Lo virtual y lo real
Lejos de los postulados de la economía neoliberal, Alvarez-Solís defiende que el progreso, «en cualquier edad de la historia, se reduce a mantener la vida con dignidad y la máxima igualdad posible». Y desde esa perspectiva, rechaza la imagen de «muertos vivientes» sometidos a un «quehacer afanoso», asegurando que hay que «ralentizar la marcha hasta producir nuevamente ciudadanos con derecho a construir animosamente desde su ánima».
E ntre los mil foros que el sistema promueve todos los días –en su mayoría con el fin de dirigir solemnemente la inteligencia humana hacia una servidumbre integral– hay uno que no he visto convocar nunca: un foro en el que se debatiese la necesidad de liberar el mundo real del cepo virtual en que hoy permanece atrapado. Hay que regresar con urgencia de la máquina a la vida. Es decir, un foro en que se enfrentase la humanidad humillada con el multidimensional poder informatizado que maneja la minoría dominante. Mientras ese foro, al que habría que darle una dimensión global –ahí, sí–, no se reúna seriamente y con todas las asistencias necesarias, el género humano se irá deslizando a velocidad creciente hacia una absoluta sumisión, hacia una destrucción de pueblos enteros, con unas correspondientes respuestas repletas de desorden y de sangre. La imagen que fija todo esto resulta aterradora. Aparecen en ella millones de individuos embalsamados movidos social y económicamente por una tecla ignota. Y sobre ellos una máxima cruel: “El progreso te espera”.
Frente a tan dramática situación, no se trata de acelerar la velocidad de ese mentido desarrollo, sino de recuperar principios y procederes del pasado, cuando el hombre lo era, sufriente o no, con sus valores en activo y sus posibilidades de enfrentarse sin trampas a la adversidad. Es evidente que la velocidad de lo virtual está aumentando vertiginosamente y que las posibilidades de los mecanismos humanos, biológicos y espirituales de ponerse a la par de lo virtual resultan absolutamente inexistentes. La creación del ser energético está a la vuelta de la esquina. Lo que conlleva el apartamiento de millones de individuos hacia el paro y otras formas de muerte. Seres innecesarios. Se ha de considerar, incluso, que aunque una parte de esos individuos pudiera acogerse a formas de protección social –aunque no acierte a adivinar con qué clase de economía–, su realidad como seres humanos desaparecería.
Serían algo así como «muertos vivientes», zombis desolados, al faltarles la dimensión fundamental de la persona, que es el «quehacer», el trabajo cotidiano con el que se va infundiendo el propio espíritu en las cosas que constituyen nuestro ámbito y nuestro destino. Estamos hechos de «quehacer» afanoso que nos suelda a los demás para vivir socialmente con dignidad. Ese quehacer no puede convertirse en quehacer de la máquina que aspira a ser humana. Un mundo de sabios o de expertos o de filósofos es inimaginable por invivible y abstracto. Necesitamos el dominio de nuestra poquedad. En las catedrales la matemática la pone el arquitecto, pero el alma la infunde el cantero. Hace poco vi cómo un ordenador hacía los muros de una casa que ensamblaba inmediatamente hasta dejar listo el edificio. Pero la casa nacía fría, sin historia de palabras, sin el doméstico eructo del almuerzo de las once. No tienen la misma vida los caballos de los motores que los caballos.
Lo malo de este mundo «viral» de la informática –hasta el término «viral» estremece– es que nos «coloca» en un mundo hacia el que no tenemos que ir. Es más, un mundo que nos selecciona, que nos declara objetos inútiles y despilfarradores. Un mundo en que el Poder nos estiba como los trastos viejos de una familia que ya no existe. Un mundo en el que el dinero sirve para el disfrute de los suicidas que lo van acumulando hasta que pierden a su vez su sentido de existir. En torno a ese dinero los seres humanos entran en putrefacción y son enterrados en el campo santo de una multinacional movida por gigas, unas docenas de teclistas y un judío destinado a dominar la Tierra. En ese mundo todo es vertiginoso y un individuo descalzo corre tras ello sin darle alcance. ¿Vivir? No tiene sentido alguno en la contabilidad de lo virtual.
Hay que ralentizar la marcha hasta producir nuevamente ciudadanos con derecho a construir animosamente desde su ánima. Ciudadanos que vuelvan a dominar la máquina de los dioses alados. Ciudadanos que partan el pan seguro en la mesa, que cuenten sus monedas para comprar esperanza, que posean la maravilla de los derechos, que ganen lo suficiente para escuchar un largo y cálido relato al fin de la jornada, que vivan el amor lento, que arranquen todos los días con tristeza la hoja perezosa de su calendario porque hoy aún es jueves. Un mundo donde ancianos hechos de historia disfruten con el espectáculo de las obras públicas. Un mundo que sea de todos y que no tenga una destructora prisa en llegar a ningún sitio porque aquí, en este sitio, hay lo suficiente, y no nos robe la calma un botijo informático que derrama agua virtual ante unos perros que ladran porque tienen sed. En fin, un mundo en el que los niños duerman tranquilos porque no esperan a los granujas del desahucio para animar el maldito mercado del ladrillo que tanto gustaba al Sr. Aznar y que trata de resucitar el Sr. Rajoy porque quizá piensa que el progreso equivale a andar sobre un andamio.
Recuperar la realidad no equivale a retroceder en el tiempo, sino que consiste en ralentizar el tiempo para que el hombre pueda recuperar la humanidad perdida. No parece un descubrimiento afirmar que el progreso, en cualquier edad de la historia, se reduce a mantener la vida con dignidad y la máxima igualdad posible. Evidentemente la economía neoliberal persigue otros objetivos que no tienen nada que ver con la confortabilidad social, sino con la acumulación piramidal de dinero y de poder, casi más lo último que lo primero, en personajes que han convertido su vida en una molienda de débiles con una finalidad cada vez más confusa y, lo que es peor, más sangrienta. El afán de construir una torre de Babel que los lleve hasta la gloria está acabando en una batahola que chorrea sangre por todas partes.
Los grandes dirigentes en la sombra y quienes administran esa finca desde los gobiernos han perdido sus propios planes de acción y proceden entre una confusión que ha destruido el orden secular sin aportar ninguna clase de orden nuevo. La dialéctica entre poseedores y desposeídos es hoy una ruina que ha instalado el fascismo en sectores muy amplios de la sociedad. Hay un fascismo imperante de derechas –unas derechas sin más valores que el triunfo– y hay un fascismo de izquierdas que proclama la salvación por medio del relevo de gurús. Esta izquierda cierra el paso a cualquier revolución verdaderamente liberadora. Como ejemplo próximo me permito identificar esa izquierda con un triste eurocomunismo o con halagos a quienes circulan por el extrarradio de la sociedad. Es una izquierda para uso interno, como rezan los prospectos de muchos medicamentos. La verdadera revolución consiste en conservar las herencias colectivas –la libertad popular, la democracia de base, la economía de la gran propiedad pública, la justicia con jurado, la educación igualitaria, los consejos obreros– y ponerlas a disposición del pueblo como primera y última instancia. Un comunismo verdadero exige una visión desde la trascendencia del ser humano, que no es solo bioquímica, sino que posee una enigmática luz en su fondo a la que llamamos espíritu. O por ahí nos salvamos o acabaremos en tableta capitalista.