No fue la calidad
En noviembre de 2024, a propósito del fallo de los Premios Euskadi se dijo que «había sido la primera vez que el premio de ensayo en castellano ha quedado desierto por falta de calidad de las obras presentadas y de interés público». No conozco los entresijos «paratextuales» (G. Genette) de este premio. Así que será mejor reflexionar en torno al concepto de «calidad», de la que ensayistas aspirantes y jurado no parecen tener idéntica idea. La del jurado ha resultado ser tan caprichosa como volátil. En el mes de mayo, varios ensayos que fueron seleccionados como finalistas, y así lo hizo saber el jurado a sus autores, en el mes de noviembre dejaron de serlo, y el premio quedó desierto. Lo que deja en el aire, no el concepto de calidad, sino el de coherencia. Un cambio radical que lleva a sospechar que en ese proceso interfirió algo o alguien fuera del jurado y que distorsionó la pureza de esa decisión primera. El jurado, sin embargo, se avino a declarar que su voto final fue coherente en todo el proceso. Coherente, ¿con qué? ¿No lo fue cuando seleccionaron como finalistas dichas obras? Invocar la coherencia no nos salva de ser unos desalmados. Netanyahu lo ha sido y ya ven el resultado.
Concretemos. Lo habitual es distinguir, primero, si un texto está bien o mal escrito. En el instituto, para decidirlo se analiza su coherencia, cohesión y adecuación. Y un texto puede estar bien escrito, pero no tener calidad, ni gustarte. O tenerla y dejarte indiferente. Segundo, la calidad concita otros registros textuales: nivel cognitivo, lingüístico, metafórico y estructural. ¿Y originalidad? Mejor no citarla. Para tasarla uno tendría que haber leído tanto como Menéndez y Pelayo juntos.
Recurrir a la calidad es habitual, aunque rara vez se diga qué se entiende por ella. De hecho, los cinco miembros del jurado aludido parecían tener muy clara su definición descriptiva en mayo, pero en noviembre la modificaron. ¿Cuál fue la razón de esta metamorfosis? Ni idea, pero seguro que existió y no creo que tuviera que ver con el concepto de calidad textual, sino de circunstancias, es decir, una razón impuesta por una especie de «deus ex machina» que pasaba por ahí y metió el cazo.
La calidad es un concepto tan proteico que rara vez se basa en idénticos criterios. Los valores cualitativos contenidos en una obra de Diderot o de Voltaire nada tienen que ver entre sí. Y, en ocasiones, dicha calidad va asociada al gusto personal y ya se sabe que el mundo de los gustos es muy desigual. Ahora bien, que en mayo un texto fuera «considerado de calidad» y en noviembre no, rompe cualquier criterio ponderado y coherente.
Invocar la calidad de una obra sin especificar los valores en que se basa no es un buen método. Y que se sepa nadie posee el don de la clarividencia mediante el cual pueda establecer ese «quid» que determina dicha calidad. Henry James lo intentó atrapar en "La figura de la alfombra" (1896), pero terminó por claudicar. Pero negar la calidad de un texto como afirmarla sin especificar su razón de ser, no es serio y riguroso. Y es una torpeza increíble que se reconozca dicha calidad en primaveral instancia y se la niegue en segunda instancia otoñal.
Dudo, por tanto, que el cambio de opinión de los cinco miembros del jurado procediese de su idea de calidad textual. Y que el problema de fondo no se deriva de si los textos rechazados la tenían o no. Más aún. Intuyo que la calidad de los ensayos no premiados no chirría con la que con seguridad tienen los miembros del jurado. Hagan la prueba los lectores. Lean "El Legado" de Galdós, uno de los ensayos rechazados «por falta de calidad y de interés público», y seguro que concluyen que, si alguien afirma que dicho texto no tiene calidad, eso se debe a que se ha limitado a hojearlo, pero no a leerlo. Eso sí, su concepto de calidad literaria será muy distinto al del jurado.
En cuanto al interés que pueda despertar en el público de la CAV, el jurado podrá decir que es nulo, pero no demostrarlo. Pero, en fin, sociólogos del consumo literario tiene la santa casa. Solo preguntaré: ¿qué habría sucedido si el ensayo se hubiera titulado "El Legado de J. Mª Leizaola en el exilio de París" o "Galdós y la identidad nacional vasca"?
Ello nos invita a recordar que en este terreno, pero, sobre todo, en el de los premios, existe un monipodio mandón, ya descrito por P. Bourdieu en “Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario”, formado por diversas fuerzas, nada literarias, que deciden «quién es quién» en estos andurriales.
No es la calidad la que se ha puesto en entredicho, ni la hipotética falta de interés del público por los ensayos desarzonados de modo tan rocambolesco. Calidad y consumo social han sido los pretextos invocados para no premiar una obra cuya temática queda lejos de los intereses del lector vasco (?), como esta reflexión de Galdós en clave actual sobre la política clientelar española y, por extensión analógica, la política vasca. Dado el desconcierto suscitado, no es de extrañar que se haya hablado, no del Premio Nacional de Euskadi, sino del Premio Nacionalista de Euskadi.
En fin, como nadie teme a Virginia Woolf, tampoco hay que avergonzarse. Si es el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco quien abona dicho premio, sería una torpeza desperdiciar la ocasión para incentivar tesis y ensayos que ahonden en la reflexión nacional. Solo que, para que el jurado no se pille las manos de la coherencia, debería tomar antes algunas medidas profilácticas. La más importante: no elegir ensayos finalistas cuya temática no se centre, por ejemplo, en la presencia de la merluza en la literatura de Euskadi o la extinción progresiva del buey en las Encartaciones. Se ahorrarán malentendidos, comportamientos inusuales en un jurado y en el posterior cabreo justificado de unos autores que se han visto tocados en su dignidad y a quienes, incluso, se les «cursó invitación personal a la entrega del premio». ¿Pitorreo? Solo un gesto de inoportunidad coherente.