¿Se desarrolla nuestra cultura?
«I am basque». ¡Qué desatino cultural! Nuestra cultura recuperará bases serias de consideración cuando seamos
capaces de comunicar con otras culturas sin complejos y sin criterios de origen mercantil
Asistimos, semana tras semana, a sometimientos imprevisibles. ¿Seremos capaces de volver a encontrar nuestra conciencia, pilar de una «inspiración auténtica» sin la que nuestra cultura acabará despojándose de su especificidad? El entorno mundializado contribuye a desenraizarnos. Evitemos vivir como nómadas en una «sociedad multitudinaria» (Negri) sin especificidad ilustrante, sometidos a códigos morales profundamente esquejados en nuestro ser por siglos, siglos y siglos de recurso a un lenitivo, la religión, obra racional humana por excelencia, genialidad de apariencia divina, vía de comunicación entre lo natural y lo asombroso que ha conseguido incorporar lo extraordinario en lo ordinario y el misterio en la obviedad, alejándonos del entusiasmo profano.
¿Por qué defendemos nuestra cultura? Una respuesta demasiado elaborada y compleja sería la prueba de la incomodidad de la interpelación. Si se trata de sostener nuestra cultura empecemos por definir sin ofuscaciones la noción de «cultura vasca» de manera que, apoyados en esa determinación, sigamos tanteando una respuesta a la interpelación iconoclasta de origen. Nuestro acervo puede corresponder a una noción equivalente a la de Patrimonio genérico material, sensual, pero sobre todo al aspecto inmaterial, cajón de sastre en el que se entremezclan la intuición, lo absurdo, las pasiones, la iluminación, la ilustración, la historia junto a la abúlica cotidianidad.
La intrascendencia, fruto del desinterés generalizado, de la comodidad y el desánimo, caracterizan a nuestra civilización. Platón cita cómo, en todos sus Diálogos, encontraba numerosas personas incapaces de definir nociones de desgaste diario tales como lo justo, lo bello, el amor, explicando así la parvedad del desarrollo cultural y la decadencia de la democracia cuya volatilización sería debida a la «incapacidad de captar la esencia de las cosas». Siglos después Heidegger denunciaba la dictadura del indolente conformismo y del consumo histérico, propios a la vida urbana. El ser humano consumista y disedioso se limita a repetir, como si de un mantra se tratara, «esto tiene que cambiar»… Y así pasan los días.
Es evidente, por ahora, que nos incitan a dar prioridad a la economía, primum vivere deinde philosophare o lo que es lo mismo en lenguaje popular «no me vengas con milongas». Si los peatones actuamos según lo que nos dicte el interés o nos depare el azar, ¿qué defensa cultural podemos garantizar? En cuanto intentamos investigar en la valoración de una cultura, y más precisamente de la nuestra, se manifiestan síntomas de carencia revelados por signos exteriores de indigencia formativa. Cabe realzar, a título de ejemplo trivial, frases y consignas absurdas, observadas en festejos políticos, tales como «I am basque». ¡Qué desatino cultural! Nuestra cultura recuperará bases serias de consideración cuando seamos capaces de comunicar con otras culturas sin complejos y sin criterios de origen mercantil. Para ello tendríamos que expresarnos en las tres lenguas oficiales de Euskal Herria, para empezar, y, sin papagayear, en otras como el inglés, por ejemplo. No se progresa en la lengua inglesa atribuyendo apelaciones tales como Basque Culinary Center, Basque Centre for Climate Change, de la EHU-UPV (¡!), Green-City o denominar Lanning la acción de grupos de trabajo en una entidad vasca del sector rural. Ese síndrome de Estocolmo produce, a menudo, sonrisas condescendientes en amigos cuya lengua materna es el inglés y que se extrañan de la involuntaria parodia practicada en un país que tiene la riqueza de poseer una lengua milenaria y cuyo pueblo se distinguió por su curiosidad hacia otros pueblos conservando su legítima identidad cultural.
