Obscenidades
La cuestión fundamental para explicar este infinito desastre es que sobran unos dos mil millones de seres humanos, que no hacen más que comer enormes cantidades de aportaciones alimentarias benéficas. Cuando desaparezcan esos dos mil millones retornará la normalidad y los pobres seremos los de siempre, es decir, los que da cada país
La crisis actual de la sociedad no constituye, desgraciadamente, un fenómeno sectorial sino una desestructuración profunda. Quienes rigen y explotan el sistema se refieren constantemente a un desagradable desajuste económico, a un problema de mala contabilidad que, eso sí, ha dejado en Europa más de cincuenta millones de parados y varios cientos de millones más que viven miserablemente. Primera conclusión: se trata de una magnífica catástrofe, como decía Zorba el griego. Segunda conclusión: la crisis es, pues, mucho más profunda que un conjunto de errores económicos circunstanciales. Al menos ese es el resultado a que se ha llegado en una encuesta telefónica que se ha hecho a quinientos millones de europeos, con un error de más-menos 1%. Consiste la catástrofe en la desaparición de los valores morales, en la ruina de la comunicación, en la indiferencia política y humana ante el drama cotidiano, en la insensibilidad generalizada, según la cual los muertos son debidos a su falta de fe en el futuro… Hay demasiada prisa en los que no comen. Es una crisis que puede entenderse como un oscurecimiento total del horizonte. El vecino se ha convertido en sospechoso de innumerables deshonestidades; es un enemigo que puede atacarnos en cualquier momento. La muerte es un espectáculo que únicamente requiere nuestra atención en sus aspectos morbosos o como resultado triunfal de un ajuste de cuentas en que participamos todos, muchas veces sin saber por qué. Mas para contrarrestar este afán de novedades patológicas, un sector muy amplio de la sociedad, como diría el sociólogo Sr. Sostres, admira la fuerza, el esfuerzo social y la firmeza de los creadores de riqueza, que es vida según este chico de Girona.
Consulto con frecuencia la tabla en que aparecen las noticias más leídas y me pregunto qué interés social, cultural, económico pueden tener las informaciones que ocupan los primeros lugares en el interés público. En algunos casos esas listas nos transfieren una obscenidad cegadora. Acabo de leer la clasificación de los hombres o mujeres más ricos del mundo, que encabezan, como ya es habitual, los Sres. Slim o Gates. Es tremendo el dinero que poseen. Están ya capacitados para adquirir la sociedad mundial si forzaran un poco más su máquina financiera. Un mundo mínimamente razonable en su organización social no podría facilitar ni la mitad del dinero que acopian estos dos individuos. Incluso no creo que exista físicamente tanto dinero. ¿Qué fabrican, qué venden esos caballeros para acrecentar de tal modo su fortuna? Lo curioso es que, en general, no producen nada material ni útil. Compran y venden dinero a fin de tener más dinero. ¿Y qué hacen después con ese río de oro? Pues no hacen nada. Si acaso adquieren bancos, redes de televisión y radio, ingenios para hablar unos ciudadanos con otros, que tampoco tienen nada que decirse. Se apropian también de tierra, luz solar, viento, energías diversas de las que se apoderan tras comprar política, gobiernos, parlamentos. Cosas realmente inútiles si consideramos lo que quiere decir el bien común. Pero la gente se apasiona con estas contabilidades. A veces me acomodo en un parque que hay cerca de mi casa y veo que los otros parados o pensionistas consultan las páginas de finanzas de los periódicos y rematan su lectura con un «¡caray, caray!» que revela una infinita orfandad ante la realidad que nos toca vivir. Luego se van hacia la parte final del diario y observan con satisfacción lo que han menguado las vaporosas perneras de los shorts que este año se ponen las señoritas agraciadas con unas fotos en los medios de comunicación. Alguna vez pasan velozmente ante las verjas del parque los fugaces porches en que viajan los jugadores de futbol que van a comprar el pan del domingo. Entonces los parados y los pensionistas vuelven a decir «¡caray, caray!». Y pelan el plátano pocho que llevan para el almuerzo de media mañana.
