Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Política y presos

«Aceptar correctamente el móvil de la acción, a fin de orientar posteriormente el tratamiento que ha de darse a los condenados». El autor apoya su reflexión sobre esta tesis en relación a la polémica prefabricada en torno a la expresión «preso político». Considera absurdo que los condenados por acciones que tienen una raíz política no sean considerados como presos políticos y desde un posicionamiento pragmático que facilite un escenario de soluciones defiende que tratarlos como tal mantiene abierta la puerta para una salida futura a ese bucle.

Hay unos presos que si echo mano de los códigos y las doctrinas penales que he manejado desde mi juventud no sé como clasificarlos. Son presos que flotan libremente en un mar de confusiones. Han matado o herido a gente. Eso es lo único claro en este embrollado asunto ¿Pero con qué móvil? ¿Para robar a sus víctimas? Al parecer, no ¿Para violarlas? No dicen eso las causas que se les han seguido ¿En el curso de una enajenación mental? No se ha declarado así en las condenas. ¿Por cuestiones personales entre el homicida y su víctima? No se ha manifestado tal respecto a la causa o móvil de esas muertes. Queda por sospechar que el delito se deba a resentimientos religiosos. Pero no se ha hablado nunca de tales motivaciones al juzgar a los autores de las muertes que nos ocupan.

Los jueces han juzgado a los autores de esas muertes por haberlas producido, pero curiosamente han subrayado en sus sentencias, a fin de motivarlas más sensiblemente, que se trata de gentes integradas en una organización armada que actuaba a favor de una política secesionista. El móvil, pues, delata un objetivo político. Si es así, ha de hablarse de homicidios  por un enfrentamiento político y este extremo perfila todo el proceso a que han sido sometidos. Parece, pues, absurdo que hablar de presos políticos, ya que no se trata de presos por delitos comunes, produzca la penalización subsiguiente de quien habla así de tales sucesos y de sus protagonistas. Es más, lo adecuado, usando un razonable lenguaje penal, consiste en aceptar correctamente el móvil de la acción juzgada a fin de orientar posteriormente el tratamiento que ha de darse a los condenados.


En otras sociedades, y en la española también se ha procedido así, en determinados momentos de cambios significativos o cambios históricos el hecho de saber qué móvil había llevado a alguien a la cárcel resultó muy importante para decidir el futuro de los que sufrieron o aún sufrían el encarcelamiento. La amnistía que benefició a los que habían combatido con las armas el criminal régimen franquista se basaba precisamente en la consideración de la politicidad de los hechos juzgados por los viciosos tribunales del dictador. Restablecida la normalidad democrática –y no digamos ahora más sobre ese restablecimiento–, se procedió a reinsertar en la sociedad civil a los combatientes de ETA.

La gran dificultad con que tropiezan los organismos internacionales cuando han de definir el terrorismo radica precisamente en la polisemia con que se enfocan hechos de tal naturaleza, ya que en determinados escenarios resulta sumamente oscuro determinar si tales acciones son consideradas como una respuesta, incluso heroica, a la opresión o bien se trata de radicalismos aberrantes que deben atajarse.

Las emociones que habitualmente dominan a los dos bandos enfrentados –los que ven el terrorismo como parte inevitable de una guerra y quienes lo consideran simplemente un comportamiento bárbaro– hacen muy difícil una reflexión ordenada y útil. Quizá valgan ambas interpretaciones según los objetivos y el momento.
Claro que desde el poder establecido se suele sostener que los hechos bélicos o delictivos han de evitarse mediante el uso de razones a debatir en las correspondientes instituciones, pues en eso consiste la democracia; pero también resulta evidente que el poder no aplica realmente tal teoría cuando convierte en inoperante la mencionada dialéctica. La creciente criminalización de muchos debates deja reducida la democracia a muy poca cosa o la descabeza sin más. El recurso a la vía democrática verbal ha de considerarse en función de la eficacia real de la palabra en libertad; por ejemplo, que esa palabra tenga la fuerza suficiente para sustituir sistemas políticos o económicos llegado el caso. Si la palabra no tiene fuerza bastante para conseguir la sustitución de esos escenarios, se está hablando de una democracia pervertida frente a la que resulta válida la herramienta revolucionaria en todas sus dimensiones.

La dificultad para convenir lo que deba entenderse por terrorismo cobra una dimensión enervante en un momento histórico en que una parte sustancial de las acciones institucionales abundan en imágenes que repugnan a la ética fundamental. Millones de personas asisten con indignación a los bárbaros procedimientos armados con que Estados pregonados como ejemplares eliminan a quienes les suponen peligro o simplemente dificultad para implantar sus políticas depredadoras ¿Eso es terrorismo o simplemente acción defensiva del «orden establecido»? El mismo concepto de «seguridad» está oscurecido por la pregunta subsiguiente: ¿«seguridad, para quien»? En el caso irlandés, por ejemplo, se hablaba del terrorismo independentista cuando era obvia la  extrema violencia diaria de los unionistas, apoyados nada menos que por la Corona británica. Mas hay que decir al respecto que la prensa británica e incluso representantes unionistas significados se referían con naturalidad a los «presos políticos» que tenían en su poder. Los ingleses siguieron también en esta cruenta y larga situación su tradición de la dureza policial, que llegó a ser brutal, a la par que mantuvieron su liberalismo en la expresión de las ideas. Recordemos aquella frase dirigida por Disraeli a Gladstone en uno de sus encontronazos en la Cámara de los Comunes: «Me repugna lo que usted dice, pero daría mi vida porque pudiera seguir diciéndolo». En unas pocas palabras queda resumida la esencia del liberalismo político. Este tipo de posturas son inconcebibles en la vida española, lo que clausura las vías para salir de las agudas crisis vividas en su historia. Los españoles son genéticamente dogmáticos, condición que se agrava además porque no saben a punto fijo qué contenido real tienen sus dogmas.


Hace uno días el Sr. Erkoreka negó el apoyo del PNV al uso de la expresión «presos políticos» por no meterse, dijo, en un bucle con imposible salida. A mí me parece, por el contrario, que usar la expresión de presos políticos –de acuerdo, repito, con el móvil que los ha impulsado al empleo de las armas– equivale a mantener abierta la puerta para una salida futura de ese bucle. Quizá el que se haya metido por su cuenta en un bucle sea el PNV al negar, con su pasividad, la politicidad de los encarcelados de la organización e incluso de los tenidos por conniventes con ella solo por sostener un ideario independentista. Miles de vascos han sido convertidos en delincuentes por un paralelismo ideal con los miembros activos de ETA en cuanto se refiere a la indepen-dencia vasca. Y eso convierte en un barrizal la política española respecto a Euskal Herria y destruye toda la flexibilidad democrática.

La diferencia entre los políticos de geometría plana y los hombres de estado está en la dimensión de futuro, de la que carecen los primeros. Un hombre de estado no simplifica los conceptos hasta hacer imposibles las proyecciones de futuro. Sabe perfectamente que se deben considerar con respeto las concep-ciones de sus oponentes porque la realidad es siempre tridimensional. El futuro vasco se aloja en la tercera dimensión. Desde esta óptica parece absurdo que los condenados por acciones que tienen su raíz en pretensiones políticas no sean considerados como presos políticos. Ello no implica además ninguna minusvaloración del Estado. Solamente se trata de encontrar la verdadera raíz de las cosas. De no proceder desde esta óptica resultará que la politización habrá que buscarla en los tribunales, lo que a la postre resulta más grave por significar la catastrófica destrucción del Estado de derecho.

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