Los salvadores del mundo
Cuando se pretende una nueva sociedad, es absolutamente preciso que el pueblo recupere una realidad que es básica para restituir la justicia social: la recuperación del origen. Los pueblos se han hecho desde la elemental ambición de ser, que está alimentada de sueño y tierra
Hay algo que nos atasca en el proceso de liberación respecto al Sistema neoliberal, fase última y fascista del modelo social burgués. Repito, sí; repito. Seguro, además, de lo que repito. Estimo que ese «algo» que nos atasca frente a los dominadores consiste en la desconexión radical entre la queja por las iniquidades con que nos maltratan y la acción revolucionaria –hay muchas formas de esa acción– que debiera no solo corregirlas sino, y esto es lo más importante, encaminarnos hacia la nueva sociedad que precisamos. Esa desconexión nace de nuestra laxitud y desinformación creciente y se nutre de un añadido miedo hacia la clase dominante, así como de una notable desconfianza en las herramientas ideológicas de las que debiéramos echar mano para nuestra defensa.
Entre las cosas que hemos dejado al adversario está el lenguaje, que es arma letal en sus manos. Tenemos miedo a nuestra supuesta ignorancia intelectual, no somos especialistas, no somos «expertos», nos repiten cada hora, como si la existencia fuera fruto de una habilidad tecnológica y no voluntad de sueño. La posesión del lenguaje es posiblemente el arma más poderosa en guerras sociales como la presente. ¿O acaso no estamos en guerra? Veamos un ejemplo del poder del lenguaje: cada vez que alguien levanta la voz para combatir la injusticia del hambre, el robo de la soberanía, las acciones criminales que están desangrando al mundo, «ellos» se apresuran a subrayar que estamos ante «salvadores del mundo», que a continuación desprecian como una exuberancia execrable de quienes no están formados para comprender la perfección del Sistema. Pues bien, hay que insistir en ser salvadores del mundo, ya que este mundo debe ser salvado. Lo que hiere es que esa ironía burda acalle a quienes por ser cristianos o marxistas de la vieja observancia, al menos ellos lo creen calladamente así, descienden en línea directa de salvadores del mundo. Incluso esos trabajadores y «gente cualquiera», que debieran valorar su propia importancia política y social, se apresuran a arrodillarse frente a los conductores y explotadores del Sistema y pueblan los periódicos de esos «emails» que halagan al opresor e insultan a los verdaderos y escasos combatientes contra el repudiable modelo social que nos tritura minuto a minuto. Muchos de esos tristes comunicados, repletos de ignorancia y de deslealtad al mundo que sangra –escribo al pie de una prensa cavernaria– y que además se amparan en un anonimato que los califica, constituyen lamentables sahumerios al pie del altar cuyas veladuras difuminan los perfiles de quienes dicen dirigirnos para lograr las debidas transformaciones que precise su Sistema, lógicamente insustituible.
Este tipo de individuos intoxicados por el Sistema que los destruye sí son colaboradores necesarios de los que se estiman verdaderos «salvadores del mundo», un mundo en el que tristemente los colaboracionistas son estabulados para no interrumpir la máquina que enriquece a la minoría.
Ha llegado el momento, creo, de proyectar sobre la calle una cultura política distinta. Hay que recuperar el espíritu combatiente que tuvieron los padres o los abuelos de los trabajadores de hoy. Ahí puede tener un papel singular una Universidad que se proyecte hacia el exterior con calidez en un escenario menos rígido que el institucional. Es imprescindible que los profesores universitarios no hablen a un mundo global, hecho de viajes y simposios, sino que realicen una tarea vecinal destinada a preparar vanguardias en todos los grupos sociales. La II República vio en ello una preferencia para su acción revolucionaria que sólo pudo destruir el crimen. Hay que implicarse en un quehacer que reúna en multitud de clubs, centros y lugares significativos a los jóvenes que se mueven desde idearios que precisan de dos añadiduras indispensables para alcanzar una verdadera eficacia: información política y social que conecte hechos y propuestas y concentración de energía para la acción política precisa. Hay que superar el cinturón de hierro institucional –en cuya salvación tan interesados están los grandes partidos– dentro del cual se mueven los trabajadores, ya que, como dice Habermas, «por lo general los trabajos que hoy se exigen no incitan decididamente a tomar una postura reflexiva y activa, racional y comprometida ante procesos extremadamente abstractos, extremadamente eficientes, fundamentalmente totalitarios». Habermas añade: «La esfera política, en la medida en que tienen acceso a ella los ciudadanos con derecho a voto, tiende a convertirse en una parte de la esfera del consumo; acontecimientos políticos, noticias y comportamientos se convierten en mercancías». Esto lo saben perfectamente y lo manejan con precisión los que detestan a los «salvadores del mundo», porque pretenden dejarlos sin él.