Hemos reaccionado a las influencias culturales, inevitables, debidas a la mundialización. Las esperanzas de evolución constructiva dan la impresión de desvanecerse y todo parece anunciar una sociedad monocultural solo determinada por criterios cuantificables y cuyos dirigentes, políticos y civiles, tratan de paparruchas las reivindicaciones de tipo cualitativo que a ellas se opongan.
La infausta cultura europea existe como lo demuestra la boñiga de vileza mal deglutida y de egoísmo sobre la que sembramos nuestras indecencias. La muerte violenta de Aylan Kurdi, el niño varado en una playa de Turquía, marcará quizás el comienzo de una nueva era. Su imagen en la orilla será para muchos insoportable y para algunos cristianos más insufrible que la del Cristo crucificado.
El Homo Numericus está depravando al Homo Socialis contribuyendo a su progresiva agonía, término que a menudo olvidamos que también significa lucha, esperanza. Confiemos en el derrumbe del «todo cuantitativo», resultado de la codicia incontrolable que acabaría zampando sus propias entrañas.
Convendría que, en este período de inflación electoral situado en la larga ola de internacionalización invasora, examináramos con particular esmero los programas de los candidatos o, esperando efectos más transcendentales aún, los compromisos aseverados ante notario en materia de desarrollo de nuestra cultura y su evolución basada en el pasado y el hoy del Siglo XXI.
Los presupuestos públicos, cuya financiación se realiza con nuestros recursos civiles, deben estar destinados a crear las circunstancias favorables al enriquecimiento y a la dilatación cultural. La cultura no la generan los presupuestos, la cultura la genera la vida de cada día. Que esa cultura no se sienta asfixiada por la sociedad política. La base firme de nuestra permanente evolución cultural tendría que ser paralela a la de la sociedad de Euskal Herria, generadora, insistiré, de la cultura de ayer, como de la de hoy sin caer en la comodidad de la repetición del pasado o en la copia de culturas nacientes del exterior.
La profusión de canciones roqueras y de rancheras en euskera ¿alimenta nuestra cultura específica? Las creaciones de “Ez Dok Hamairu” sí representan un activo cultural considerable. Las Pastorales, renovadas año tras año, las creaciones del bertsolarismo, los logros de las ikastolas, la incorporación de las mujeres en la vida pública vasca y, a título de ejemplo frívolo, en los Alardes y en las sociedades gastronómicas, el modelo de las cooperativas de Mondragón, son signos, entre otros, de la evolución positiva de nuestra especificidad cultural. Carecemos quizá de más signos verdaderamente reconocidos mundialmente de la actual intelectualidad, aunque algunos de sus creadores merezcan el reconocimiento de su aportación.
Después de cerca de cuatro generaciones culturalmente desorientadas, y a menudo perdidas, el programa Erasmus ha culturizado a una nueva generación, esperanza de una evolución que exige que, en particular, nuestras élites políticas y civiles estén un poco más viajadas.
Cada peatón, generador de la caracterización de su cultura, tiene el deber de vivificarla, obrando por la difusión de un modelo propio cultural que genere sin agobios una cultura de convicción, más basada en el sentir que en el simple oír o ver, por una cultura de espíritu solidario, por una cultura que excite la curiosidad, por una cultura que nos quite la pereza, por una cultura que aspire a futuro sin olvidar el pasado pero sin idolatrarlo ni mitificarlo, por una cultura específica consciente de jugarse permanentemente su identidad, por una cultura generosamente integrada pero no mezclada con otras culturas, por una cultura que se distinga por la defensa de una estricta equidad entre géneros desiguales, por una cultura imbuida de respeto al medio ambiente.
La cultura específica no es solo de uso interno y se sublima si representa un paso obligado hacia la contemplación de lo universal y de lo uno.
«No ceses de esculpir tu propia estatua» (Protino).
Itzulera ona Jose Luis!