No, no todo está bien. Al contrario
Hoy, más que nunca, la cuestión de la naturaleza y el origen del mal es de extraordinaria actualidad, ya que en cierta medida influye en la vida cotidiana de cada uno de nosotros. «Si Dios existe, ¿de dónde viene el mal? Y si no existe, ¿de dónde viene el bien?», se preguntaba Boecio hace unos 1.500 años. El filósofo alemán Gottfried Leibniz, que vivió entre 1600 y 1700, también intentó formular una teoría que resolviera este dilema de una vez por todas. Según Leibniz, en efecto, aquel en el que vivimos es el mejor de los mundos posibles, ya que la «sabiduría suprema [de Dios], combinada con una bondad no menos infinita que aquella, no podía dejar de elegir lo mejor». En la práctica, lo que Leibniz quiere decirnos es que, entre las infinitas posibilidades de que disponía, Dios eligió la más deseable al crear el mundo en que vivimos, puesto que en él existe (o quizá deberíamos decir «existía») el equilibrio y el orden más perfectos posibles entre las diversas criaturas. Este mundo, pues, sería el mejor posible no porque en él los males de la existencia se reduzcan al mínimo, sino porque se acerca lo más posible a la naturaleza infinita y perfecta de Dios. Para Leibniz, en efecto, el mal (entendido como mal tanto físico como moral) es una mera posibilidad cuya realización depende exclusivamente del hombre; por eso, «si el más pequeño mal que ocurre en el mundo, no ocurriera, ya no sería este mundo, que todas las cosas consideradas y sopesadas, le parecieron las mejores al Creador que lo eligió».
Fuertemente opuesto a esta forma de optimismo religioso y racional era el pensador de la Ilustración Voltaire, quien, por otra parte, apoyaba firmemente la falta de fundamento de las ideas de Leibniz.
Según Voltaire, en virtud de la enorme cantidad de males que caracterizan nuestras vidas, pretender que este es el mejor de los mundos posibles no solo es inconcebible, sino incluso ofensivo para la inteligencia y el sentido común. Un acontecimiento en particular convenció a Voltaire de la falsedad de las creencias de Leibniz: el terremoto de Lisboa de 1755 (ocurrido 39 años después de la muerte del filósofo alemán). Esta catástrofe, que arrasó la capital portuguesa y se cobró entre 60 y 90 mil víctimas, inspiró a Voltaire un sentido poema y, en general, marcó profundamente a todos los intelectuales europeos de la época.
Ante aquella destrucción indiscriminada e inexorable, decía Voltaire, ya no era posible sostener que «todo está bien», que Dios ama a sus criaturas y que la humanidad es la única causa del mal físico y moral en el mundo. Esto no solo está en abierta contradicción con la experiencia cotidiana, sino que además es cínico e irrespetuoso con el inmenso dolor que los males naturales pueden causar en los seres humanos. Por eso, como escribe el propio Voltaire, «la teoría del mejor de los mundos posibles es desesperante para los filósofos que la aceptan. El problema del bien y del mal sigue siendo, para quienes intentan de buena fe esclarecerlo, un caos insondable».
No cabe duda, pues, de que los acontecimientos que han tenido lugar a lo largo de los siglos −el más reciente, por lo que se refiere a nuestro país, la DANA− nos han llevado a dar la razón a Voltaire, llevándonos a pensar que el mundo en que vivimos difícilmente puede ser el mejor posible. Incluso hoy podríamos apropiarnos de la dolorosa exclamación de Voltaire «¡Pobres humanos! Y nuestra pobre Tierra!», invitando a los que siguen afirmando que todo lo que ocurre forma parte del gran plan de Dios a contemplar las «horribles ruinas» dejadas no por un terremoto, sino por la DANA.
El de Voltaire, sin embargo, no es simple pesimismo; al contrario, contrapone al optimismo racionalista de Leibniz una forma de optimismo diferente, más prudente. Esta tendencia está perfectamente encarnada por Cándido, el protagonista de la novela homónima que Voltaire publicó en 1759. Como sugiere su propio nombre, Cándido es un joven espontáneo e ingenuo, mientras que su tutor Pangloss es un seguidor de Leibniz, seguro de que «todo está concatenado y todo es necesario en el mejor de los mundos posibles». Por su parte, Cándido no está del todo convencido de las enseñanzas de su maestro, ya que no puede evitar preguntarse por la razón de «todas las desgracias que le han ocurrido en el mejor de los mundos posibles».
