Aster Navas

Ruido de maletas

Casi todas las ciudades han sido tomadas por otros pueblos a lo largo de los siglos. Las invasiones podían ser cruentas −vándalos, alanos− o más civilizadas −fenicios− y alteraban, incluso borraban, las culturas autóctonas. Los recién llegados se apropiaban de las viviendas y desterraban o desplazaban a sus habitantes originales hacia las zonas periféricas. Eran precedidas por el presentimiento angustioso de hordas que avanzaban a caballo, de flotas que se intuían en el horizonte, de maniobras militares en la frontera y acababan con el choque de las espadas, el desconcierto de la pólvora, los gritos de la población civil. El proceso no ha cambiado demasiado, salvo en que hoy en día esas invasiones se producen en urbes como Donostia o Barcelona, a diario, y que al allanamiento de morada se le conoce con el nombre de vivienda turística. Los bárbaros tomamos cada verano Venecia, Budapest, Split, Oporto, Roma... Ya no se escuchan los cascos de los caballos, el ruido de los sables o el silbido de los misiles, sino el estruendo constante de cientos, de miles de maletas que arrastramos día y noche por sus calles.

Dubrovnik ha prohibido las maletas con ruedas en el casco antiguo. Argumentan que la contaminación acústica, el ruido que generan sobre los adoquines de la zona histórica es insoportable. Es muy curioso el término «maleta». Haciendo honor a su nombre, es una palabra viajera. Viene de la bolsa de cuero neerlandesa −«maal»−; de allí pasó al franco −«malha» y del franco al francés, «malle» (y al inglés «mail»). Solo le faltaba un sufijo diminutivo para convertirse en una «malle-te».

Nuestro «viaje» se lo debemos −«biatje» a los gascones–. Este último étimo se convirtió en «viatge» en catalán, en «voyage» en francés, en «bidai» en euskera. Su raíz es latina: de «via» (camino) se pasó a «viaticum» (organización del viaje, trayecto). Las lenguas colindantes hicieron el resto.

Mientras preparo mis vacaciones, comprendo que viajar ha perdido su raíz; su alto porcentaje original de «camino», de «vía»; que los «via-jes», tal y como los entendemos hoy, empiezan casi en destino y se han olvidado del itinerario: que en unas horas estamos en Londres o en Bratislava; que amanecemos en Europa pero dormimos en el Bósforo. Que vamos en un pispás del salón de casa a la habitación de un hotel en Cerdeña; al Machu Picchu, al Gran Cañón del Colorado. Que en ese tránsito sentimos, como mucho, un poco de jet lag o extrañamos el cambio horario.

Esta evolución la explica muy bien Francisco Rodríguez en su libro "Del hospitium al turismo 4.0". Los viajeros tradicionales, como el de la novela "Seda" de Baricco, los cruzados, los peregrinos o los aventureros de la época colonial retornaban enriquecidos: más sabios, más maduros. A veces profundamente cambiados. No tanto por el objetivo como por el recorrido, por la peripecia individual vivida para alcanzarlo. «Procura que el camino sea largo», nos aconseja Cavafis en el poema "Ítaca", pero no le hacemos ningún caso.

Hoy, a los pocos minutos de regresar de Dubrovnik o de las antípodas, nos incorporamos, como si nada hubiera ocurrido, a la rutina; al ritmo de siempre. Completamente ilesos.

En fin.

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