Ochenta y nueve años
En ese marco caudillista he cumplido los ochenta y nueve años. Según sea quien gobierne solo me queda la esperanza continuada de que los dirigentes sigan trabándose en sus constantes querellas y se olviden una vez tras otra de la ciudadanía, que se alimenta de sus propios disparates. España es una pura sumisión magnificada. Lo que me pregunto una y otra vez es dónde está aquella Europa que nos han prometido reiteradamente para ampliar siquiera un poco el patio de recreo de la prisión.
Ante todo, mi gratitud a quienes me han felicitado por mi ochenta y nueve aniversario. Dios les pague su caridad. No hubiera iniciado este papel con tal referencia a mi persona –sería vanidad absurda en quien no puede tener objetivamente vanidad alguna– de no prestarse mi edad a ciertas consideraciones sobre mi nacionalidad española. Creo sinceramente que ser español durante casi noventa años tiene alguna suerte de mérito. Por mucho menos han sido concedidas brillantes cruces al valor. He de subrayar, sin embargo, que mi españolidad esta diluida en una dosis elevada de celtismo que aportaron tanto mi bisabuela galesa como mi abuela alemana, que procedía de una nación que antes de ser Prusia oriental perteneció políticamente al Gran Ducado de Moscú. Por si ello no fuera ya relevante en mi constitución espiritual, soy descendiente de las tribus célticas que partiendo del norte peninsular se asentaron en tierras irlandesas o del marco escocés. Yo creo mucho en el poder de lo étnico. El ser humano está hecho sobre todo de paisaje y lengua, dos elementos milenarios que hornean a los pueblos. De los celtas dijo un gran historiador catalán que era el único pueblo germánico incapaz de formar imperios. De ahí su relegación a tierras extremas y defendibles. Los castros gallegos, por ejemplo, certifican esto que digo de modo muy sumario.
Lo español, típicamente entendido, tiene otras características distintas a las célticas: España fue amasada muy deprisa –España es ácima– y merced a un juego de imágenes sobrecargadas de invención urgente y con una población muy discontinua. Cuando nace el reino de León, con monarcas asturianos –que tuvieron una relación principesca con la brillante corte carolingia, como demuestra el prerrománico asturiano–, surge una sociedad atribulada e inestable que aprovecha grandes vacíos territoriales que no generan ninguna cohesión social y cultural. La cultura estaba constituida con retazos romanos dispersos y escasos –sorprende un monarca como Alfonso el Sabio– y la economía supervive a duras penas merced a las grandes haciendas romanas desligadas hacía ya tiempo del Imperio que desaparece. La anarquía que produce una dinámica tan sobrevenida y desarticulada impide hablar ni siquiera idealmente de lo español. La corta presencia visigoda no cobra por su parte, ni mucho menos, una profundidad determinante de una verdadera nación de límites peninsulares. Mientras todo eso sucede en lo que luego será Castilla y sus forzadas adherencias, los condes dependientes de la corte carolingia en tierras del este pirenaico van adquiriendo soberanía y asentando lo que será la futura Catalunya, ya convirtiéndose en una realidad política plenamente mediterránea. Por su parte Navarra despliega también otra entidad poderosa y madura al norte y al sur de los Pirineos. Con la enérgica y dilatada presencia musulmana, al menos hasta Toledo, y con expansiones sólidas hacia el este, el sur peninsular se convierte en El Andalus, como nación con una cultura propia, un comercio vivo y unas relaciones internacionales poderosas. España, como tal España, sigue sin aparecer. Y Castilla empieza a dibujarse como asiento de un poder basado en una dinámica bélica tumultuosa y con variadas direcciones que prefiguran ya lo español, intervenido seguidamente por dinastías que, asentadas en España, la convierten en una pura fuente de recursos al servicio exhaustivo de sus políticas imperialistas en las áreas europeas de su procedencia dinástica. En el siglo XVIII culmina el enclaustramiento de España y su renuncia a la Europa de la Ilustración. España es ya España.
Todo esto que acabo de relatar muy elementalmente con el desorden propio de la prisa y, por tanto, moteado de errores que en este caso estimo secundarios, da lugar a una castellanización de España caracterizada por un imperialismo sin más imperio finalmente que el ejercido por Madrid sobre naciones aherrojadas dentro de sus fronteras y sometidas a gobiernos autoritarios o golpistas; por una pérdida de libertades políticas y sociales que crean un ambiente empobrecido en que florece la sumisión; por un control del pensamiento que hostiga todo diálogo verdadero; por una corrupción expansiva y elemental; por una agresividad institucional que satura el aire de violencia… Todo ello hace de España un lugar incómodo, donde la irresponsabilidad generalizada se sostiene sobre una tribalidad que agavillan violentamente líderes sin más ambición que su propia supervivencia.
En ese marco caudillista he cumplido los ochenta y nueve años. Según sea quien gobierne solo me queda la esperanza continuada de que los dirigentes sigan trabándose en sus constantes querellas y se olviden una vez tras otra de la ciudadanía, que se alimenta de sus propios disparates. España es una pura sumisión magnificada. Lo que me pregunto una y otra vez es dónde está aquella Europa que nos han prometido reiteradamente para ampliar siquiera un poco el patio de recreo de la prisión. A mí, por ejemplo, me gustaría ser estonio. Me atraen los mares del norte. Sin existiera de verdad una Europa Unida podría llegar a los noventa años sin verme amenazado por otras Reinas Católicas que retornarán si logra la Sra. Sáenz de Santamaría auparse a un poder donde ya está sentada la Sra. Díaz en Andalucía. Por ejemplo. Luego continuaremos con otro Borbón que seguirá teniendo en su corazón la voluntad del primero que llegó al trono de Madrid con una orden terminante de su abuelo, rey de Francia: «Trata bien a los españoles, que te amarán, pero no olvides que eres francés».
Es desalentador ser español. Ser español me recuerda las cartillas de racionamiento y el día del Plato Único que inventó el franquismo para unir patrióticamente a los que ni siquiera tenían plato. Para celebrar mis primeros ochenta y nueve años mi señora me ha regalado un diminuto armatoste en que puedo pedalear sin moverme de la butaca en que me siento todos los días para seguir los debates de la Sexta sobre lo que harán con los huesos de Franco. Dicen que mejoraré notablemente de mi parkinson, que tanto reposo me da, y que recobraré algo de la memoria que antes tenía. Justo lo que tampoco deseo. Mi memoria quedó depositada en la casa de empeños republicana.
A España le sobran los sufridos médicos de la Seguridad Social a fin de llegar antes al paraíso que Dios prometió devolvernos, única y triunfal salida que nos queda. A no ser que acierten los catalanes o los vascos en su pretensión de libertad, a cuyas tierras iré emocionalmente en mi patera de emigrante ideológico, aunque ahora disfruto en la tierra de Segovia, que no ha perdido el sello romano que conserva en su acueducto.
Yo lo que pretendo es tener una bicicleta de verdad y pedalear enérgicamente entre las nubes como hacían los muchachos que querían irse con E.T.