Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Reaparece la dictadura

Ha renacido el dictador, que recurre al fascismo con capa pluvial de saberes adventicios, como intérprete de una sociedad que renuncia al pensamiento y se entrega a la liturgia del oficiante, en este caso del poder más evanescente que es el poder político convertido en expresión «trascendente» ¿Es eso el Sr. Macron?

Por ahora no ha escrito nadie una obra convincente, a mi parecer, de que tras la guerra del 39-45 reapareciese en plenitud o con cierta significación la democracia. Más aún, creo que aquella guerra se libró entre dos fascismos vigorosos con horizonte distinto: el fascismo que tenía su fundamento en la economía especulativa explicado desde la Bolsa y el dólar de Bretton Woods, con la excepción hasta cierto punto de Inglaterra, y el fascismo de la gran economía real, amparado por dictadores graníticos como Hitler o Mussolini o, explicando bien sus características, por monarquías imperiales como la del Japón. La guerra del 39 fue una guerra civil entre fascismos. Es obvio que la guerra la ganaron los autócratas occidentales ya cansados de la lentitud de las formas políticas del capitalismo industrial para acumular dinero y poder, aunque mantuvieron un democratismo muy epidérmico a fin de no poner en tela de juicio el significado real de la sangrienta contienda, manipulada en cada hora como exigida por el cuidado de la libertad. Al acabar la contienda muchas expresiones democráticas alumbradas por las masas desde el siglo XVIII se habían desvanecido o perdido su sentido, entre ellas la alabada socialdemocracia, que se disolvió como formación válida de izquierda y apareció en toda su fuerza y exigencia de mando social un militarismo prevalente. La democracia vistió, al menos interiormente, el uniforme y la razón creadora cedió a una lógica perversa.

Respecto a la singularidad inglesa a la que aludimos poco antes hay que decir que Inglaterra nunca fue una democracia sino un sistema de organización social verticalista muy profundamente arraigado desde la dinastía de los Tudor, que acabó con los señoríos medievales aprovechando la ruina de éstos en la guerra de las Dos Rosas. Hugh Thomas, fallecido hace unos días, ha escrito páginas brillantes sobre este asunto. Se debe añadir, demás, que eficaces teóricos del fascismo duro fueron ingleses, como Houston Stewart Chamberlain, yerno de Wagner, que llegó a nacionalizarse alemán y alentó a Hitler a destruir el cristianismo y el judaísmo como obstáculos fundamentales para establecer una Europa pangermánica.

En Francia no hay que perder de vista, ya que hoy vive un momento que será inevitablemente fugaz de protagonismo político, el triunfo del autocratismo cívico-militar del general De Gaulle, que dirigió la República francesa mediante una «democracia» decididamente sometida a sus decisiones presidencialistas. Y cabe considerar asimismo el autoritarismo vaticanista de De Gasperi en Italia así como el autoritarismo de otros líderes menos significados.

Se ha prodigado entre los analistas, comentaristas en los medios de comunicación y gentes con responsabilidad en el terreno de la opinión que los partidos políticos están desapareciendo como sujetos políticos porque sus gestores estiman que la gente no cree ya en el juego ideológico sino en una realidad minutada y dinámica que surge y desaparece como ciertas partículas subatómicas. Se estima que el Sr. Macron milita en este modo de creencia, lo que le ha permitido salir triunfante en unas urnas a las que acudió en solitario y debido a que los franceses se niegan al partidismo porque no creen «en esta cosa ni en  la otra cosa» en que consiste la ideología de los partidos. Ahora bien, no creer en una cosa (un partido como plano de una sociedad) ni en la cosa contraria (otro partido, con su distinto plano) implica creer en una tercera cosa, lo que complica aún más la situación, que se vuelve indeterminada y azarosa al no saber qué cosa es esta. Ahí la democracia se torna abstrusa y se renuncia al saber ideológico para entregar el gobierno a un ser determinado que asume la decisión necesaria y, lo que es peor, «acertada». Es decir, ha renacido el dictador, que recurre al fascismo con capa pluvial de saberes adventicios, como intérprete de una sociedad que renuncia al pensamiento y se entrega a la liturgia del oficiante, en este caso del poder más evanescente que es el poder político convertido en expresión «trascendente» ¿Es eso el Sr. Macron? Pues si el Sr. Macron es eso el Sr. Macron ha reinventado el fascismo, que no es más que un conjunto de varas o poderes agavillados en torno a un hacha en el centro, el fasces, atados por la cinta del imperio.

