Aster Navas

Lo de Djokovic

Si hace un par de décadas me hubiera tomado cinco minutos para plantar una semilla o un esqueje ya tendría cubierto el trámite del árbol pero, un día por otro, la casa sin barrer.

Lo he ido dejando y me ha pillado el toro. Sí, lo de plantar un árbol. Bueno, para plantarlo no tanto pero es que me gustaría verlo crecer y que la vida (me las debe) me concediera algunas tardes de agosto para disfrutar de su sombra; algunas mañanas de abril.

Sí, debo darme prisa con lo del árbol, porque lo del libro mal que bien lo hemos cumplido. Incluso lo del hijo.

Suscribiría la frase «Hay una sola cosa memorable en mi vida: haber tenido un hijo» con que comienza "Casi inocentes", una novela de Pedro Ugarte que fue llevada al cine y de la que en su momento dijo la crítica que era «una deslumbrante fábula en torno a la paternidad y las relaciones familiares». Se me escapa –resulta tan verosímil– lo de «fábula» pero creo que, al margen del elaborado, magnífico thriller psicológico que envuelve y engarza la historia, cualquier progenitor que lea esas páginas se sentirá identificado con el protagonista: habrá vivido las mismas servidumbres, parecidos conflictos de pareja; habrá sentido idénticas satisfacciones y desasosiegos, le habrán sacudido con mayor o menor intensidad los mismos miedos. Se verá, en definitiva, reflejado en muchas reacciones que, desde fuera, serían difíciles de entender.

Porque la paternidad –me toca escuchar a muchos padres– incluso nos ciega: tomemos, por lo que tienen de mediáticas, las surrealistas declaraciones del de Djokovic: ha llegado a comparar a su hijo con Jesucristo y Espartaco. Imagino –quiero pensar al menos– que el tenista, que debería de tener un poco más de criterio, no habrá sabido dónde meterse. Aunque visto su comportamiento reciente, su gestión del fracaso en público y en directo durante las olimpiadas, a uno le asalta la sospecha de que sigue siendo un adolescente en el sentido literal del término.

Resulta llamativo cómo las palabras se van cargando, a veces envenenando, semánticamente. En latín «adulescens» significaba simple y llanamente «el que todavía está creciendo». Sin más. Ese período culminaba sobre los veinticinco años al convertise en «adultus». Hoy, sin embargo, la «adolescencia» nos resulta muy connotativa: en esa etapa (por otro lado tan llena de oportunidades porque en ella se configura la identidad personal) se nos cuela en casa un extraño. Explica muy bien esa tesitura con un sentido del humor balsámico Michele Serra en "Los cansados". La obra no sólo refleja el continuo desencuentro que vive el escritor italiano con su hijo sino que va más allá: el autor concluye que el mundo como tal se comporta como un perfecto quinceañero. Vivimos en una sociedad polarizada en la que no tienen cabida los grises y en la que la impulsividad, la soberbia y la inmediatez se han impuesto a la reflexión. Las respuestas y reacciones son desmesuradas e intransigentes; la susceptibilidad individual y colectiva es extrema. En lugar de dar una respuesta adulta a los problemas, estos se trampean, se banalizan, se «gripalizan»; no es importante la verdad sino el relato y lo que se pueda conseguir con él;en lugar de sublimar los argumentos se subliman las emociones. Lo del serbio es un buen botón de muestra de esa edad del pavo en la que estamos estancados; pero también lo de Boris Johnson, lo de Putin en Almaty, lo de Ayuso, lo de... El mundo, sobre todo últimamente, parece el cuarto, la leonera de un niñato.

Si hace un par de décadas me hubiera tomado cinco minutos para plantar una semilla o un esqueje ya tendría cubierto el trámite del árbol pero, un día por otro, la casa sin barrer. Que a fin de cuentas hubiera sido tan sencillo, como acercarme a una tienda de jardinería y haber buscado un parque, una zona verde próxima y una hora discreta. Claro que luego convendría no perderlo de vista, vigilar su crecimiento, acompañarlo, si fuera preciso, en sus primeros pasos, con un tutor que lo protegiera y lo mantuviera firme ahí fuera, a la intemperie. Y luego tendría que haberme armado de paciencia de la que voy justito; una paciencia de pescador, de vendedor de chuches o de agricultor al menos...

He investigado y creo que aún puede tener remedio. No sé si decantarme por el aligustre («crece» diez centímetros al mes) o por el Kiri (capaz de alcanzar los cinco metros en tan sólo un año). Creo que este último se me puede ir de las manos; como un adolescente.

En fin.

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