Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Necesidad del antisistema (*)

Ser caracterizado como Antisistema equivale a ser víctima de una acusación muy cercana a lo punible en razón al papel que el Sistema establecido se atribuye como defensor del orden, motor
del progreso ilimitado y conservador del Estado del bienestar incardinado alevosamente en la «benéfica» globalización, esa cinta pegajosa que atrapa a las moscas que creen en la promesa de la miel para todos

Si hay algo difícil de explicar es la libertad, un vocablo de múltiples perfiles y por ello repleto de riesgos en su aplicación. Puede haber libertad en el encuentro de ideas o en el desencuentro, en la coincidencia de proyectos o en la disparidad, en la distinta elección de caminos… Pero la libertad deja de serlo cuando se la obsta –por ejemplo con el uso torcido de libertad y libertinaje–, cuando es privada de lealtad en su comunicación o ejercicio, cuando conlleva negación radical o inmovilización del adversario… De esto último habrá que hablar otro día, ya que a lo que parece esta época muere por congelación ideológica, respirando merced a un pulmón de acero.

La libertad ha de manejarse con un resol de inocencia para garantizar su vida. Es radical y carece de adjetivos. La libertad provee y no priva; radica claramente en la búsqueda de caminos para el encuentro profundo  con uno mismo y si respeta el «sí mismo» de los otros en una dialéctica sin flecos y sin uso de la huida o del poder agresivo; es de alma abierta y recibe prueba de veracidad al no reducir a servidumbre la realidad del contorno, lo que demuestra su sustancia colectivista. No se conviene la libertad con exaltaciones  de riqueza o de poder por parte de aquellos que temen perder ambas cosas y que, consecuentemente, estrangulan la oposición.  Lo que parece evidente en términos más llanos es que  la libertad como esencia consiste en el empleo permanente de una energía con destino creador dentro de un marco asociativo, sin el que no hay posibilidad alguna de creación –que es la finalidad de ser libre– por inexistencia de la dialéctica. La libertad en solitario carece de sentido porque su razón de existir es ese objetivo creador. La libertad no es eremita ni secretista, sino multitudinaria y desvelada. Sin referencia «a» lo que quepa hacer o pensar diversamente en el marco vivencial de un conjunto social hablar de libertad resulta de una vacuidad absurda y, lo que es más grave, confusionaria.

Libertad es, en resumen, una suscitación de encuentro vigoroso con el entorno a fin de movilizar la sana y justa mecánica creadora. Si no chocan o se agitan los átomos no aparece la molécula. La libertad necesita el humus activo de lo plural para implicarse y existir; la libertad es un «para qué». Sin «para qué» la libertad es un puro y disperso movimiento, una energía sin materia; repito: una vacuidad. Sin un entorno activo el movimiento creador pierde sentido.  
    
¿Tiene este modesto discurso intelectual alguna trascendencia para abordar el ejercicio de la política, por ejemplo, que hoy es la energía social más empobrecida?

A mí me parece que hablar de libertad es referirse crítica y activamente a ese ente que se conoce por Sistema, con mayúscula, y al que sus manipuladores se refieren como manifestación única y válida de poder. El Sistema, denominación hoy usada hasta el abuso, no admite una dinámica de libertad que no consista en una adhesión estricta y rígida a ese poder inmutable. Se trata de una maniobra  de 360º, esto es, con una progresión cero. El Poder, que tiene la forma terminante de dictadura cuando se apoya en el Sistema como protector único de la realidad, expulsa de la dialéctica política a cualquier pretensión de Sistema opuesto que opere contra el poder autocrático, satanizándole como Antisistema.

