Iñaki Egaña
Historiador

Presidentes en fuga

La breve escapada desde Bélgica a Barcelona de Carles Puigdemont ha sido mostrada como una aguja en un pajar, en un escenario donde lo lógico, al parecer, era la comparecencia del huido ante la justicia del Estado profundo. La imagen del expresident detenido y esposado, trasladado a Madrid para exposición pública, con el añadido de la eficacia policial y el escarnio. Introducido en los calabozos de la Audiencia Nacional y aplicándole el protocolo habitual con los detenidos políticos, desde la desnudez, la requisa de sus pertenencias, las huellas dactilares y, probablemente (de manera alegal), la extracción de ADN para añadirlo a la base de datos engrandada con los ya tomados a los delincuentes habituales (políticos y comunes). Conociendo a los medios españoles y a sus «fuentes», algún día parte de ese proceso sería filtrado para jolgorio de tertulianos y los «online influencers», creando el magma propicio para, de nuevo, mostrar esa supremacía histórica de la naturaleza hispana. Para ser buen español, el perfil únicamente obedece a determinadas pautas, conocidas de sobra desde el burladero vasco. Sobran las explicaciones.

Su vuelta, ficticia o real, a Waterloo, descolocó a gran parte de los medios y a sus espectadores. Puigdemont es un cobarde. La crónica política no comenzó ayer, con las olas de calor veraniegas, ni siquiera con los juegos olímpicos y la medalla del combinado futbolístico. La historia cercana tiene una sombra más alargada, sin tener que recurrir a la perspectiva china, esa que lanzó el primer ministro Zhou Enlai cuando le preguntaron por la Revolución francesa y contestó que era demasiado pronto para hacer valoraciones. En las últimas décadas, han sido unos cuantos los presidentes «cobardes», democráticamente elegidos, perseguidos por España, algunos con visitas fugaces desde el exilio.

Hace exactamente cincuenta años, como si se tratase de un bucle interminable y para ajustar las efemérides, otro presidente, esta vez lehendakari, había hecho un viaje similar al de Puigdemont. Se trataba de Jesús María Leizaola, entonces en el exilio, que cruzó clandestinamente la muga y afloró en Gernika para lanzar un pequeño discurso y desaparecer de inmediato. Tal como aquella canción que cantaba Luis Eduardo Aute a la muerte del dictador: «ahora sí, ahora no. Mañana es tarde, hoy es pronto y ayer pasó».

Más de uno pensará que medio siglo y una convulsión política de por medio (Transición, restauración monárquica, ley de Amnistía de 1977, Estado de las Autonomías, Pactos de la Moncloa, etc.) es suficiente para que la idea de enlazar Leizaola con Puigdemont sea un anacronismo. Que la comparación está introducida con calzador. No tengo una respuesta. Pero en ese continuo debate que necesitamos quienes damos nuestra opinión habitualmente en medios públicos, es decir, escuchar más que hablar, me surgió lo que se suele llamar una «duda razonable». Compartía mesa con viejos disidentes del estatus centralista, algunos con años de presidio a sus espaldas, cuando surgió el tema: «te equivocas cuando escribes sobre el Régimen del 78, su fracaso, la expresión ‘de aquellos barros estos lodos’», me dijeron. «En realidad se trata de la reedición del Régimen del 36». Y a continuación una cadena de argumentos, el último el de las llamadas Leyes de Concordia, que reviven las tesis de los golpistas y vencedores de la guerra civil. También el artículo 8 de la Constitución que avala la intervención militar para atajar las intenciones separatistas e imponer la «unidad patria». Efectivamente, es muy posible que el Régimen del 78 sea una subcontrata más del Sistema del 36.

La presencia de Leizaola en el Aberri Eguna de 1974, concitó muchos de los detalles que ha vuelto a repetir Puigdemont, con las particularidades territoriales. El lehendakari vivía en París, trabajando en una oficina de mala muerte, en la calle Singer, después de que el Gobierno demócrata francés hubiera expoliado la sede del Gobierno vasco en la Avenida Marceau para ofrecérsela al dictatorial de Franco, que la convirtió, con sarcasmo, en embajada española. Hoy, como los tiempos han cambiado, aquella delegación vasca es la sede del Instituto Cervantes. Taza y media. De París, Leizaola se trasladó a Donibane Lohizune donde unos mugalaris le prepararon el cruce de la frontera, que lo hizo por Bera. Dos años después, en las cercanías de donde había pasado el lehendakari clandestinamente, la Guardia Civil mató a Manuel Mari Garmendia, de Legorreta, cuando cruzaba la muga clandestinamente para dirigirse también al Aberri Eguna de 1976. Leizaola se refugió en Algorta la noche anterior a su presencia en Gernika y tras un breve acto, volvió a retornar al exilio, donde llevaba 37 años. Unos mugalaris le prepararon la huida, sin gorros de paja (los drones pertenecen a la modernidad), quizás con txapelas para evitar la humedad del sirimiri que acompañó el ambiente.

Manuel Azaña, Juan Negrín, Niceto Alcalá Zamora, Largo Caballero, Diego Martínez Barrio… presidentes españoles republicanos en fuga que murieron en el exilio. Por cierto, Azaña, fue enterrado en Montauban bajo la bandera de México porque Francia prohibió hacerlo con la tricolor republicana española. Apenas reconocimiento porque, según el Régimen del 36, también fueron unos «cobardes».

En el bucle vasco-catalán habría que recordar al president Lluis Companys y al lehendakari José Antonio Agirre. La dictadura puso tras ellos a uno de sus mejores agentes, Pedro Urraca Rendueles, que como el cercano Melitón Manzanas, trabajaba también para la Gestapo. Urraca capturó al catalán que fue ejecutado en el Castell de Montjuïc. Agirre se le escapó y cruzo el océano. De haberlo capturado hubiera tenido el mismo final de Companys. Y lo que es la línea del tiempo. Condenado a muerte en rebeldía por Francia, Madrid reubicó a Urraca, le dio una nueva identidad y lo envió a Bélgica para espiar a los primeros exiliados de ETA. Su sombra estará tras los pasos de Puigdemont.

Recherche