Jose Mari Esparza Zabalegi
Editor

Presos y crueldad española

Esta somera mirada a la Historia nos lleva a constatar que jamás se ha producido un castigo tan brutal y tan prolongado como el perpetrado en la actualidad con el colectivo de presas y presos vascos.

Este año se han cumplido cinco siglos de la muerte del Mariscal Pedro de Navarra en la cárcel de Simancas. Símbolo de nuestra independencia, llevaba seis años preso. Otros independentistas navarros fueron muertos en batalla, o en el potro del tormento, o fueron desterrados y sus bienes expropiados, pero no hay constancia de largas condenas de cárcel. Y lo mismo ocurre a lo largo de toda la Edad Moderna.

Durante el siglo XIX la crueldad de la guerra azotó Euskal Herria. Fusilamientos de represalia, destierros a Ultramar y miles de prisioneros, que se canjeaban o se ponían en libertad nada más acabar el conflicto. Para 1849, con la amnistía de Narváez, todos los vascos exiliados de la primera guerra pudieron volver. Al final de la última guerra carlista, los «miembros del extinto Ejército Vasco-navarro», regresaron a sus hogares sin que nadie osara condenarles por las barrabasadas pasadas. Era la guerra, y en las guerras se mata y se muere, pero la cárcel, como los campos de concentración, era algo ligado más a la neutralización temporal del enemigo que al castigo.

En la Gamazada de 1893, José López Zabalegui, Antero Señorena y otros patriotas navarros se alzaron en armas, tomaron un fuerte militar y se echaron al monte por los Fueros. Cuando fueron condenados, la propia Diputación salió en su defensa y quedaron pronto libres, en prevención de sublevaciones mayores.

En el primer tercio del siglo XX vemos a socialistas, comunistas y anarquistas llenar las cárceles, a veces con largas condenas iniciales, pero siempre muy menguadas por indultos y amnistías. Julián Zugazagoitia narró muy bien los desvelos de su partido, el PSOE, para conseguir armas en los intentos revolucionarios del 1917 y 1934. Indalecio Prieto también andaba en aquellos trasiegos de armas, como un etarra cualquiera, para defenderse y matar guardiaciviles en aras a la Libertad. ¡Y cómo se lamentaban aquellos socialistas porque, en lugar de las 2.000 pistolas robadas en Eibar, tenían que haber conseguido armas largas, que mataban más y mejor! Es lo que tiene la logística de la lucha armada.

Todos aquellos «terroristas» apenas estuvieron dos años en la cárcel y tras el triunfo del Frente Popular salieron del Fuerte de San Cristóbal entre grandes ongietorris. Poco tiempo después llegó la Guerra Civil, con sus sangrías conocidas. Hubo miles de fusilados y miles más condenados a la máxima pena de cárcel: treinta años. Empero, nadie cumplió largas condenas: a los pocos años todos eran liberados gracias a «la magnanimidad del Caudillo». Juan Ajuriaguerra estuvo menos de seis años. Jacinto Otxoa, el león de Uxue, acumuló la mayor condena de todo el Estado, 26 años en varias etapas, porque volvía a coger los fierros cada vez que lo soltaban. Otro rebelde pertinaz, el maquis comunista Marcelo Usabiaga, estuvo catorce años. Marcelino Camacho y la cúpula comunista de CCOO juzgada en el Proceso 1001 fueron condenados a penas entre dos y seis años.

Esta somera mirada a la Historia nos lleva a constatar que jamás se ha producido un castigo tan brutal y tan prolongado como el perpetrado en la actualidad con el colectivo de presas y presos vascos. Datos carcelarios en la mano, el franquismo se queda pequeño ante la protervia de los «demócratas» españoles. Si la quema de un contenedor supuso a un joven cumplir diez años, podemos imaginar qué baremo han utilizado siempre los jueces españoles, tan cuestionados ahora y tan aplaudidos cuando, borrachos de soberbia e impunidad –y a veces de otras cosas– enviaban a miles de jóvenes vascos a la tortura primero y luego a una eterna dispersión carcelaria. Jueces estrella como Marlaska y Garzón, tan loados por su lucha contra la insurgencia vasca, dan la medida del grado de mezquindad e hipocresía en la que están sumidos los dirigentes políticos, mediáticos y judiciales de España.

Estos días una asociación de víctimas del terrorismo anunciaba en Navarra «su rabia por el fin de la dispersión». Otra asociación similar solicitaba prohibir la manifestación de Bilbo del día 7. Estas asociaciones son, según dicen, «el referente moral de la sociedad española» y puede que hasta sea verdad. No les basta odiar a los presos vascos; odian y castigan a sus familiares; odian y persiguen sus expresiones políticas. Socapado, se vislumbra el odio a todo lo vasco. Un odio colonial, racial, frío y premeditado, que les lleva a recurrir cada excarcelación; trampear viejos sumarios; pedir la ilegalización de los partidos independentistas; defender la impunidad de torturadores y asesinos cuando son «sus compatriotas».

Tres eran los objetivos que anhelaba hasta hace poco esa España profunda: la derrota militar de ETA, la división de la izquierda abertzale y el final de la hegemonía nacionalista en la CAV. Pero ETA se les escurrió entre las manos; la izquierda abertzale salió fortalecida y el abertzalismo se afianza día a día en todos los territorios. ¿Qué les queda para ahogar su rabia y su frustración? Pues arremeter contra la parte más indefensa: los presos y presas. Y a prisionero maniatado, gran lanzada, que diría Cervantes.

Esta política carcelaria, rastrera y cruel, ni ha conseguido raer nuestras convicciones ni, mucho menos, hacernos más españoles. Lejos de enamorar, de integrar, España sigue siendo una fábrica de independentistas y de desafectos. El próximo día 7, en Bilbo, se lo volveremos a recordar.

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