Hormigas terroristas
Si los guerrilleros kosovares de UÇK se acostaron terroristas y se despertaron aliados, a nadie deberá extrañarle que se repita el malabarismo. La propaganda es un jarabe milagroso y la amnesia un diurético infalible.
El aeropuerto internacional de Kabul es un hormiguero agitado por el pánico. Brilla el sol. Se escucha un caos impaciente de pequeñas hormigas que rodean un avión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. El C-17 caldea los motores y zumba mientras las hormigas lo escoltan durante la escapada. Hay hormigas aferradas a los flancos, abrazadas al asidero más precario del metal caliente del avión. Entonces el monstruo levanta el vuelo y las hormigas empiezan a caer desde una altura mortal. El objetivo de la cámara captura un par de manchas minúsculas que se desprenden e impactan contra el suelo. Esos borrones informes, esas hormigas despanzurradas sobre el asfalto del aeropuerto, son personas cuyos nombres nunca llegaremos a conocer y cuya desesperación nunca alcanzaremos a comprender.
Al fondo suena una vieja habanera. «Si las cosas que uno quiere se pudieran alcanzar, tú me quisieras lo mismo que veinte años atrás». Hace hoy veinte años, el Consejo de la OTAN movilizaba 3.500 soldados en Macedonia porque la milicia albanesa de UÇK había accedido a entregar 3.000 armas. Era la operación “Cosecha esencial”. Por entonces, el Departamento de Estado de los Estados Unidos aún mantenía a los guerrilleros albaneses en su nómina de organizaciones terroristas. Pero las alianzas estaban cambiando. El líder de UÇK, Hashim Thaçi, no tardó en coronarse como primer ministro de Kosovo. En julio de 2008, Thaçi celebró la independencia de su país apretando la mano de George W. Bush en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Una céntrica avenida de Pristina pasó a llevar el nombre del presidente estadounidense.
El 11 de setiembre de 2001, los legionarios españoles de la compañía Austria se desplegaron en el pueblo macedonio de Brodec dispuestos a ofrecer al mundo el espectáculo del desarme. Pero aquel día el foco se desplazó al Bajo Manhattan. El impacto de los aviones contra las torres del World Trade Center. El humo hinchado sobre los edificios. El aullido de las sirenas. El paisaje de escombros. El desconcierto de los servicios de emergencia y los heridos evacuados en camillas interminables. La historia, tan proclive a las simetrías, se congela en un fotograma de desesperación: una hormiga se precipita al vacío desde una torre de Nueva York y su silueta anónima es ya un preludio de las hormigas que veinte años después van a caer desde un avión en el aeropuerto de Kabul.
Es difícil exagerar las repercusiones que desató aquel atentado en todo el mundo. Para empezar, se instaló un clima global de paranoia. Los ciudadanos del mundo occidental accedimos a entregar nuestros derechos civiles a cambio de una vaga promesa de seguridad. Bajo la coartada del patriotismo, el gabinete de Bush creó tribunales militares de excepción, autorizó la vigilancia de las comunicaciones, avaló las redadas indiscriminadas contra extranjeros y engordó las jaulas de Guantánamo. Pero sobre todo, el Gobierno republicano fabricó una justificación moral para la guerra. Primero en Afganistán. Después en Iraq. A pesar de todo o precisamente a causa de ello, las explosiones islamistas se repitieron en 2004 en Madrid y en 2005 en Londres. Los tres países de la coalición de las Azores fueron atacados en apenas cuatro años.
Aún bajo el shock del 11-S, el Consejo de la Unión Europea emplazó a sus miembros a definir el delito de terrorismo. Era 13 de junio de 2002. Dos semanas más tarde, el Congreso español aprobó una Ley de Partidos que iba a permitir ilegalizar un buen puñado de organizaciones políticas bajo acusaciones prefabricadas. 40.000 ciudadanos vascos fueron desprovistos de su derecho al sufragio pasivo. España se acogió a una definición tan elástica del concepto de terrorismo que el sambenito terminó recayendo sobre los chistes de Carrero Blanco y sobre una riña menor en las fiestas de Altsasu. Todavía nadie ha sabido explicarnos por qué el escaparate quebrado de un banco es un claro indicio terrorista mientras que un saldo de 209.000 civiles muertos en Iraq es un claro indicio de democracia.
Hubo un tiempo de furia neocón y Guerra Fría en que Estados Unidos cubrió de dinero y halagos a los integristas afganos en su guerra contra el comunismo. La semilla muyahidín, regada con millones de dólares, floreció bajo la forma caprichosa del extremismo talibán y algunos de los viejos aliados pasaron a merecer el apelativo de terroristas. El 11-S colmó el vaso. El 7 de octubre de 2001, Estados Unidos descargó sus primeras bombas sobre Afganistán. La agencia Reuters nos muestra la fotografía de un B-52 que libera misiles Tomahawks sobre una cordillera, decenas de pequeñas hormigas letales dispuestas a demoler las defensas antiaéreas. «Los talibanes pagarán el precio», afirmó el presidente Bush.
Hoy los aviones estadounidenses abandonan Kabul a la vez que se multiplican las imágenes del avance talibán. Talibanes que se divierten en los autos de choque de un parque de atracciones. Talibanes que tonifican sus músculos en el gimnasio del palacio presidencial. Talibanes que degustan un helado de cucurucho. Entretanto, Biden se lava las manos y defiende la huida de sus tropas. El jefe del Estado Mayor de la Defensa británica propone darle un voto de confianza al nuevo gobierno integrista y José Borrell sostiene que la UE debe entenderse con los talibanes porque «han ganado la guerra». El cuadro presenta el aroma de las retiradas pactadas.
Si los guerrilleros kosovares de UÇK se acostaron terroristas y se despertaron aliados, a nadie deberá extrañarle que se repita el malabarismo. La propaganda es un jarabe milagroso y la amnesia un diurético infalible. En este mundo cruzado de intereses, somos pequeñas hormigas en un hormiguero que no nos pertenece. Corremos asustadas y caemos de un avión o de una torre en llamas y nos bendicen o maldicen según sople el viento geopolítico. Hay hormigas llamadas aliadas y hay hormigas llamadas terroristas. Todo depende del cristal con que nos mire el oso hormiguero.