Gonzalo Fernández y Juan Hernández
Investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (Paz con Dignidad-OMAL)

No es posible un capitalismo progresista

El capitalismo está en un punto de no retorno: no encuentra las fórmulas para crecer, y si creciera lo tendría que hacer en un contexto de extrema vulnerabilidad climática y con una base energéticamente y material menor, cosa que nunca en su historia ha podido hacer.

El pasado 3 de septiembre se publicó en este periódico el artículo “¿Es posible un capitalismo progresista?” del presidente de la Fundación Arizmendiarreta. El autor respondía afirmativamente a su pregunta, argumentando que la situación actual de insostenibilidad y desigualdades crecientes es fruto fundamentalmente de una serie de determinados principios morales hegemónicos (egoísmo desmedido, búsqueda del enriquecimiento a corto plazo, exceso de ideología, falta del sentido de la corresponsabilidad) que es necesario sustituir por otros, apoyándose para ello en ciertas reformas en el modelo de gobernanza vigente. Proponía de este modo, y a escala global, reformar el sistema monetario y financiero mediante una nueva Autoridad Económica Mundial en el seno de Naciones Unidas (ONU), así como regular los mercados, pero sin caer en el «exceso de intervencionismo típico de la izquierda». A su vez, en el ámbito local, abogaba por que individuos, familias, empresas y estados recuperen valores éticos, como la identidad compartida en torno a un territorio, el pragmatismo y el vínculo entre derechos y obligaciones, poniendo como ejemplos de este horizonte al cooperativismo y a los nuevos modelos inclusivos y participativos de empresa. En definitiva, pudiera haber un capitalismo progresista si todos y todas mutamos de valores.

Este argumentario, en nuestra opinión, se basa en un diagnóstico superficial (centrado exclusivamente en lo moral, en consecuencia completamente ajeno tanto a las dinámicas y estructuras materiales del sistema como a sus conflictos y relaciones de poder) y en propuestas que, aun pudiendo ser bienintencionadas y tener su relativo interés, están descontextualizadas del momento que atravesamos como sociedad global, sin duda alguna el más crítico en la historia de un capitalismo gripado, azotado además por una pandemia. De este modo, se sitúa en el terreno peligroso de la defensa de un sistema que nos conduce, si no lo desmantelamos, a un colapso ecológico y a un abismo social sin precedentes. El artículo, en este sentido, limita lo políticamente posible al estrecho marco que permite la primacía actual por la acumulación de capital –reformas genéricas y posicionamiento de otras subjetividades–, lejos de lo que hoy en día necesita la humanidad y el planeta.

Más concretamente, tres son las principales críticas que realizamos a este artículo. En primer lugar, su ceguera ante la praxis material del sistema. El autor cae en el voluntarismo extremo de plantear que los valores éticos por sí solos pudieran revertir dinámicas y estructuras históricas asentadas, sin otorgar un papel protagonista a los condicionantes materiales de cada momento y época. Cuando en el artículo se afirma que las élites son especialmente egoístas, que priman ahora las finanzas y su mirada cortoplacista, pareciera que nos enfrentamos a un problema estrictamente moral, esto es, a una maldad superlativa. No obstante, y sin negar la relevancia de las subjetividades en todo análisis, no podemos obviar la realidad de un capitalismo gripado, sumido en una crisis de onda larga y por tanto incapaz de garantizar sendas estables de ganancia en la llamada economía real, por lo que recurre al juego especulativo y a la financiarización como huida hacia adelante. Las élites, de este modo, no actúan en función de prácticas y valores degenerados, sino que mantienen los mismos de siempre, pero adaptados al errático y vulnerable devenir del sistema que defienden y del que extraen sus privilegios. La especulación financiera, o la depredación de bienes naturales, por poner otro ejemplo, no son fruto de una disputa moral, sino de la naturaleza de un sistema en crisis que enfrenta hoy en día un callejón sin salida.

