Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Los señores de la democracia

Los numerosos hechos revolucionarios habidos desde finales del siglo XIX son constante preocupación de los dirigentes del neoliberalismo, quienes, según asegura Álvarez-Solís en su artículo, hoy optan «por los procederes y las sangrientas represiones fascistas, incluso con uso de la guerra permanente».

Desde los últimos compases del siglo XIX y hasta el presente se extiende entre los dirigentes políticos occidentales, muy principalmente europeos, un temor evidente al ejercicio democrático por parte de las masas. La larga y clamorosa serie de aconteceres revolucionarios sucedidos en ese espacio histórico y obviamente encabezados por la clase trabajadora, inquietan de modo creciente a los dirigentes del neoliberalismo, que se deciden ya de forma radical por los procederes y las sangrientas represiones fascistas, incluso con uso de la guerra permanente, abandonando la vieja y tal vez cínica doctrina de la soberanía nacional con que se abrigaba la burguesía liberal. Con todo, no niegan abiertamente estos dirigentes fascistas o parafascistas la soberanía nacional del pueblo como legitimación de todo gobierno –que es la molesta herencia que les ha dejado una burguesía con cierto afán ético–, pero le van poniendo trabas doctrinarias y legales a fin de que las masas trabajadoras no puedan penetrar eficazmente en el estado, convertido de nuevo en patrimonial por unas minorías que dicen proteger las instituciones en nombre de la eficacia y el orden. Al concepto del orden se le da, por la clase dirigente, un significado cuasi ontológico al revestirlo con un lenguaje de intención trascendente o religiosa, como sucedió en el levantamiento criminal de 1936 en España.


Hagamos un paréntesis para ilustrar lo que acabo de exponer. El Sr. Aznar afirma, en una conferencia en el marco de “Los diálogos del centenario”, que una de las causas del distanciamiento entre los políticos y los ciudadanos es «la impresionante revolución tecnológica» de los últimos años. Estas nuevas tecnologías «permiten que todo el mundo opine de cualquier cosa y en cualquier momento, y esa democracia masiva choca con los mecanismos tradicionales», lo que le lleva a concluir que «integrar esos factores es una necesidad de nuestro tiempo». Pero ¿qué quiere decir «integrar esos factores en los mecanismos tradicionales»? Oigamos, en los ecos profundos de su intención, al líder ideológico del Partido Popular: «El sistema democrático y la realidad actual deben estar sujetos a unas reglas, ya que sin esas reglas la sociedad se encamina al caos y eso puede generar consecuencias perversas para todos». Esto es, el sistema democrático y la realidad actual son dos sujetos que están en conflicto, lo que hace necesario «integrarlos». ¿Cómo? ¡Mediante el líder! Insiste el Sr. Aznar: «De las crisis económicas se puede salir, pero de las crisis políticas es más complicado porque tienen consecuencias más duras; de ahí la necesidad de contar con líderes fuertes».

Hagamos un nuevo paréntesis para leer otras frases con una cadencia moral parecida. Esta vez se trata de Onésimo Redondo, en cuyo lugar de nacimiento –hasta ayer Quintanilla de Onésimo– abría el curso político el Sr. Aznar.

Respecto a la necesidad de «líderes fuertes», proclama Onésimo: «El sufragio elige, por lo general, a los peores españoles».

Respecto a la democracia: «Es misión de España disciplinar a su Parlamento o acabar con él antes de que acabe con la nación».

Respecto a la libertad: El principal libro de Onésimo se titula “La conquista del Estado”.

El Estado, como gran protagonista de la política, constituye también la gran preocupación del Sr. Aznar: «Tenemos que hacer –proclama– que los ciudadanos sientan que están en un Estado fuerte, que el Estado de derecho funciona y que la ley hay que aplicarla porque sino se producen consecuencias».

O sea, que los ciudadanos han de «sentir» el estado, no proveerlo como algo entrañablemente suyo. El estado es una herramienta previa a la ciudadanía. Surge del poder autogenerado por la élite social. En suma, ¿cómo ha de proceder ese Estado? Pues rígidamente dentro de la Constitución –ley que cocina el orden autocrático–, ya que «en la Constitución cabe lo que está escrito, y lo que no, no cabe». La Constitución se goza o se sufre, depende del lugar que se ocupe en el ordenamiento social.


Todo esto, trenzado como una gigantesca y temible tela de araña en torno a las libertades, suena a gobierno de los mejores, que deciden precisamente ser los mejores. La soberanía nacional correcta ha de evitar a los peores. Pero ¿cómo se sabe que los mejores son los mejores? Maurice Hauriou, cabeza preeminente del institucionalismo europeo, del que ya hemos hablado, ha conducido al neoliberalismo o fascismo orgánico que nos oprime, sin ser esa su intención, al decir que el poder «es una libre energía que merced a su superioridad moral asume la empresa de gobierno merced a la producción continua del orden y del derecho». ¡Ay, esa superioridad moral que lleva a la gloria a la minoría y a la ruina múltiple a la mayoría, depositaria de una soberanía nacional que solo sirve de mantel en la gran cena de los héroes!

Y al llegar aquí enlazamos con el párrafo inicial. El institucionalismo que domina el pensamiento político de los últimos ciento cincuenta años es el intento de que la ciudadanía «esté», pero que «no sea». Carl Schmitt, el teórico alemán que empedró el camino para el recorrido de Hitler, sienta concluyentemente que el «Estado subsiste y el derecho pasa a un segundo plano». Esto exige de cara a la gobernación «que la excepcionalidad sea la decisión por antonomasia». ¿Y a quién corresponde esa decisión de excepcionalidad? Pues a quien «está situado con determinación». José Antonio Primo de Rivera hablaba de «los mejores». Con su capacidad poética de lenguaje denominó a estos «mejores» como «alféreces angélicos».

Demos unos pasos más. Hans Kelsen, el poderoso pensador de la escuela pura del derecho, habla de toda ley como fruto de «un autismo jurídico» o, lo que es lo mismo, una ley básica, por ejemplo la Constitución, va pariendo leyes merced a una procesión jurídica de las normas en la que ya no tiene papel alguno la ciudadanía, haciendo así que «la sociedad se consume en lo jurídico».


Hagamos el paréntesis final con esta sumaria  referencia al institucionalismo, que acabó dotando de base doctrinal al fascismo. Todo lo que queda apuntado parece bullir con evidencia tangible en el discurso autocrático del Sr. Aznar, que nos sitúa ante una permanencia indudable de la política franquista. En ella el Estado es la Ley y la ley se autogenera por los «destinados» abstractamente a su elaboración. Sin embargo, se sigue hablando por estos autócratas de la soberanía nacional como alibí de su potestad, que no expresa más que la voluntad del pueblo que, de acuerdo con las «exigencias» de la época, habla mediante la palabra del «líder fuerte». Ha vuelto lo orgánico como servicio a unas masas que demandan, según parece, el ejercicio de una política única, la política de «lo que hay que hacer», según los grandes dirigentes del selecto Partido Popular, convencidos de la «excepcionalidad» de acción que requiere todo momento político.

Las reflexiones que ofrezco al lector no tienen otra pretensión que resucitar la democracia real que, para serlo, ha de ser, sin excepción alguna, una democracia de masas, una expresión del pueblo por el pueblo y para el pueblo. Como escribió el primer y admirado Albiac, «cuando la lucha de clases inherente al capitalismo (y en ello estamos ahora, queramos o no) experimenta una agudización más o menos seria, no puede haber nada intermedio». O democracia popular o dictadura de los «líderes».

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