La respuesta de Cándido a esta pregunta muestra claramente toda su inmadurez: según él, en efecto, «debemos cultivar nuestro jardín», es decir, los hombres deben dedicarse apasionada y generosamente a sus actividades cotidianas (ya sean pequeñas o grandes), para encontrar en el trabajo y en la sencillez de las pequeñas cosas un antídoto contra los males de la existencia. Sin embargo, el objetivo de Voltaire no era ciertamente afirmar la tesis banal de que las pequeñas alegrías de la vida son la solución a nuestros males. De hecho, algunos males siguen existiendo aunque no les prestemos atención y nos dediquemos a las «cosas sencillas» con la mejor de las intenciones: los terremotos siguen devastando ciudades y las catástrofes o desastres, naturales o menos, siguen cobrándose víctimas. No en vano, el propio Voltaire escribe que Cándido «pronto se aburre de cultivar su jardín», como para subrayar que el ingenuo optimismo del niño es tan estéril como el ciego optimismo leibniziano de Pangloss. Si, en efecto, afirmar que «todo está bien» es un prejuicio real que impide ver la realidad de los hechos, es igualmente cierto que el optimismo cauteloso de Cándido no es más que una visión simplista de las cosas, debida a la ingenuidad del personaje, y no a una forma más profunda de sabiduría propia. Por tanto, la respuesta de Cándido no era una respuesta válida en el siglo XVIII, y mucho menos hoy, una época en la que todo está interconectado.
Sin embargo, Leibniz no niega que, en lo que él mismo llamó el mejor de los mundos posibles, abunden los males y los sufrimientos para los seres humanos. Y si pensamos en la humanidad como una más de las numerosísimas especies que pueblan el universo, y en la Tierra como «una pequeñez en comparación con las cosas visibles» y como una minúscula e insignificante mota en el cosmos, la perspectiva cambia por completo. Los males que nos afligen serían, pues, una nimiedad insignificante en comparación con la infinitud del universo surgido directamente de la mente de Dios. Sin embargo, aunque planteada así, la teoría de Leibniz parece menos dogmática y más fiable, la idea de fondo sigue siendo insatisfactoria: no basta con recordarnos nuestra marginalidad en relación con el conjunto de la creación para convencernos de que el mundo no podría ser mejor que esto.
Esa reciente DANA en algunas partes de España, y otras calamidades varias, no son en absoluto lo mejor que nos puede ocurrir, y, sin embargo, sabemos con certeza que no es «labrando nuestro propio huerto» como saldremos adelante.
Si bien es una certeza nuestra absoluta impotencia ante las catástrofes naturales, no debemos olvidar que estas casi siempre nos recuerdan la importancia de no ser indiferentes al dolor que causan y nos exigen actuar para cambiar las cosas a mejor.
También este puede ser un momento crucial para poder reorganizar nuestra sociedad de una manera más equitativa y humana. En efecto, los males que nos aquejan no son todos independientes de nosotros, muchos los hemos generado nosotros mismos, con nuestro comportamiento imprudente y miope, que además de la emergencia climática ha generado profundas injusticias y desigualdades sistémicas.
Este no es el mejor de los mundos posibles, nos hemos dado cuenta de ello hace mucho tiempo, y esforzarnos por negarlo sería insensato; sin embargo, al mismo tiempo, es el único mundo del que disponemos.
Diversos intelectuales han explicado cómo el sistema capitalista podría incluso beneficiarse de una desgracia como esta, como ya ha ocurrido en anteriores situaciones de crisis. Por tanto, todos debemos contribuir a un cambio que ya se ha hecho imperativo.
Aunque podamos reducir la creencia en el mejor de los mundos posibles a una quimera metafísica, nunca debemos olvidar que solo a nosotros nos corresponde comprometernos y luchar para que este mundo no se convierta en el peor de los posibles.
Con todo, hay una pregunta de las preguntas que siempre me acompañan: ¿es posible otro modelo?