Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Los doctores de la Ley desoyen otra vez a Cristo

En este artículo se desgranan, y responden no sin ironía, algunas de las afirmaciones vertidas por la reciente declaración de la Conferencia Episcopal Española en torno a los nacionalismos de Euskal Herria y Catalunya, que Alvarez-Solís confiesa haber leído «con violencia de ánimo y comedida contención de la lengua».

Si Cristo no hubiera predicado que el reino de Dios hay que ganarlo en este mundo enviaría hoy mi renuncia al bautismo a la Comisión Episcopal Española tras buscar otra puerta de Wittemberg a fin de publicar en ella la nueva condenación de Roma. Pero hay que ceñirse bien las sandalias galileas para andar y andar el camino «sin naide que lo entretenga». Valga el cantar del gaucho para hablar sencillamente de la fe, como San Pascual Bailón la interpretó al danzar ante la Virgen porque otra cosa no sabía.

He leído con violencia de ánimo y comedida contención de la lengua la declaración de los obispos «toledanos» en torno a los nacionalismos vasco y catalán. Y me nubló la serenidad espiritual la memoria de la infame Carta del Episcopado enviada a Franco en 1937. ¡Qué difícil es ser cristiano ante el cinismo de los prelados «visigodos»!

¿Pero qué quiere decir eso de que «se debe preservar el bien de la unidad» de España, como acaba de sentar la Comisión Episcopal Española? La unidad de los cristianos se basa precisamente en la libertad del hombre, que es el gran bien que nos transfirió Cristo. Una libertad siempre asentada sobre el respeto radical al «otro», porque el leal reconocimiento del «otro» en su aspiración de «ser» -la infinita dignidad de «ser»- evita que uno se convierta en el cimarrón vigilante de la prisión humana.

Pero qué quiere decir eso de que «no todos los nacionalismos son iguales»? El nacionalismo es la expresión del amor noble a la propia nación y ¿creen los prelados visigóticos que los amores han de ser diferentes, cuando el amor o es pleno y por tanto igual o no es amor?». ¿Es que el amor catalán o vasco a su tierra -en el que, además, catalanes y vascos reconocen como tales, en toda su profundidad y grandeza, los demás amores ajenos- ha de ser subsidiario del amor de los españoles a España? ¿Creen los prelados rouquianos que, como cantaba Machín, los amores no españoles son simplemente «una limosna de amor»? Señores obispos, no sugieran un bolero en su espesa teología.

¿Pero qué diablos quiere decir eso de que, respecto a lo que hablamos, «no todos los nacionalismos son iguales, ya que unos son idependentistas y otros no; unos incorporan más o menos doctrinas liberales (¡ah, la triste vitalidad del pecado de modernismo!) y otros se inspiran en filosofías más o menos marxistas»? Señores prelados, el marxismo es como el tejido neuronal, depende de sus axones y de sus sinapsis. ¿No es cierta la naturaleza de la plusvalía? ¿No es una realidad la explotación de la fuerza del trabajo, en que han sido convertidos los trabajadores pese a su indiscutible y nobilísima humanidad como individuos, que existe incluso en la personalidad de los trabajadores tontos? ¿No es verdad que el dinero ha sido convertido de signo en mercancía, criminal por absurda? Uno es materialmente marxista quizá por ser espiritualmente cristiano y quizá espiritualmente marxista por ser materialmente cristiano. Dice seguidamente el secretario de la Comisión Episcopal, el sonriente y delicado monseñor Martínez Camino, que «los obispos lo escuchan todo, están a pie de calle», con lo que quiere hacer un pase a la democracia. Y bien, si eso es cierto ¿qué conclusiones extraen esos prelados de la vida actual en esa calle que escuchan? Claro que si yo acompañara a esos prelados en su paseo urbano les diría con apremio: «Por esa calle, no, monseñor, que ahí vive el banquero Botín o el ministro Gallardón».

¿Pero qué quiere decir eso de que la unidad española «se remonta a la romanización» y al «anuncio de la fe cristiana»? ¿Hispania como España ya alumbrada? Los romanos denominaban con el topónimo Hispania -que tiene su complicación fenicia- a un conjunto de tierras que sus pobladores conocían por nombres numerosísimos de acuerdo con la realidad de sus tribus y los asentamientos de las mismas. Un austrigón no sabía que vivía en Hispania; un vacceo, tampoco lo sabía; ni un várdulo o un caristio. ¿Y, por ejemplo, un celta, lo sabía? Padre Martínez Camino -atildado jesuita de cámara y no de los otros-, en cuanto al anuncio de la fe cristiana no hagamos cuentas de sangre ni de congojas. Dejemos que la historia empape todas las barbaridades que Cristo absolvió en su momento bautizando al ser humano con su propia sangre. Además «no juguéis del vocablo» como decía un personaje de Valle Inclán en una de las obras hispánicas del «Ruedo Ibérico». Deje usted aparte la sonora retórica española para fieles que soportan tanta linealidad histórica con la fe del carbonero.

¿Pero qué quiere decir eso de que «ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España»? Quizá en este punto tenga monseñor Martínez Camino un grano de paradójica razón, ya que muchas veces me he preguntado a dónde habrían llegado naciones como la catalana -que hubo de renunciar a su prometedora expansión mediterránea por el dominio de las cortes de Castilla- o la vasca, tan proyectada en su día hacia lo que habría de ser Europa mediante el malogrado Reino de Navarra. En concreto y para no cambiar la hora al reloj: ¿cómo son ahora esas regiones, monseñor? ¿Cree usted que merece la exaltación episcopal el panorama presente de España? Debe vivir usted bien, monseñor.

Pero qué quiere decir eso de que «no sería justo reducir o suprimir» los bienes y derechos del Estado español «sin que pudiéramos opinar o expresarnos todos los afectados»? Oh, Dios, que esto ya es más complicado porque incluye una falsedad lógica por parte del obispo. Esa frase de los bienes y derechos del Estado trasuda una doctrina que entiende el Estado como organismo autogenerado, lo que implica la secundariedad y dependencia de la nación. Monseñor, quizá tenga usted una visión vaticanista del problema. En una buena interpretación democrática el Estado no es más que la forma jurídica de la soberanía del pueblo, por lo que el Estado no tiene bienes ni derechos propios sino que es aparato que maneja esos bienes y derechos populares en nombre precisamente del pueblo, su propietario, ahora tan marginado. El Estado es, pues, un aparato en manos de alguien; en este momento, de la minoría poderosa formada por la clase política, que se abastece de gobernantes, financieros, altos eclesiásticos, grandes empresarios, gente de las fuerzas armadas, expertos de alto standing, etc. Una de las aspiraciones de los soberanistas vascos, al menos de una parte  sustancial de esos soberanistas, si he oído bien, consiste en regenerar un mecanismo político tradicional que no tiene la forma vertical del Estado sino la horizontal de una trama molecular muy antigua. En esa trama han de residir, precisamente, la propiedad y los derechos de la nación vasca. En eso consiste, juntamente con otras manifestaciones políticas, culturales y económicas, el hecho diferencial vasco. Cabe añadir, finalmente, que si el Estado español tiene una calidad muy distinta al mecanismo político a que aspira Euskadi son solo los vascos los que deben decidir sobre lo genuinamente suyo. Estamos, pues, ante una completa nación vasca cuyo destino no puede ser intervenido por la nación española. Finalmente ¿qué quiere decir eso de «apartarse de los ídolos de la ambición egoísta y de la codicia»? Si habla de los ídolos que supongo, coincidimos; pero esos «ídolos», monseñor, no se dejan apartar por las buenas. Laus Deo.

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