Iñaki Egaña
Historiador

Sepulcros blanqueados

Las imágenes que llegan sin descanso en las últimas semanas sobre la tragedia migratoria han destapado, paralelamente, un ejercicio descomunal de hipocresía en el que la demagogia ha cubierto las esferas completas de nuestra vida. Parece como si el drama de la migración hubiera comenzado ayer y que el mismo se destapara gracias a la figura del niño Aylan Kurdi.

Esta doblez procede del origen de los tiempos, la colonización y la incursión de la civilización occidental sobre resto del mundo, y más recientemente de aquella otra fotografía de las Azores, con los halcones anunciando la desestabilización premeditada del Oriente Medio, para alcanzar el pleno en el control de los recursos energéticos fósiles.

Me remueve el interior escuchar voces inflamadas desde los gobiernos español o francés, desde la Unión Europea, lanzando lágrimas de cocodrilo, azuzando a los medios, para acoger a un pobre en Navidad, una familia refugiada en un albergue y ofrecer una rueda de prensa y lanzar confetis de una supuesta solidaridad. Un escarnio a la inteligencia.

No soy amigo de citas bíblicas, pero esta vez no he podido dejar de caer en la tentación: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia» (Mateo, 23-27).

Hemos sido un pueblo que ha conocido no hace mucho, tres generaciones, el drama del desplazamiento, del exilio masivo como jamás sucedió en nuestra historia. Masivamente, Y por ello, la sensibilidad a pesar de las interferencias, es parte de nuestro acerbo colectivo. Una sensibilidad que difiere de la del marketing que impone la cultura política occidental.

Entre 1937 y 1939, un total de 151.000 hombres, mujeres y niños vascos, huyeron de sus hogares perseguidos por el terror franquista. La mayoría cruzó la muga hacia el norte, y otros lo hicieron hacia lugares lejanos, también hacia África. La Segunda Guerra mundial, la miseria y el desarraigo, devolvió a aquella generación a su aldea, a comienzos de 1940. Pero el resto, unos 12.000, se desperdigaron por el mundo.

He perseguido muchas de esas historias de 1939, otras también más recientes, de esos 2.500 huidos desde 1960 que dejaron nuestro país desertando de las torturas, de la exclusión política para soñar en un lugar digno. Y me he encontrado con microhistorias tremendas, espeluznantes, suficientes para provocar un desasosiego infinito. Cada cifra esconde un drama, cada número una galaxia.

Las cifras, sin contexto, son tramposas, como el papel. En 1939, los huidos alcanzaron a ser el 13% de la población vasca de entonces. Trasladado a nuestros días, cerca de 400.000 habitantes. Imaginen que Bilbao y Baiona se quedan de repente, en 2015, sin vecinos. Cero habitantes. Un drama descomunal, inimaginable a pesar del esfuerzo. Tomen aire por unos minutos y reflexionen sobre las innumerables consecuencias.

También hemos conocido la llegada de migrantes a nuestro territorio, 600.000 apuntalan los expertos, entre 1950 y 1975. Una oleada que modificó nuestra estructura social y nacional, que orientó el escenario, como sucedió al final del siglo XIX con el desarrollo minero en Ezkerraldea. Ambas, precisamente, dieron origen a la modernización del discurso ideológico, con el nacimiento en el primer caso del PNV y en el segundo de la izquierda abertzale. Fueron migraciones que modificaron el futuro.

Esa misma proporción, en algunos casos menor, en otros mayor, es la que padecen los territorios modernos de Siria, Irak, Afganistán. Es la que soportaron durante la esclavitud cerca de 13 millones de negros (añadan una cuarta parte más que murió en el traslado y otra en el momento de su captura), trasportados forzosamente de su continente a otro nuevo. Aquellos desgraciados, «salvajes incivilizados» para la Iglesia, monarquías y repúblicas del momento, no tuvieron la imagen del niño Aylan, o la nuestra del “Guernica” de Picasso en la Expo de París, para aflojar sentimientos. Padecieron una migración forzosa durante más de tres siglos.