Respecto a la función vital que deben asumir los enseñantes en la formación de las vanguardias que con tanta urgencia se necesitan, añado un párrafo más de Habermas. Sé perfectamente que prodigo las citas, pero creo que hay en ellas la autoridad intelectual que yo no poseo. Pues bien, dice Habermas: «Abendrot subraya con vigor que el anillo de conjunción que garantiza la cohesión de la élite en Alemania es ante todo la formación académica. Por ello nos parece interesante con vista a futuros trabajos estudiar un importante campo de reclutamiento de estas élites funcionales, los estudiantes, para establecer un potencial político que cree también un sólido potencial democrático en las nuevas generaciones».
Cuando se pretende una nueva sociedad, en este caso una sociedad que reconquiste la propiedad de sí misma, es absolutamente preciso que el pueblo recupere una realidad que es básica para restituir la justicia social : me refiero a la recuperación del origen. Los pueblos se han hecho desde la elemental ambición de ser, que está alimentada por una mezcla de sueño y tierra. Sobre esa elementalidad, conjunción de ambiciones míticas y de mitos convertidos en realidad cotidiana, se va alzando luego lo comunitario, lo sólidamente colectivo. Esto que escribo es elemental, pero cuando se abre un proceso revolucionario hay que recuperar las elementalidades secuestradas. Pues bien, esta creación popular, tan múltiple de raíces y tan poblada de dioses, es la que luego va siendo secuestrada por las élites en nombre de un presunto valor original de dominio. Hay que retener esto en la mente para no perder la aguja de marear en los embates del mercado, donde todo se vende y compra. En ese mercado la ley más importante es la ley del desahucio, en sus cien mil formas históricas. Nace ahí la casta del propietario que escala rápidamente la cucaña del poder para hacerse con la cultura, con la educación, con la norma religiosa, con el trabajo ajeno, con la ley que, inventada, le protege. Todo esto parece retórico y elemental y se critica como carente de la más mínima estructura intelectual, pero ahí está y quien quiere ver que vea y el que quiera oír que oiga. El funcionamiento social está repleto de cicatrices producidas por el mordisco de los salteadores de la razón. Ahora vivimos una de esas épocas en que el desahucio del pueblo, desde la soberanía al bienestar y la dignidad, ha llegado a una temperatura de ebullición. Y frente a ese horno hay que abrir el aliviadero de lo popular, recuperar la serenidad de lo esencial, cambiar de auriga en el coche desbocado de los poderes. Pero eso no se recupera con emails retóricos y anónimos o con parlamentos que son el trípode que sostiene la máquina trucada del Estado. El engaño de que hemos sido objeto es evidente. Vuelvo a solicitar el auxilio de Habermas: «Una constitución como la liberal, en la que los derechos políticos deben realizarse en el plano económico, tiene efectivamente como presupuesto una sociedad de ciudadanos autónomos que gozan de una propiedad privada distribuída uniformemente; a todos se les debe dar en igual medida la posibilidad de reproducir la propia vida por medio del mercado; y el mercado debe desarrollar en condiciones de competencia perfecta la función de regulador racional que se le atribuye. Pero es obvio que semejante sociedad jamás ha existido. La democracia liberal se ha desarrollado en una sociedad con una estructura firmemente jerárquica».