Pitido a los españoles
Se pregunta el autor a quién ha podido beneficiar la pitada del final de la Copa en Barcelona. Y al portavoz del PP en el Congreso, que acusó a quienes silbaron el himno de xenófobos, le pregunta si es que él considera a los españoles extranjeros en Catalunya y cuál cree que es la razón de que allí se reaccione hostilmente ante ellos.
A mí me gustaría saber quién organizó explícita o implícitamente la pitada al himno español en el partido final de la Copa del Rey en Barcelona. Lo bordó. El pitido salió redondo. Y, sobre todo, me ilustraría mucho conocer con exactitud quién ha sido el beneficiario de esa pitada: ¿el Gobierno de Rajoy, el Gobierno catalán, las instituciones españolas, las instituciones catalanas, las instituciones europeas? Quid prodest? Pero dada la oscuridad en que vivimos, y sobre todo ante sucesos como estos, hay que proceder por descartes. Como dice el enfoscado maestro de moral pública Felipe González, hasta el Estado tiene sus desagües.
Es raro que esa pitada haya salido del cauce gubernamental catalán. La Generalitat no precisa más enfrentamientos acres con Madrid, ni redoblados sobreesfuerzos patrióticos de la nación catalana, a la que debe administrar tanta fatiga. Sabe que donde aparezcan símbolos de la intolerancia española va a ocurrir lo que sucedió sin necesidad de incitación alguna. Luego, para qué tentar más al monstruo unitario. La Generalitat y los republicanos catalanes precisan un quehacer público prudente y afinado, aunque tenga raíces enérgicas –bastante tienen con las Colau que navegan de bolina–, para explicar bien el nacionalismo catalán a la Europa entregada al Imperio teutónico –todos para uno– que está permanentemente presente en el mercadillo de Madrid en que España va siendo vendida a trozos ya sea a los Estados Unidos de Torrejón de Ardoz, ya sea a Alemania, el gran führer europeo, ambos controladores permanentes de la finca española.
El catalán pitará siempre a quienes han convertido la bandera española en un apercibimiento represor. La Generalitat no necesita conocer por medio de mecanismos excepcionales lo que piensa la mayoría de los catalanes acerca de España, sean esos catalanes simplemente nacionalistas, separatistas, federalistas o puramente ciudadanos hartos de su incómodo y elemental vecino. O sea, no parece que el Gobierno catalán e instituciones adyacentes tengan nada que ver como inductores de la pitada de Montjuich, el ensangrentado suelo en que reside el espíritu de pacíficos patriotas catalanes asesinados por la Bestia, como Lluis Companys. ¡Para qué pitadas como invento del Gobierno catalán, si estas brotan frescas y espontáneas! El pueblo no necesita más discurso que alzarse sonoramente. A España ya no puede hablársele socráticamente. O se pita o se toma la cicuta. ¿Y acaso ha de suicidarse todo un pueblo?
Antes del segundo descarte de responsabilidades: ¿Por qué Madrid permitió que ese partido se celebrase en suelo catalán, teniendo en cuenta que jugar en Barcelona podría desequilibrar la masa espectadora en favor del Barcelona F.C. y en contra de la afición vasca? ¿No hay en la Secretaría de Estado madrileña del Deporte alguien que entienda tan sencillo planteamiento? ¿Por qué jugar ese partido en un estadio viejo, no considerado útil en pretéritas Olimpiadas? ¿Se trataba de un inesperado y absurdo obsequio a Catalunya, de un desprecio a Euskal Herria o de una forma de proclamar ante la fortaleza de Montjuich algo parecido a «estos son mis poderes?». Aclare este asunto Madrid. Si se eligió el estadio de Montjuich hay un camino corto para explicarlo: la provocación española. Pues ahí están los pitos. Pero repitamos: quid prodest?
Segundo descarte. ¿Podría tratarse esta elección de Barcelona para la final de Copa como una forma de suscitar un arrebato español en pro de un Gobierno que está ya al borde del precipicio si no es, incluso, que rueda ya por él? España necesita seguir a un caudillo y los caudillos se hacen en la guerra. Madrid siempre admiró el mecanismo maquiavélico según el cual toda implicación en una guerra exterior agavilla a las masas desvertebradas en torno al conductor convertido en héroe. Este sistema ya fue manejado también por Fernando el Católico cuando para conseguir que las Cortes aragonesas no impidiesen su entrega a Castilla planteó una situación bélica entre Aragón y Francia. Dada la actual situación híspida de las tribus españolas, nada tan calmante como una nueva convocatoria unitaria al combate que se libra desde hace muchos años contra la nación catalana. ¿Y qué mejor convocatoria para la guerra que el marcial himno español resonando en pleno corazón de Catalunya? Al Sr. Rajoy se le ha ido la economía de las manos, ha werticalizado el progreso cultural de España y ha destruido el bienestar de las familias trabajadoras. Las urnas están dejando de ser un útero cálido para su poder franquista, endofranquista, minifranquista. Le quedaba, pues, un último recurso para compensar: ¡otra batalla sonada en el marco de la decaída guerra! Esta imaginación del que suscribe constituye el tercer descarte en la búsqueda del quid prodest de Monjuich. Tan es así que nada más surgir los pitos se lanzaron al ruedo los peones del ourensano para redondear la faena de los pitos y encajar a los catalanes toda la responsabilidad por el tsunami de Montjuich. Por ejemplo, oigamos al Sr. Hernando, portavoz de onda corta del PP en el Congreso y que se ha encargado de reenviar esos pitos a los españoles para ensordecerlos definitivamente.
El Sr. Hernando, un smart del derechismo, dijo que «esta intolerancia de los energúmenos demuestra la enfermedad de quien considera lícito ofender el patriotismo de otros». Así, como suena. En boca del Sr. Hernando el patriotismo ofendido es el español. Bien, admitamos esa simpleza, pero concretemos: ¿en qué consiste esa ofensa? Pues en protestar el himno que ahoga al patriotismo catalán, al que no permiten vivir en plenitud de consecuencias políticas su propio himno sin que silben las pelotas de goma de los antidisturbios.
Catalunya habla de libertad; Madrid habla de leyes y de Guardia Civil. Paradojal situación. Mas avancemos en este proceso psiquiátrico. La intolerancia trasluce además una enfermedad, según el pálido Sr. Hermando. Es decir, el catalán que silva a su opresor es, además, un enfermo. Yo diría que el Sr. Hernando, siguiendo al ilustre psiquiatra Ronald Laing, tiene el «yo» dividido, esa situación esquizofrénica en que «el ser como una persona (esto es, entenderla) equivale a ser lo mismo que esa persona (o estar muy próximo a ella) y, por tanto, a perder identidad». Situación que puede remediarse mediante la sustitución del amar y ser amado, (que aproxima), por odiar y ser odiado, que restablece una personalidad indiscutible frente al otro, al que quiere aplastarse sin más. Esa sí es una personalidad enferma.
Y añade el Sr. Hernando y comentan los periodistas que le rodean que estamos ante un caso de xenofobia. Consultemos: «Xenofobia.- Odio, repugnancia y hostilidad ante los extranjeros». Resumen: si existe xenofobia es que existen los extranjeros. ¿Es este el lío en que se quiere meter el Sr. Hernando? ¿Son en Catalunya extranjeros los españoles para sentar que se les odia xenofóbicamente? Y si es así, ¿por qué se les odia? ¿Por qué, como anota el portavoz del PP, se reacciona hostilmente ante ellos? ¿Qué clase de enemigos son?