En segundo término, el análisis realizado sobre élites, individuos, empresas, comunidades y estados es pretendidamente equidistante, ciego a las relaciones de poder de un sistema sustentado sobre múltiples conflictos de clase, género, etnia/raza y sobre la depredación del planeta. Es este un elemento central de todo acercamiento a la nuestra realidad, pero que tampoco es tenido en cuenta. Al contrario, se apuesta por el «todos a una como en Fuenteovejuna», sin discriminar entre quién pisa el cuello y quién es pisoteado, quién domina y quién es dominada. Todos y todas pareciéramos tener la misma responsabilidad y capacidad de agencia, cuando obviamente no es así. Y es a partir de este diagnóstico edulcorado del que se extraen propuestas como la corresponsabilidad y la identidad compartida en torno a un territorio. Aún siendo conceptos reseñables, solo serán viables e inclusivos si abordan los conflictos antes señalados desde la apuesta por revertir de manera decidida las asimetrías actuales, y no desde una falsa unidad entre intereses contrapuestos.

Por último, nuestra tercera crítica abunda en la descontextualización del rol actual de ciertos agentes interpelados como parte de las propuestas alternativas. Así, pensar que una ONU que ya funcionaba hace décadas en su vertiente social y de derechos más como un centro estadístico que como una estructura política pueda crear, en estos momentos de profundo cuestionamiento reaccionario de sus programas, una estructura que regule y acote al sistema financiero, no deja de sonar extremadamente naif –cuando ya hemos dicho previamente que las finanzas son una necesidad del capitalismo actual–. Al mismo tiempo, plantear la regulación ma non troppo de los mercados, en un punto equidistante entre la desregulación y el intervencionismo izquierdista, es vivir completamente fuera de una realidad marcada por la hegemonía del poder corporativo. Los mercados ya están ultrarregulados y jurídicamente blindados de toda lógica democrática, pero a favor de las élites, las empresas transnacionales y sus cadenas globales de valor. Acabemos ya por tanto con la farsa del «libre mercado», cuando hoy en día son las grandes corporaciones las que nos gobiernan de facto sustentadas sobre una especie de constitución económica construida en torno a la nueva oleada de acuerdos de comercio e inversión, tratados regionales y legislaciones estatales y locales tamizadas por el neoliberalismo. Tratar así de regular un poquito vuelve a sonar naif, cuando lo necesario es desmantelar por completo la arquitectura de la impunidad que sostiene y avala a las grandes empresas, así como sacar a los estados de su captura corporativa y su apuesta por la alianza público-privada.

En definitiva, estimamos que momentos como los actuales requieren de análisis más ricos y propuestas más contextualizadas. Los cambios de valores solo podrán ir acompañados por profundas transformaciones de las dinámicas y estructuras actualmente vigentes, asumiendo los conflictos estructurales al capitalismo y posicionándonos inequívocamente con las mayorías populares. En este sentido, poner el cascabel al gato financiero, revertir las asimetrías actuales y regular al poder corporativo solo será posibles desde una estrategia de transición poscapitalista.

Por supuesto que el cooperativismo y la cooperación pueden ser parte de la solución, pero solo si no se entienden desde la equidistancia y se enfangan en la contienda política actual. Pretender, en sentido contrario, salvar al capitalismo desde la asunción de una nueva ética que no rompa con la hegemonía de la maximización de la ganancia como principio civilizatorio es inviable, incluso suena a «relato ideológico» –sí, la ideología es todo imaginario que trata de defender al sistema y ocultar su matriz desigual y violenta–.

El capitalismo está en un punto de no retorno: no encuentra las fórmulas para crecer, y si creciera lo tendría que hacer en un contexto de extrema vulnerabilidad climática y con una base energéticamente y material menor, cosa que nunca en su historia ha podido hacer. En este intento quimérico, además, no deja de aumentar las desigualdades y desmantelar los mínimos democráticos. Mejor, por tanto, nos centramos en pensar y construir otro sistema que sí responda al bien común, la igualdad y la reproducción ampliada de la vida.

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