Los desafíos de la sociedad francesa
Cinco son los problemas estructurales que, a juicio del autor, han puesto de manifiesto los atentados de París y que están relacionados con el modelo de integración republicano, la extensión de la xenofobia, la laicidad, la democracia y la discriminación a la comunidad musulmana y la proliferación de redes islamistas.
Los atentados perpetrados por activistas islamistas contra el semanario satírico ‘Charlie Hebdo’ y un policía municipal de Montrouge y los dos secuestros posteriores se han saldado con 20 muertos, entre los cuales figuran los autores de estos atentados. Desde el 7 de enero, fecha del primer atentado, se ha producido una profunda conmoción tanto en la clase política, los medios de comunicación como la ciudadanía gala, de la que dan cuenta el llamamiento a la unidad nacional francesa, la amplia cobertura mediática y, sobre todo, la gran movilización social. Tras la movilización de 700.000 personas el 10 de enero, cerca de cuatro millones de ciudadanos galos han participado al día siguiente en las multitudinarias manifestaciones organizadas en las principales ciudades del país para denunciar estos atentados y reafirmar los valores de la república francesa: libertad, igualdad y fraternidad. No en vano, esa unanimidad, que se difuminará paulatinamente conforme se vuelva a la normalidad y, sobre todo, se acerquen las elecciones cantonales previstas los 22 y 29 de marzo de 2015, no debe ocultar los problemas estructurales puestos de manifiesto por estos atentados.
En primer lugar, estas acciones ponen el énfasis en la crisis del modelo de integración republicano. Ese modelo, que aspira a asimilar a las personas más que a integrarlas, pretende convertir a cada individuo en un ciudadano galo que goce de los mismos derechos y obligaciones, independientemente de sus orígenes, culturas de pertenencia, religiones e ideologías. Ese modelo, implantado desde la III República, muestra signos de agotamiento ante una sociedad cada vez más plural situada en un mundo globalizado. De hecho, la sociedad gala tiene dificultades crecientes para integrar a colectivos, a menudo de origen inmigrante, que residen en suburbios urbanos desfavorecidos, conocen el fracaso escolar y el desempleo masivo, y carecen de perspectiva de futuro. Aunque dispongan de la nacionalidad francesa, no gozan de las mismas oportunidades y se ven afectados de sobremanera por la precariedad, la pobreza y la exclusión social. Ante esta situación, algunos jóvenes optan por la delincuencia, el repliegue comunitario, la fe religiosa y, en ciertos casos, el activismo violento. Los disturbios urbanos que se producen cada diez años, y cuyo último episodio tuvo lugar en 2005, son igualmente muestra de esa sensación de relegación.
En segundo lugar, las actitudes racistas y xenófobas se han extendido en la sociedad gala. Los diferentes sondeos de opinión realizados a lo largo de estos últimos años y el auge progresivo del voto a favor de la extrema derecha, representada por el Frente Nacional, dan cuenta de una difusión y «normalización» de las ideas racistas y xenófobas. Estas ideas que estuvieron ampliamente estigmatizadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial por estar asociadas a la exterminación de los judíos en los campos de concentración, han ido reapareciendo conforme partidos de gobierno, pertenecientes a la derecha republicana, se apropiaban ciertas temáticas, valores y discursos de la extrema derecha. No en vano, se trata de un nuevo racismo en la medida en que el racismo biológico, teorizado y practicado por el nazismo, ha dejado lugar a un racismo cultural que incide en el supuesto conflicto e incompatibilidad entre civilizaciones. En concreto, ese neorracismo se ha plasmado en un discurso islamófobo que pretende que el Islam es incompatible con la cultura Occidental y que, por lo tanto, los creyentes de esta religión no pueden integrarse en una sociedad como la francesa.
En tercer lugar, estos atentados reactivarán el debate en torno a la laicidad, sabiendo que Francia es un país laico desde la ley de 1905 que separa el Estado y las Iglesias. En virtud de esta ley, la religión queda relegada a los lugares de culto y a la esfera privada, y las Iglesias deben abstenerse, en la medida de lo posible, de intervenir en el debate público y de interferir en los asuntos políticos. Sin embargo, la cuestión religiosa ha hecho irrupción periódicamente en el debate público. Tal fue el caso durante los años noventa del pasado siglo a propósito de los signos religiosos en la escuela y especialmente del velo islámico en los centros educativos. Tras varios años de discusión, no exentos de polémica, se convocó la Comisión Stasi cuyas conclusiones fueron tomadas en consideración para redactar la ley del 15 de marzo de 2004 que regula la aplicación del principio de laicidad en las escuelas públicas. Esta ley prohíbe el uso ostentoso de signos religiosos, lo que incluye el velo islámico, la kippa judía y las grandes cruces cristianas. Esta ley dio lugar a dos posiciones contrapuestas que polarizaron el debate: los islamistas que consideraban que se trataba de una agresión contra el Islam y los laicistas que estimaban que esta ley no era suficientemente dura y exigente.
En cuarto lugar, ponen de manifiesto la crisis de representatividad de la democracia gala. Efectivamente, a pesar de que la comunidad musulmana (que incluye los creyentes, practicantes o no, y los que consideran la religión musulmana como un patrimonio cultural) represente alrededor de cinco millones de personas, sobre un total de 66 millones de ciudadanos, carece de representación, no solamente en las asambleas e instituciones, sino también en los medios de comunicación. Esta sub-representación da cuenta de las discriminaciones que padecen las personas de origen magrebí y de confesión musulmana a la hora de acceder a ciertas funciones electivas, puestos de representación y cargos de responsabilidad. En realidad, esta discriminación va mucho más allá, de modo que estos colectivos tengan dificultades para acceder a puestos de trabajo, viviendas o actividades de ocio, lo que genera una sensación de ser ciudadanos de segunda categoría. A pesar de la redacción de múltiples informes, de la creación de la Alta Autoridad Contra las Discriminaciones y del llamamiento de los representantes de estos colectivos a luchar decididamente contra las discriminaciones, sigue siendo una tarea pendiente.
En quinto lugar, Francia se enfrenta al problema de las redes islamistas que proliferan en su territorio y que están vinculadas a redes internacionales. De hecho, las autoridades galas consideran que más de 1.000 jóvenes de ciudadanía gala se han desplazado a lo largo de estos últimos años a países de confesión musulmana, tales como Siria, Irak, Libia o Yemen, para practicar la «guerra santa» o Jihad. Estos jóvenes, además de adiestrarse al manejo de armas de guerra y de participar en los combates, son adoctrinados en las vertientes más fanáticas del islamismo. En esa tesitura, existe un riesgo no desdeñable de que algunos de estos jóvenes combatientes vuelvan a Francia para cometer atentados y así exportar el Jihad al territorio galo, aprovechándose de las redes y de la ayuda logística y financiera adquirida en estos países de confesión musulmana. Pero, no es necesario que jóvenes galos se desplacen a países de Oriente Medio para radicalizarse, beneficiarse de una formación militar y disponer de la ayuda logística de redes islamistas ubicadas en Francia.
En definitiva, Francia deberá afrontar estos retos si quiera evitar nuevos atentados y, sobre todo, si desea evitar que el país caiga en la fragmentación social, la división política y la confrontación intercomunitaria e interreligiosa de las que se beneficiarán el islamismo radical y la extrema derecha.