Es decir, ser caracterizado como Antisistema equivale a ser víctima de una acusación muy cercana a lo punible en razón al papel que el Sistema establecido se atribuye como defensor del orden, motor del progreso ilimitado y conservador del Estado del bienestar incardinado alevosamente en la «benéfica» globalización, esa cinta pegajosa que atrapa a las moscas que creen en la promesa de la miel para todos. Lo grave de todo esto es que ese Antisistema representa la única vía para cambiar la  miserable vida apadrinada por los autócratas, con lo que el Antisistema es convertido en un riesgo de ruina y violencia colectivas al que el Sistema ha de hacer frente con el terrorismo de la legalidad. Las leyes más dañinas e insidiosas son así presentadas como herramientas de equilibrio social, de mantenimiento del orden debido y de conservación del bienestar. La lucha contra los «antisistema», apoyada filosóficamente por cabezas distinguidas y una sólida red de información mercadeada –alejando así toda ruda imagen dictatorial– da a esta castración de la inteligencia social que consiste en proclamar al fin como honestos números falsificados, invenciones alevosas de futuro y afirmaciones contra las que no cabe ningún recurso dialéctico manejado por cualquier Sistema distinto, presentado siempre como una extravagancia  envenenada. Más aún, este Antisistema sirve de nicho propicio, al parecer, a los llamados radicales, a los libertarios, a los violentos, que potencian su unión de esta manera y que los poderes institucionales reprimen como si se tratara de una grave deriva del terrorismo potencial que los grandes poderes no están dispuestos a contemplar en ninguna de sus formas.

La batalla contra el Sistema, rocoso e inconmovible, ha de constituir hoy la actividad política más relevante. Sin destruir «ese Sistema», exactamente «ese Sistema» omnicomprensivo, es prácticamente imposible la marcha hacia la libertad o la práctica de la democracia por la ciudadanía, a la que los poderes efectivos permiten jugar de vez en cuando  a elecciones  y otros retóricos ejercicios  –«nosotros somos la izquierda», por ejemplo– en el patio de la prisión en que se encuentra recluida.

Es evidente que la asfixia de la opinión empieza a generar movimientos visibles de protesta, pero se trata casi siempre de movimientos que carecen, al menos de momento, de vanguardias significativas en la construcción de una teoría atractiva de cambio apoyada en análisis sugestivos de la situación de pobreza creciente en que viven ya dos tercios de la humanidad. Parte del malestar profundo en que se vive la existencia se disuelve en la aplicación de parches ineficaces y en promesas de un futuro que es obviado con cuatro retoques sobre la fachada del desastre. Es más, el «Sistema» llega al cinismo de revolver la macabra situación, aunque sea de modo transitorio, transfiriendo su desgobierno y explotación, en no pocos casos a una carencia de colaboración por parte de las masas, crecientemente exigentes. Con ocasión de la reciente asamblea del G-20, el Papa actual ha tenido que recordar un dato estremecedor sobre la creciente brecha entre pobres y ricos: una cifra ridícula de países acapara el 90% de la producción mundial de bienes y servicios. Esto genera una deuda social inasumible por parte de naciones cuyos gobiernos esquilman a sus ciudadanos mientras se hacen lenguas de su papel internacional, como es el caso de varios Estados europeos, tal España, que hablan de su progresista papel globalizador. El «Sistema» resulta de una insolencia que merecería una dura respuesta popular. Pero… Mientras todo esto acontece una parte notable de la ciudadanía sigue jugando a ratos en su patio carcelario y luego vuelve a recluirse en la celda de la que escribió el poeta como consolación de sus grilletes: «Azul de cielo/ y en la cuadrícula/ el meridiano/ y el paralelo».

A ratos comparezco ante mi mismo y con mi invalidez a cuestas saco del armario la bandera de mi añorada República y desfilo por el viejo pasillo rezando vísperas: soy un radical, soy insumiso, soy un antisistema, soy perroflauta, soy todo lo que debo ser para mirarme al espejo y verme como ciudadano. Amén.

(*) Dedicado a la memoria de HQA, que acaba de morir y me acompañó siempre en mi soledad y mis estudios.

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