Cuando se cita con entusiasmo el fracaso de la Sra. Le Pen para llevar al Elíseo el llamado ultraderechismo no sé si se aprecia el peligroso ultratecnocratismo o ultraconservadurismo del Sr. Macron, llamado a someter a la sociedad a un modo de producción vaciado de todo sentido humano y con el único propósito de mantener en marcha una máquina trituradora vigilada por el sistema globalizador desde Bruselas, ciudad intermedia en el viaje hacia el poder enigmático e insólito. Puestas las cosas en claro se puede afirmar sin temor a la equivocación que gran parte del programa lepeniano en lo que afecta al nacionalismo furibundo por su forma de actuación, será puesto en marcha o robustecido por el nuevo presidente francés en nombre de la necesaria seguridad pública, que es verdaderamente la seguridad del poder. Supongo que algo de lo que digo ha sido ya captado por muchos trabajadores franceses que han empezado a preparar la necesaria respuesta en la calle. Lo que quizá intente el Sr. Macron, como matiz personal de su gobierno, es recrear una nueva clase media que permita estrictamente una circulación más dinámica del dinero de cara a sostener la casi agotada vía de los mercados. Es lo que trata de hacer, pero con inconveniente rudeza, el Sr. Trump en Norteamérica. Pero esta vía tropieza con el gravísimo inconveniente de que el gobernante tiene que saltar sobre los grandes organismos internacionales que tienen en su mano el cerrojo de tales vías así como la facilidad de mantener un planeta en plena y continuada guerra que exalta diariamente el complejo especulativo-militar. Yo creo que el Sr. Macron sigue siendo aquel jovencito de quince años que amó a una señora de treinta y nueve. Y lo que es más complicado: que sigue amándola. La personalidad puede alojar muchas cosas contradictorias al mismo tiempo. Pero esto no figuraría en el orden de mis reflexiones si el Sr. Macron no fuera el Sr. Macron y no estuviera asomado a un puente sobre el Rhin que vigila otra abuela acunada por el sonido de la trompeta de los nibelungos. Sr. Macron: va tener usted que envejecer muy deprisa para asabentarse de ciertas cosas viejas. Cada vez que se levante por la mañana pregúntese ante el espejo si será verdad que a los franceses lo mismo les da una cosa que otra. Porque puede que no sea así. Los franceses no son tan livianos como esos españoles del Sr. Rajoy que votan al héroe dormido por las sirenas al margen de una cosa y de otra. A los franceses aún les queda margen para un cierto entontecimiento, pero siguen siendo peligrosamente franceses. Además el Sr. Rajoy no gobierna sino que, simplemente, está ahí. El collar sureño de la Unión Europea es un puro collar ceremonial.

¿Qué votarán ahora los franceses en las próximas elecciones legislativas? Sea lo que sea, una cosa u otra, porque retornará el patético juego de la democracia a lo polaco; el Sr. Macron seguirá siendo un muchacho solitario y marmóreo como esos que hacen pis desde su monumento florentino.

En el mundo solamente quedará la esperanza suramericana mantenida por el alma indígena, por el rebelde colombiano vuelto de la selva tan duramente libre, por el chileno con el cadáver de Allende aún caliente, por el venezolano que se revuelve en la red que sostiene Washington, por los movimientos de liberación que aún con las carnes medio podridas por muchas traiciones disfrutan todavía del esqueleto cuajado hecho a medias por la rebeldía humana y por la teología. No sé qué pasará, pero aún quedan los proletarios de Dios, como dice Francisco, el Papa. Yo creo en el espíritu de los honestos materialistas.

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