Polarización
El otro día mi vecina me contó una historia que había visto en internet, el vídeo de un padre que veía morir a su hija, o de una hija que veía morir a su padre, no me quedó claro, un accidente en todo caso, un accidente terrible que había quedado registrado en unas cámaras de vigilancia. El vídeo venía al caso porque estábamos hablando de los chavales que se bañan en el río y se tiran al agua desde alturas de vértigo, hay que tener cuidado, los accidentes suceden y el vídeo que había visto mi vecina confirmaba aquella intuición en todos los aspectos de la vida.
No sé si la historia era real. A poco que uno escarba, descubre que las redes sociales son un semillero de vídeos guionizados que plantean alguna clase de enseñanza moral. Tampoco parecía una noticia relevante, desde luego no para nuestro entorno, la crónica de sucesos no tiene mayor propósito que alborotar nuestras pasiones. Ni siquiera sé si se trataba de una noticia reciente, pues en el mundo redundante de la red la información se recicla y hay titulares antiguos que de pronto, sin que nadie sepa cómo ni por qué, regresan a la actualidad haciéndose pasar por nuevos.
El caso es que mi vecina no solo me contó la historia sino que sobre todo se sorprendió de que yo la desconociera. «¿No la has visto en Facebook?». En ese momento algo hizo clic en mi mente, una válvula, una biela. No era la primera vez que alguien de más edad que yo me remitía a las redes sociales para que leyera tal o cual noticia. «Está en Facebook». He tenido que proponerme a mí mismo una explicación: varias generaciones de personas educadas en los viejos medios de comunicación se aproximan a Facebook igual que se aproximan a la televisión, con la convicción inconsciente de que la plataforma presenta una programación única y universal.
He recordado a Jaron Lanier en el documental "El dilema de las redes". Lanier es un informático bonachón con aspecto de baterista de reggae al que todo el mundo considera uno de los precursores de la web 2.0. En los últimos años, sin embargo, ha denunciado el totalitarismo digital de las multinacionales de Silicon Valley. Cuando acudes a una entrada de Wikipedia, dice Lanier, ves lo mismo que los demás. Si Wikipedia actuara como Facebook, espiaría tus hábitos de navegación para calcular qué deseas leer y te ofrecería definiciones personalizadas de acuerdo a tus sesgos particulares para venderte al mismo tiempo productos que ni siquiera sabes que necesitas.
En el capitalismo del big data, las grandes empresas de información han levantado un modelo de negocio basado en la publicidad microfocalizada. Al pasear por la red, vamos dejando un rastro de datos, vamos rellenado un perfil psicológico mucho más minucioso que una ficha policial porque no se limita a registrar nuestro color del pelo o nuestro estado civil sino que accede al recinto impenetrable de nuestras emociones. Los algoritmos tienen un ánimo predictivo. Si mi vecina se ha detenido en el vídeo de una desgracia, es posible que Facebook le ofrezca más vídeos trágicos y tal vez la apabulle con noticias de hurtos, de crímenes y de okupas, y cuando menos se lo espere, empezarán a asediarla con publicidad de alarmas antirrobos y un simpático meme le recomendará que en las próximas elecciones vote a Santiago Abascal.
Pierre Bourdieu explicaba que la televisión se basa en una inercia patológica. La competencia por las audiencias lleva a los canales a fomentar los discursos xenófobos y a promover la ilusión de que la delincuencia no deja de crecer. Así es como se inocula una resignación fatalista que favorece al orden establecido. La eclosión de las redes sociales no invalida esta hipótesis. Al contrario. Todo lo que denunciaba Bourdieu se ha exacerbado en la cultura digital. La hegemonía de los bajos instintos ha dado alas a los charlatanes de extrema derecha y no hay red social cuyo algoritmo no haya aupado los discursos de odio. Si la televisión está dominada por la tiranía de la audiencia, las redes sociales fomentan el clic, el swipe up y el acto reflejo del like en noticias fugaces que no somos capaces digerir de porque la razón exige una lentitud que el flujo digital boicotea.
El discurso dominante ha asumido cierta preocupación al respecto. En sus críticas superficiales no suele faltar la palabra «polarización», que a menudo actúa como una variante refinada del viejo sonsonete de los extremos que se tocan. Las redes sociales, dicen algunos decidores, han hecho que las izquierdas y las derechas se echen al monte con discursos temperamentales y una semejante propensión a la violencia. Roland Barthes llama «ninismo» a esta falacia, un recurso tradicional de esa burguesía liberal que siempre busca presentarse ante el mundo como un ecuánime fiel de la balanza. «Los ultras de aquí» y “«los ultras de allí», decía Andoni Ortuzar. Cuando es incómodo elegir, dice Barthes, lo más fácil es no darle la razón a ninguna de las dos partes.
Hoy se celebran elecciones en Italia y los sondeos ya coronan al posfascismo de Giorgia Meloni. La ultraderecha no solo crece sino que lleva años estableciendo los marcos de debate más propicios a sus intereses. La apelación a las pasiones más viscerales ha alcanzado tal ausencia de escrúpulos que el pasado mes de agosto Meloni llegó a publicar en sus redes el vídeo de una violación en plena calle junto a un mensaje electoral de mano dura. No importan las críticas que le han llovido porque los términos de la deliberación pública son ya un lodazal donde la piara ultra chapotea a sus anchas.
He vuelto a leer en la prensa la palabra «polarización» y pienso que ojalá existiera alguna polarización porque eso querría decir que existe al menos alguna simetría en la batalla. Sin embargo, frente al monstruo hipervitaminado de la ultraderecha europea no hay un poderoso polo de izquierda sino un reguero de añicos sin discurso ni futuro. No es una crítica sino una desoladora constatación. Tampoco traigo un remedio. Tendré que preguntarle a mi vecina.