Naciones Unidas, que en eso de las estadísticas se esmera, no tanto en las soluciones, anuncia que los migrantes han sobrepasado los 232 millones, de ellos 52 millones huyendo de conflictos abiertos. Únicamente en Colombia, más de cinco millones de personas se han desplazado internamente. Los «falsos positivos» alentaron las huidas. Los desplazados sirios superan los siete millones. Cifras escandalosas. La muerte de un hombre es una tragedia; la de millones, una estadística, dijo alguien en cierta ocasión.

El 60% de los migrantes se traslada hacia escenarios «ricos», donde también existen cinturones de pobreza. Pero unos y otros, los cinturones de los ricos y los de los pobres, también tienen escalas. Uno de cada cinco viaja a EEUU, intentando sortear el Río Grande, a la sombra de mafias y negocios que aprovechan la miseria humana. EEUU ha establecido un muro de más de 3.300 kilómetros de longitud.

No suceden los desplazamientos masivos más recientes por casualidad, por el canto errado desde un minarete, por la simpatía o no hacia un régimen político. Tampoco por el desapego a la tierra. Las causas son sistémicas. Y todos desean volver a su aldea. Un viejo relato persa decía: «Un policía pregunta: ¿qué haces Nasrudin vagabundeando por las calles en mitad de la noche? Señor, responde Nasrudin, ¡si tuviera la respuesta a esa pregunta hace mucho tiempo que hubiera vuelto a casa!».

Hace poco oí en una entrevista televisiva a Gerald Celente. Perdonen por la cita, que la recogí, un poco larga: «Esas personas no son migrantes, son refugiados que huyen de sus países después de que EEUU y sus aliados los bombardearan. Fíjese lo que han conseguido. Siria, Afganistán, Libia, Iraq y ahora Yemen han sufrido los bombardeos de EEUU, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes. Han atacado a los países más pobres de la región y ahora sus habitantes tienen que huir a Europa. A ello hay que añadir la caída de las materias primas en todo el mundo, en Argelia, en Nigeria, en Brasil, en Colombia, en Chile, en Venezuela y en Bolivia. Los habitantes tienen que huir del país por culpa del desplome de la economía y del agotamiento de los recursos naturales».

Ese es el origen de las últimas migraciones, de las últimas oleadas de migrantes que sacuden las conciencias de Occidente. No hay más verdades ocultas, más misterio por desentrañar. Siempre ha sido igual. Las 85 personas más ricas del mundo poseen tanto dinero como 3.500 millones de personas. Ahí está el nudo de la cuestión. El reparto de la riqueza y el expolio de la desparramada por el mundo.

El Acuerdo de Schengen (1995) desarrolló unas normativas de carácter general sobre la «libre circulación de personas de los países europeos», pero al mismo tiempo reforzó las limitaciones para la inmigración extraeuropea. La Unión Europea dio la espalda a su historia. Es más, se ratificó en ella. Hizo tabla rasa de sus responsabilidades en la colonización y el expolio sostenido provocado hasta entonces.

Hemos dejado de pertenecer a esa aldea a la que regresaron humillados nuestros antepasados cercanos en 1940. Hemos dejado de movernos en las cuestiones identitarias que planteó Sabino Arana en 1890, como bien reflejó la izquierda abertzale en 1967. Nuestra pequeña comunidad vasca, al pie de los Pirineos y el Cantábrico, es una brizna más en ese mapa cada vez más complejo que se llama humanidad.

Un mapa repleto hasta el vómito de sepulcros blanqueados que nos llama a la solidaridad de la especie y, por extensión, a la derrota del modelo económico imperante en nuestro, también, pequeño planeta, perdido en la inmensidad de un océano galáctico que cada noche que luce vuelve a apretarnos nuestra conciencia.

Recherche