Jonathan Martínez
Investigador en cominicación

Poder soberano

La noticia ha pasado más o menos desapercibida. El martes, Estados Unidos ordenó la repatriación de Mohammed Abdul Malik Bajabu, un keniata que ha pasado más de diecisiete años encerrado en el penal militar de Guantánamo sin que jamás se hayan presentado cargos en su contra. A Bajabu lo capturaron en 2007 porque lo creían un auxiliar de Al Qaeda en África. Primero lo arrestó la Policía de Kenia para sepultarlo en la incomunicación de los calabozos de Mombasa. Después lo trasladaron a Nairobi. Un mes más tarde, como por arte de brujería, el detenido apareció en la bahía de Guantánamo entre pretextos antiterroristas.

Varias investigaciones posteriores han esclarecido los pormenores del secuestro. Según las autoridades keniatas, Bajabu pudo haber participado en el atentado contra el hotel israelí Paradise de Mombasa en 2002. En 2007, temiendo que atacara el Campeonato Mundial de Campo a Través, lo raptaron y lo interrogaron hasta la extenuación sin que apareciera el mínimo indicio de culpa. Fue entonces cuando lo encomendaron a los militares estadounidenses. Bajabu pasó por un prisión secreta de Yibuti y voló hasta la Base Aérea de Bagram para permanecer encerrado en un tugurio de Kabul antes de reaparecer en las instalaciones cubanas de Camp Delta.

La historia de Bajabu me ha suscitado una estricta curiosidad personal. En las páginas de “The New York Times” he leído su ficha desclasificada. Ahora sé que al interno KE-10025 lo abdujeron cuando tenía treinta y tres años. Era casado y padre de tres hijos. Contaba con experiencia laboral en una empresa pesquera y esperaba con ansia regresar a su viejo oficio. En Guantánamo se condujo con una obediencia ejemplar y cocinaba con entusiasmo para sus compañeros. Sin embargo, era reacio a proporcionar información a los interrogadores. Nunca expresó su adhesión a ningún grupo subversivo aunque reprobaba la política exterior estadounidense.

Pero el destino de Bajabu invita sobre todo a una reflexión de índole política. ¿Dónde reside el poder soberano? ¿Quién toma para sí la potestad de hacer desaparecer a una persona, despojarla de cualquier derecho elemental y liberarla diecisiete años después sin la menor consecuencia? Los más ingenuos adeptos de las democracias contemporáneas dirán que el poder reside en la Constitución, en la voluntad de las urnas, en un intrincado sistema de parlamentos, en la división de poderes o en el papel fiscalizador de la prensa. Fruslerías. Cualquier análisis que pase por alto la naturaleza coercitiva del poder está condenado a la irrelevancia.

A principios del siglo XX, Max Weber escribió una definición ya clásica del poder soberano. Hubo una época en que las sociedades se organizaban en familias y hacían uso cotidiano de la violencia. En nuestro mundo, dice Weber, el Estado es aquella comunidad humana que ejerce el monopolio de la fuerza en un territorio determinado. Tenemos derecho a la violencia solo en la medida en que el Estado nos lo permite. El Estado es, en definitiva, una relación de dominación sostenida mediante el uso legítimo de la coerción. Y para que esa relación subsista es necesario que las personas dominadas acaten la autoridad que pretenden tener quienes dominan.

Tres años después de Weber, Carl Schmitt acuñó una definición lapidaria del concepto de soberanía: soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Mucho más tarde, aterrado por la infamia de Guantánamo, Giorgio Agamben retomaría las ideas de Schmitt para definir el totalitarismo moderno. Vivimos en un estado de excepción perpetuo, al menos desde que George W. Bush autorizó las detenciones indefinidas bajo la coartada del antiterrorismo. Los detenidos durante la «guerra contra el terror», dice Agamben, son seres vivos sin entidad jurídica casi a la misma altura que los prisioneros de Auschwitz.

En los periódicos, los titulares de otras latitudes se entreveran con noticias más cercanas. El viernes, el Gobierno de Navarra hizo oficial el reconocimiento de dos víctimas de la tortura. El primero es el sindicalista Alberto Goñi. Lo arrestaron en cinco ocasiones durante sus tiempos mozos. Cuenta que a los catorce años la Policía española le clavó una paliza de escalofrío. Que la Guardia Civil lo hostigaba. Que le pusieron una pistola en la cabeza. La segunda víctima oficial es Joxe Aldasoro, que pasó en 2010 por el despacho de Fernando Grande-Marlaska y que ha encauzado sus recuerdos a través de la literatura. «No hablamos de la tortura porque no somos capaces», decía en las páginas de “Berria”.

Hay un hilo de sombra que une la bahía de Guantánamo con el torturadero de Intxaurrondo, con las dependencias madrileñas de la DGS y con la reputación tenebrosa de Tres Cantos. Es verdad que la doctrina antiterrorista de Bush ahondó en la excepción vasca tras el 11-S. Que la retórica securitaria abrió las puertas a nuevos delirios punitivos en nombre de la legítima defensa. Pero en España, los poderes del Estado siempre generaron zonas de excepción por iniciativa propia. ¿Qué es la detención incomunicada sino un agujero negro donde el arrestado pierde por varios días su estatus de ciudadano? ¿Cuántos vascos han quedado atrapados en el limbo de la prisión provisional? ¿Cuántos años de cárcel sumamos sin delito o sin condena?

«Sospechoso y con el agravante de ser salvadoreño», escribía el poeta Roque Dalton. Los carceleros de Mohammed Abdul Malik Bajabu son los mismos que en Madrid firmaron las leyes de excepción que han expandido las cárceles y han hecho posible la tortura. Los mismos que miraban hacia otro lado cuando los detenidos pasaban hechos un guiñapo por los despachos de los jueces instructores. Hay ciudadanos que siempre han sido sospechosos de todo para el poder soberano. A veces con el agravante de ser vascos. Es relevante que ahora nos reconozcan. Pero lo más importante es que nunca dejemos de reconocernos.

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