva. Conviene tener esto en cuenta para no caer en el error de devolver el depredador a su medio con la esperanza que le acabe la herida que se le ha inferido. No creo en los milagros, pero sí me preocupan los prodigios, entre ellos el «prodigio» que supone renunciar al empleo de la fuerza existencial generada por la calle, acción que puede transformar al héroe en una droga del sueño. No deseo una historia grandiosa frente al persa, pero soy un apasionado de la voluntad de «los trescientos» ante Jerjes. El futuro de la libertad se ha generado siempre en una voluntad de victoria ante la derrota transitoria. Todo esto quizá no sea más que un sueño de anciano que prepara el laurel en la retaguardia. Pero…