Nagua Alba

Salvar Donostia

Siempre me han emocionado las elecciones municipales. Tienen algo peculiar que hace que nunca se parezcan al resto de citas electorales. No me refiero a lo esperpéntico de algunos actos, donde vemos pequeñas y grandes excentricidades. Fascinantes, sí, pero más allá de lo extravagante, hay dos elementos que diferencian la campaña municipal del resto.

En primer lugar, las elecciones locales son quizá las menos ligadas a los partidos políticos y más a los candidatos y candidatas (aunque este modelo ya va contagiándose al resto de esferas), se vota a personas por encima de partidos. En segundo lugar, son unas elecciones que percibimos como personales. Si bien las políticas de ámbitos territoriales más amplios impactan directamente en nuestras vidas, son las medidas municipales las que sentimos con mayor intensidad en lo cotidiano: la casa donde vivimos, la calle que cruzamos a diario, el autobús en el que volvemos de trabajar o el parque al que llevamos a nuestros hijos e hijas están impregnados de política municipal.

Esto hace que la cita del 28 de mayo adquiera una entidad especial, es un voto mucho más «personal» y emocional que el de cualquier otra cita con las urnas. El modelo de ciudad en el que habitamos es una cuestión colectiva pero también extremadamente particular porque condiciona cada minuto de nuestra rutina: el transporte, los servicios, los espacios públicos pueden hacer que nuestro municipio nos cuide y acoja o que nos agreda y expulse violentamente. Todo aquello que vemos al mirar alrededor cuando salimos de casa está en juego en unas elecciones municipales. Y esto es precisamente lo que me preocupa de mi ciudad, Donostia.

Cuando miro a mi alrededor en Donostia lo que veo se parece cada vez menos a la ciudad donde crecí. Las tiendas de barrio a las que iba con la ama cuando era niña han desaparecido. Nada más acercarse el verano, el camino de Benta Berri a Ondarreta se va plagando de caravanas aparcadas en cualquier sitio y los hoteles, hostales y pisos turísticos afloran como champiñones donde antes residían mis amistades. Algunas zonas del Centro, Antiguo o Gros han perdido ya el 20% de sus vecinos y vecinas mientras la administración local concedía en torno a 45 nuevas licencias hoteleras en esta legislatura.

Dejamos de ir a la Parte Vieja por ser intransitable, pero también hace tiempo que no podemos improvisar unos potes por el barrio, ahora los planificamos con antelación porque ya nadie vive cerca y hay que «ir a Donostia» desde los pueblos a los que los altos precios de la vivienda obligaron a mudarse a quienes querían independizarse (ya nos lo dejó claro Eneko Goia cuando dijo aquello de que «Querer envejecer en tu propio barrio es un poco exquisito»). Y es que el aumento del precio de la vivienda desde junio de 2015 ha sido del 43% en compra y del 41% en alquiler. Adquirir una casa en Donostia cuesta el doble que en el resto de Gipuzkoa y el año pasado los precios volvieron a subir un 7%. Al igual que con el alquiler, con una renta mensual media de 1.217 euros en una ciudad en la que el salario medio es de 1.825 euros. La vida en Donostia lleva tiempo siendo insostenible.
 
Hace ya años que abandoné la política, pero la sigo con interés y preocupación muchas veces. Aún creo firmemente en que la existencia de un amplio espacio de izquierdas no independentista en Euskadi no solo es posible sino imprescindible para la construcción de un futuro de justicia social. Pero también sé que la situación de mi ciudad es ya de emergencia, que tenemos que salvarla tras dos legislaturas de agresión y degradación de la misma por parte del gobierno de Eneko Goia o pronto no quedarán donostiarras en Donostia.

Por eso, cuando escucho a nuestro anterior alcalde, Juan Karlos Izagirre, proponer medidas como el blindaje del uso residencial de las viviendas; medir el grado de saturación de los barrios y el nivel de vulnerabilidad de la población residente; el fomento de la vivienda protegida o que se garantice la aplicación de la ley de vivienda declarando zona tensionada toda aquella que cumpla las condiciones, recupero la esperanza de que otra Donostia es posible, una hospitalaria no solo con quienes vienen de vacaciones, sino, sobre todo, con aquellas que la habitan todo el año.

Hace un tiempo, un amigo y vecino del Antiguo me dijo que Donostia nunca acabaría siendo Magaluf, pero sí corría el riesgo de transformarse en Venecia, una de las ciudades más bellas del mundo, más ricas culturalmente, pero que ha expulsado a sus habitantes porque vivir en ella se ha vuelto imposible para sus vecinos y vecinas, que han tenido que regalársela a quienes pasan por allí, la contemplan y la exprimen.

Creo que aún estamos a tiempo de evitarlo, de volver a tener esa ciudad hospitalaria, que mostrar con orgullo, pero hecha para quienes la habitan. Pero eso solo sucederá si salen del ayuntamiento quienes la maltratan y los y las donostiarras apuestan por quien, como Juan Karlos Izagirre, puede llegar a gobernarla para cuidar de ella.

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