Todo esto produce una destructora sensación de irrealidad, pero a la vez una admiración casi religiosa por las nalgas de las señoritas y los barcos de los banqueros. Los caballeros jóvenes que se ofrecen como ejemplo de lo que hay que ser a fin de que el mundo siga flotando entre meteoritos aterradores corren por las avenidas laterales del parque a fin de conservar el músculo que certifica su sugestivo poder. Cada cierto tiempo estos ciudadanos de la élite consultan unos relojes extraordinarios y unos pulsómetros suecos, miran con cierta indiferencia el trasero de la señorita que corre delante y se pasan la toalla por el cuello y la entrepierna para enjugar el único sudor que les genera su vida. Mientras tanto, un inmigrante rumano se para ante los jubilados y los parados para solicitar un óbolo mediante una salmodia que domina la calle de la Unión Europea. Es una sociedad para esquivos ricos de yate vago y pedigüeños búlgaros de atrio parroquial.
Uno dice estas cosas aunque corre el riesgo de que Eliana Bella, inmigrante latinoamericana que viene un par de días a la semana a hacerme la sopa de ajo con que alargo mi edad –Dios la bendiga–, me recuerde que toda esta sociedad aún estaría mucho peor si gobernásemos los comunistas. Eliana Bella sigue creyendo que lo más importante en los últimos cien años es la caída del muro de Berlín, suceso que la «pone» muchísimo. Es admirable la fe que despiertan entre las masas esos ricos que de vez en cuando donan algunos millones a una fundación para fabricar «emprendedores», esos imaginativos muchachos que al margen de toda esperanza fabrican un micrófono popular o cualquiera otra cosa sorprendente con la chapa de una regadera de deshecho que han hallado en el cubo amarillo. El horizonte está oscuro.
Y bien ¿cómo se arregla todo esto? Pues con unas elecciones preñadas de esperanza. Las elecciones crean mucho empleo, aunque sea estacional, en el sector de servicios. Pero se precisa, sobre todo, mucho tiempo; el tiempo que sea necesario y que es lo último que podemos dar a los poderosos. Ante todo, los gobiernos que vengan después de irse han de poner en marcha un enérgico programa de clonación de consumidores, ya que los consumidores constituyen la pieza fundamental de un correcto funcionamiento económico. Hacen falta consumidores. ¿De qué, exactamente? Eso ya es más difícil de establecer a priori, aunque podemos. Por ejemplo, de consumidores de tabletas. Pero dedicarse enérgicamente a las tabletas tiene sus peligros. Pachu, un albañil asturiano que es amigo de mi hermano, se cayó del andamio mientras se entretenía en ver en su tableta la boda del último Grimaldi. Todo es muy complicado. Quizá con otra guerra que facilite a los fabricantes de automóviles manufacturar tanques pudiera resucitarse la economía real. Es lo que se hizo tras la crisis del 29, pero era una crisis burguesa de creación de un exceso de accionariado en el marco de la tantas veces citada y añorada economía real, lo que no sucede en la presente crisis. Ahora los accionistas son pocos y potentes, rodeados, esto es cierto, de un número ya más elevado de accionistas de segunda clase, que son los que aportan penosamente el dinero para sacar la banca adelante. Son los accionistas-afluente. Sus lápidas llenan enormes extensiones, como ocurre en los cementerios de héroes del Día D. en Normandía.
La cuestión fundamental para explicar este infinito desastre es que sobran unos dos mil millones de seres humanos, que no hacen más que comer enormes cantidades de aportaciones alimentarias benéficas. Cuando desaparezcan esos dos mil millones retornará la normalidad y los pobres seremos los de siempre, es decir, los que da cada país. Hace falta un programa mundial de nacionalización de pobres, que podrían ser vigilados más eficientemente por organizaciones como la Guardia Civil mediante una política trasversal basada en la centralidad de los riesgos. Por ahí podría ir la cosa.
Pese a todo, el panorama parece mostrar evidencias de superación de la crisis. Se puede ya decir que se observa un pueblito acá, otro más allá y la veredita que sube y se pierde. El neoliberalismo cree mucho en la música como herramienta para la regeneración del alma.